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Actualizado: 02/05/2024 23:14

Opinión

Cómo se justifica una dictadura

Revolución, comunismo, peligro de invasión… Los sucesivos argumentos del castrismo tras casi cincuenta años en el poder.

En la tradición republicana de Europa y América, basada en la soberanía popular y la elección del titular del poder ejecutivo, es difícil justificar la permanencia de una misma persona como jefe de Estado de un país, durante medio siglo. Difícil, digo, pero no imposible, ya que las justificaciones provienen, precisamente, de quienes consideran que la personalización del poder es algo injusto y dañino, pero necesario.

Históricamente, las justificaciones y las experiencias de un fenómeno así han estado asociadas a circunstancias excepcionales: una revolución, una guerra, un estado de emergencia, un escenario de anarquía o fragmentación del territorio nacional. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esas condiciones "excepcionales" se han visto dilatadas artificialmente con tal de encubrir la voluntad del tirano, la cobardía de las élites o el miedo del pueblo.

Todos los dictadores de la historia moderna occidental (Cromwell, Napoleón, Rodríguez de Francia, Bismarck, Porfirio Díaz, Mussolini, Stalin, Hitler, Franco, Pinochet…) han basado sus poderes unipersonales y permanentes en coyunturas críticas o excepcionales. Cromwell y Bismarck, por ejemplo, aunque actuaron en momentos de revolución parlamentaria y riesgo de fragmentación territorial de sus respectivas naciones, nunca cedieron a la tentación monárquica. Napoleón sí, con la coronación imperial de 1804, aunque desde 1799 ejercía una dictadura republicana.

Los dictadores del siglo XX tuvieron a su disposición un artefacto más apropiado que la monarquía o el imperio para perpetuarse en el poder: el Estado totalitario. En ese nuevo modelo antidemocrático, sólo era necesario encabezar el "movimiento" o el "partido" para legitimar la permanencia en el poder. En totalitarismos de derecha, como el nazismo y el fascismo, el partido, aunque subordinado al Duce o al Führer, controlaba la sociedad civil por medio de corporaciones.

En el totalitarismo de izquierda, o sea, el comunismo, la dominación corporativa de la sociedad era similar, pero, en teoría y en buena parte de la experiencia histórica, la relación entre el partido y el líder era distinta: aquel subordinaba a éste. Después de Stalin y después de Mao, los dos grandes comunismos del siglo XX, el soviético y el chino, se acercaron a esa racionalidad más burocrática que carismática.

El daño moral de la autocracia

Sean burocráticas, carismáticas o una mezcla de ambas lógicas de dominación, las dictaduras siempre han contado con legiones de intelectuales orgánicos y semiorgánicos —estos últimos vendrían siendo aquellos "reformistas dentro del sistema" que desean, al mismo tiempo, la preservación y la transformación del régimen— que las justifican con argumentos recurrentes, aunque ellos mismos no estén muy convencidos del daño moral y social que produce toda autocracia.

Algunos de esos argumentos serían el providencial (la "visión", la "genialidad" o la "popularidad" del líder), el histórico (el caudillo hizo la revolución por lo que tiene el "privilegio" de encabezar indefinidamente el nuevo régimen), el doctrinal (el líder máximo es el que mejor interpreta y pone en práctica la ideología oficial) y el unitario (el país está en guerra contra enemigos internos y externos, por lo que la concentración del mando militar y político en la persona del jefe y su permanencia indefinida en el poder es la mejor manera de preservar la unidad nacional).

En la justificación de todas las dictaduras se ha recurrido a unos u otros argumentos. En el caso de la dictadura más larga de la historia occidental, la de Fidel Castro en Cuba, que se acerca al medio siglo, no sólo se han usado todos esos argumentos, sino que el acento de la legitimación del régimen ha oscilado a lo largo del tiempo, conforme el castrismo se acerca a una u otra ideología para apuntalarse.

En el último medio siglo, Castro ha sido, a la vez —perdón por el paralelo—, Mirabeau, Robespierre y Napoleón, Kerensky, Lenin y Stalin, Madero, Villa y Carranza. Esa condición de Proteo, de "caudillo de mil caras", es decir, de tirano, lejos de simplificar, complica las cosas, ya que su plataforma de justificación y proselitismo es diversa y puede desplazarse de un lado a otro con cierta facilidad.

