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Actualizado: 27/03/2024 22:30

Democracia, Autoritarismo, Estado

Apuntes para distinguir culturalmente al autoritarismo de la democracia (I)

Este texto aparecerá en dos partes

1. Ningún régimen político se sustenta solo sobre el miedo. Todo régimen político se sostiene más que nada sobre los consensos tácitos o dialogados entre quienes gobiernan y sus gobernados. Esto es válido para las democracias, pero también para los regímenes autoritarios, o incluso los totalitarios.

Si dejamos a un lado los prejuicios ideológicos tendremos que admitir que una parte importante de los habitantes de ciertas autocracias totalitarias se creen sinceramente lo de vivir en los regímenes más participativos de la historia, las democracias “participativas”, “populares”, o “socialistas”, y que en las plutocracias las mayorías creen tener la soberanía, a pesar de su imposibilidad evidente para sacar del poder a ciertas élites mandatadas no tanto por su voto, como por el dinero de los plutócratas. Y es que las élites en las democracias “participativas” y en las plutocracias suelen defender muy bien su poder, gracias a su efectividad cultural en convencer a buena parte de la sociedad de que las fuerzas políticas inaceptables para dirigentes y plutócratas, por razones obvias de auto conservación propia, necesariamente tampoco son recomendables para los “buenos” ciudadanos.

Es tan difícil establecer un criterio de demarcación entre la democracia y el autoritarismo, que para alguien tan agudo como Karl Popper la única manera de distinguir entre una y otro pasa por fijarnos en cómo pueden ser desplazados del poder los gobernantes: de manera pacífica en democracia, y solo de manera violenta en un régimen autoritarista. O sea, lo establece no en base a la existencia o no de determinadas instituciones políticas, por ejemplo, la elección de representantes mandatados, por algún sistema de voto personal, para todos los cargos primarios en un esquema de poderes divididos. Popper, ante la distorsión de esas instituciones que con bastante frecuencia observamos, echa mano de un criterio que no permite predecir comportamientos a partir de un análisis estructural. Para él solo a posteriori de ese comportamiento: el cambio o no de los gobernantes, es que se puede definir si estamos ante una democracia, o ante un régimen autoritario.

No obstante, creemos que si nos concentramos en la mentalidad de los individuos que conforman las sociedades en cuestión, encontraremos un conjunto de criterios culturales que nos permitirán saber de una manera precisa frente a qué tipo de régimen estamos, sin necesidad de esperar hasta la llegada, o no, de los cambios políticos. O sea, que conseguiremos recuperar la capacidad de predecir si los cambios políticos ocurrirán o no, si serán pacíficos o violentos, sin necesidad por el contrario tener que esperar cierto intervalo de tiempo para observar si en su transcurso los gobernados se muestran inconformes con sus gobernantes, si dado ese estado de inconformidad logran o no sacarlos del poder, y si esto último de modo pacífico, o si por el contrario para lograrlo deben echar mano de la fuerza.

2. Se suele dar por sentado que los regímenes autoritarios se sostienen solo sobre la efectividad de sus órganos represivos. Algo imposible, en primer lugar porque por el escaso número relativo de sus miembros, incluso al contar con el monopolio de las armas, los órganos represivos no podrían enfrentarse a todo el resto de la sociedad de no haber en ella una mayoría de individuos con algún grado de consentimiento interno a la situación política en que viven. En segundo, porque sus miembros, salvo en los casos en que hablamos de ejércitos extranjeros de ocupación, forman parte de esa misma sociedad, y por ello se encuentran enredados en infinitos vínculos con familiares, amigos, conocidos dentro de ella, por lo que en alguna medida también a ellos debería de afectarlos cualquier estado de insatisfacción general.

Podemos afirmar que todo régimen político se sostiene sobre un conjunto articulado de instituciones: el cuadro administrativo, ya no solo sobre los órganos represivos. Mas aquí cabe aplicar también los mismos argumentos de arriba. En última instancia, no nos queda más que admitir que es sobre el consentimiento de los individuos a la situación comunitaria en que viven, sobre una mentalidad común, sobre una específica cultura, que se sostienen incluso los peores regímenes autoritarios, más que sobre las bayonetas o la efectividad de su policía política.

En el caso del autoritarismo el cuadro impone las decisiones desde arriba hacia abajo, pero ese estado de cosas solo es aceptable para los gobernados desde una cierta cultura autoritaria. En caso de no existir esa cultura de nada le valdrá al gobernante multiplicar numéricamente a los integrantes del cuadro hasta los límites de lo que permite la economía, o sus ansias de poder personal.

En la democracia los gobernantes se encuentran bajo la supervisión de los gobernados, incluso más que buena parte del cuadro administrativo, mediante los mecanismos democráticos de la sociedad en cuestión. Pero de poco valdrán los tales mecanismos si en ella no impera una cultura democrática. Sin esta, los tales mecanismos acabarán por convertirse en convenientes máscaras para los peores autoritarismos.

Es por lo tanto la cultura que predomina, ese nivel básico común a todos los integrantes de la sociedad dada, no la estructura o ferocidad del cuadro administrativo, o la existencia o no de los mecanismos “democráticos”, la más segura vía para diferenciar a los regímenes políticos de manera puntual: existe una cultura o mentalidad democrática, y a su vez una autoritaria, y en dependencia de a cuál de estas dos abstracciones se acerque más la cultura específica de la sociedad en cuestión, podrá decirse si la misma se encuentra sometida a un régimen más o menos democrático, o a uno autoritario.