Revolución, comunismo...

Revolución, comunismo y militarismo

En ese desplazamiento constante, tres han sido las justificaciones primordiales de la dictadura, ofrecidas, en las últimas cuatro décadas, por los intelectuales orgánicos del castrismo: la justificación revolucionaria, la justificación comunista y la justificación militar. Veamos brevemente cada una y señalemos su mayor o menor vigencia a principios del siglo XXI.

La justificación revolucionaria es aquella, típicamente jacobina y bolchevique, que concede al líder de la revolución un poder omnímodo e indefinido para encabezar la destrucción del antiguo régimen. El tipo de legitimidad que se difunde en los primeros años de toda revolución es, como se sabe, ajeno a la democracia y sus beneficiarios son aquellos caudillos que, como Robespierre o Lenin, capitalizan la iniciativa del cambio radical y violento.

Castro poseyó esa legitimidad, por lo menos, entre 1959 y 1965. A partir de ese año, con la creación del Partido Comunista, y, sobre todo, a partir de la década del setenta, cuando se completó la institucionalización del nuevo régimen, de acuerdo con el modelo soviético, la justificación del poder castrista cambió de sentido. Desde entonces, Castro acumuló en su persona todos los poderes administrativos, políticos y militares de un Estado que, lejos de revolucionar el orden social, intentaba conservarlo.

La segunda justificación, la comunista, por la cual el poder de Castro, en tanto jefe máximo de una organización comunista nacional, sería equivalente al de Brezhnev, Honecker o Ceasescu, entró en crisis a fines de los ochenta y ha caído en desuso desde 1992. En Cuba, el Partido Comunista no gobierna porque la megalomanía y la irracionalidad de Castro se lo impiden. Ya ni siquiera celebra congresos cuando debe o controla la esfera ideológica, donde instituciones como el Ministerio de Cultura se han vuelto más protagónicas.

Así como la justificación revolucionaria fue suplantada por la justificación comunista, desde mediados de los noventa, el régimen unipersonal y perpetuo de Fidel Castro en Cuba experimenta con una nueva retórica de legitimación. Una nueva retórica que, como sabemos, no es más que un reciclaje del viejo tópico de la "plaza sitiada", de la "coyuntura excepcional", es decir, del "estado de emergencia". Un tópico, admirablemente descrito por Giorgio Agamben, que siempre ha estado ahí, latente, y que ahora es capitalizado al máximo.

Esa justificación, la militar, es la única que queda en pie en el aparato de legitimación del castrismo. Pero queda en pie de manera artificial, alimentada por fantasías y ficciones, ya que Cuba no está en guerra con nadie y su supuesto enemigo, Estados Unidos, no la considera una amenaza a su seguridad nacional. La cacareada "defensa" castrista de la soberanía es un subterfugio por la sencilla razón de que la economía cubana, que fue el origen de la disputa con Estados Unidos y el exilio, obtiene hoy sus mayores ingresos, no de la producción nacional, sino de fuentes externas como el turismo, las remesas, el petróleo venezolano o la comida norteamericana.

Si Cuba no es una "revolución", porque su régimen no revoluciona nada, no es un "socialismo", porque parece más bien un capitalismo neocolonial de Estado, ni está en guerra, porque nadie la está invadiendo, entonces la permanencia de Fidel Castro en el poder sólo puede encontrar justificaciones allí donde la razón no determina el comportamiento político: el fanatismo, el miedo, la megalomanía, el temperamento mesiánico y la mentalidad autoritaria.

Es evidente que en Cuba no existen libertades públicas mínimas para que una parte importante de la población exprese sus deseos de que Fidel Castro abandone el poder, no para entregar la Isla a Estados Unidos, como reitera la propaganda oficial, sino, simplemente, para construir una democracia próspera y soberana. Pero la pregunta inquietante es cuántos de esos varios millones de cubanos que respaldan el castrismo no ven, todavía hoy, como algo anómalo y perjudicial que una misma persona los gobierne durante medio siglo.

© cubaencuentro

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