3. Rasgo central de una cultura democrática es que, para los individuos que viven dentro de ella, la ley, haya sido consensuada de manera tácita o dialogada, se encuentra siempre por encima de todos. Se confía por lo tanto en el pacto entre todos, concretado en un conjunto de reglas abstractas.

En el autoritarismo, en cambio, la confianza individual se deposita en individuos concretos, cuya voluntad la mayoría ha aceptado colocar en última instancia por encima de la de todos los demás.

Para distinguir a una cultura de otra, y por lo mismo a un régimen político de otro, es determinante fijarnos en cómo ve el individuo promedio al gobernante: En el caso del Ancien Régimen, para el gobernado el gobernante ocupa el poder por decreto divino, por tanto su posición subordinada responde al propio ordenamiento del mundo; en el de los regímenes autoritarios positivistas, en una cultura en que se necesita de conocimientos específicos para cada actividad concreta, el gobernante es el especialista calificado para hacerse cargo de los específicos asuntos políticos (de ahí el surgimiento de ciencias políticas, como la politología, refugio de tantos farsantes); en las “democracias participativas”, ese regreso a medias y sutil a las sociedades pre-capitalistas, justificado en una supuesta superación del capitalismo, en parte por lo anterior, pero también porque el gobernante es el patriarca, ese carismático y paternal pariente nuestro que sabe cómo conducirnos al paraíso en la tierra de alguna utopía.

Por su parte en la verdadera cultura democrática el gobernante no es para el ciudadano más que un igual, a quien por consenso común de toda la ciudadanía se lo ha mandatado para hacer respetar la ley. Por sobre todo para hacer respetar las reglas que en el ágora permiten que todos puedan participar por igual en la consensuación de los asuntos comunes.

4. Característica principal en la cultura democrática es la aceptación por todos de la insalvable necesidad de echar mano de las relaciones impersonales, sometidas a reglas abstractas, como cada vez más importantes a medida que el individuo se aleja de su marco familiar, tribal, y se adentra a su vez en una sociedad global compuesta por miles de millones de individuos humanos, en la cual las relaciones humanas adquieren de manera inevitable altísimos grados de complejidad. En democracia la impersonalidad en la administración, aunque criticada en sus excesos burocráticos, es aceptada como la base sobre la que se obliga al que administra a tenernos a todos por iguales: es la base de la igualdad ante la ley, imprescindible a toda verdadera democracia.

Contrastantemente, en la cultura autoritaria siempre existe un grado exagerado de sospecha ante dichas relaciones, a las cuales se pretenden sustituir de un modo u otro por las personales. Por tanto, una cultura es más o menos autoritaria en relación directa a la obsesividad de su grado de preocupación por los excesos burocráticos: las culturas que se proponen erradicar las burocracias nunca son democráticas.

Es esta precisamente la explicación última de por qué en sociedades con una cultura autoritaria se prefiere el gobierno personal de los tiranos, y en las sustentadas sobre una democrática, el imperio impersonal de la ley.

Esta distribución de la afinidad por lo personal o lo impersonal en las culturas democrática y autoritaria se presta para que los tiranos, y los ditirambistas de su séquito, pretendan hacernos pasar los peores autoritarismos por más humanos e igualitarios que las democracias. Porque desde una aproximación superficial, la manera personal parece ideal para establecer entre gobernantes y gobernados una relación entre iguales, entre humanos, mientras que la impersonal se presta para lo contrario, al permitirle al gobernante administrar como si los gobernados fuesen números, no personas.

Mas el asunto aquí no es lo que quieran los gobernantes, sino lo que están dispuestos a aceptar los gobernados. El asunto no está en cómo quisiera administrar el gobernante, sin duda como si todos fuéramos ovejas marcadas con un número que él arrea a pastar, sino en cómo a él lo ven los gobernados. Lo importante no es lo que quiere el gobernante, que de tener la oportunidad siempre será el gobernar autoritariamente, sino lo que en su concreta interpretación del mundo, y de su lugar en él, están dispuestos a permitirle los gobernados.

La realidad es que en un sistema personalista de administración se establece una falsa relación personal entre gobernado y gobernante, la cual solo sirve para fortalecer la posición del segundo al crear expectativas de trato paternal y leyendas folklóricas en la mente del primero. Así, sobre la base de sus estudiadas distinciones personales en la administración, el gobernante puede no solo acumular la suficiente masa de apoyo para imponerse sobre la ley, sino incluso da pie a las leyendas autoritarias sobre las que todo autoritarismo se levanta culturalmente. Por ejemplo: las francesas sobre los ministros malos que siempre engañan al rey bueno, y milagroso, que sana con solo tocar a sus súbditos.

La realidad es que en sociedades masivas lo personal es insuficiente para hacer funcionar las relaciones humanas muy complejas que allí predominan, bastante alejadas del marco familiar, tribal, concreto de los individuos. En tales sociedades la sobrevaloración de lo personal en la administración solo sirve para justificar la ficción de que quien manda tiránicamente es en cambio un pariente muy querido. Alguien que desde la pantalla del televisor, o desde el cuadro suyo que hemos colgado en la sala, siempre está muy al tanto de nuestros asuntos, deseos, sueños, fantasías.

La preferencia cultural por el modo personal de administrar es uno de los fundamentos sobre los que se levanta el autoritarismo. Mientras la resignada aceptación por el ciudadano del impersonal, resulta una de las bases culturales más firmes de la democracia.

En cuanto a las innegables deficiencias del sistema impersonal de administración, en esencia su burocratización excesiva, es contrarrestada en democracia por el espíritu participativo de la cultura democrática, que permite reducirlas a un mínimo tolerable.

© cubaencuentro

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