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Actualizado: 16/05/2024 10:25

Opinión

La decencia tiene dos nombres

Alberto Mora Becerra y Alberto J. Mora: Una pregunta para los torturadores en Washington y La Habana.

Esta es la historia de dos hombres con igual nombre y apellido, que quizá forman parte de una misma familia y quizá no. Estoy casi seguro que nunca se encontraron, pero ni siquiera puedo afirmarlo. Uno nació en Cuba y el otro no, aunque ambos tienen un padre cubano. Nada los vincula en profesión. Sus ideales políticos no pueden ser más opuestos y ni los logros ni las derrotas que vale la pena enumerar coinciden en lugar y tiempo.

Por pocos años coincidieron en la misma ciudad. Uno está muerto hace décadas y el otro no. Los une la decencia. Comparten el colocar los valores éticos por encima de cualquier justificación política y el estar dispuestos a sacrificar sus carreras por un ideal moral. Sin buscar reconocimiento alguno y con la convicción de que posiblemente su lucha se mantenga olvidada. Sin tampoco negarse a contribuir a ese anonimato, salvo cuando conocer lo que han hecho o hicieron contribuye a impedir la propagación de injusticias y errores. Estas son dos historias y ambas no tienen un final feliz.

Un revolucionario y un exiliado

Alberto Mora Becerra fue el hijo de Menelao Mora, uno de los organizadores del asalto al Palacio Presidencial durante el último gobierno de Fulgencio Batista. No participó en el asalto —que posiblemente le hubiera costado la vida— porque estaba preso. Días antes se había dejado apresar por la policía batistiana para propiciar la fuga de su padre. Menelao murió en el intento de poner fin a la dictadura y Alberto sobrevivió para ver el triunfo de la insurrección, el primero de enero de 1959.

Luego fue ministro, comandante de la revolución, funcionario por breve tiempo y desempleado. Cumplió varios castigos, impuestos por Fidel Castro, para "pagar" por diversos "errores". Trató de promover el cine y la cultura en la Universidad de La Habana y terminó suicidándose en septiembre de 1972. La única figura importante del gobierno que acudió a su entierro fue Carlos Rafael Rodríguez.

Alberto J. Mora nació en Boston en 1952. Hijo de una húngara y un cubano, ambos exiliados de regímenes comunistas. Ese mismo año, su padre —un médico graduado en Harvard— llevó a la familia a vivir a la Isla. Cuando Castro llegó al poder, los Mora abandonaron Cuba y se establecieron en Jackson, Mississippi. Allí estudió en una escuela católica y luego en el Swarthmore College, donde se graduó con honores. Después trabajó en el Departamento de Estado, en Portugal.

En 1979 se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Miami. Criado en un ambiente conservador —todos en la familia apoyaron a Barry Goldwater en la elección presidencial de 1964—, Mora laboró como asesor durante el gobierno del ex presidente George Bush.

Al llegar a la presidencia de Bill Clinton, ocupó el asiento reservado a los republicanos en la Junta de Gobernadores para las Trasmisiones del Gobierno de Estados Unidos y asesoró a la emisora Radio Martí. También ejerció como abogado especializado en leyes internacionales en diferentes bufetes privados de Miami. Al triunfo de George W. Bush, fue nombrado consejero general de la Marina, un cargo con un estatus equivalente al de un general de cuatro estrellas.

En 1971, tras el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, Alberto Mora Becerra le escribió una carta a Castro. En esta pedía ser detenido, ya que compartía muchas de las ideas del poeta y no consideraba justo poder andar libremente por las calles de La Habana mientras el otro, que era su amigo, estaba preso.

Sus deseos fueron cumplidos, incluso antes de que Castro leyera la carta. Fue detenido como parte de la investigación contra Padilla, por agentes de la Seguridad del Estado que desconocían la existencia de ese documento, entregado a Raúl Roa durante un homenaje al crítico de cine José Valdés Rodríguez en la Universidad de La Habana.

Entonces ocurrió otra de las tantas paradojas en la vida de Alberto: fue la carta pidiendo su detención la que lo salvó de estar más tiempo tras las rejas. Luego de una entrevista con el gobernante cubano en una celda de la Seguridad del Estado, fue liberado y enviado a recorrer la Isla, para que conociera de "primera mano la justicia y los logros revolucionarios".

El viaje tenía, entre otros objetivos, la intención de que se olvidara de sus preocupaciones en favor de la libertad de expresión y el destino de los disidentes. También apartarlo de la polémica en torno a Padilla e impedir que el caso del escritor se extendiera a un combatiente revolucionario.

A la primera carta siguieron dos más, en que Alberto analizaba logros y deficiencias del proceso —desde una óptica revolucionaria—, así como la necesidad de encaminarlo hacia un rumbo democrático, para de esta manera evitar caer en situaciones similares a las que entonces existían en la Unión Soviética y el campo socialista.

Terrorismo y terror

El 17 de diciembre de 2002, quince meses después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, David Brant, director del Servicio Investigativo Criminal de la Marina —graduado de criminología y quien había sido policía en Miami—, le refirió a Alberto J. Mora su preocupación y molestia por la conducta de los interrogadores militares en el campo de detenidos de Guantánamo.

Le planteó que se trataba de un personal que carecía de la preparación adecuada, que estaba obteniendo resultados muy pobres en su labor, y el cual recurría cada vez más al abuso físico y sicológico para tratar de sacarle información a los detenidos. "Repugnancia" fue la palabra empleada por Brant para caracterizar lo que producían en él las técnicas empleadas por los interrogadores.

En una reunión posterior, Brant le dijo a Mora que existía el rumor de que estas tácticas estaban autorizadas al más alto nivel en Washington. Luego de conocer mejor la situación y consultar con otros funcionarios, Mora se reunió con el secretario de la Marina, Gordon England (quien es ahora subsecretario de Defensa), y con William Haynes, el asesor general del Pentágono. A ambos expresó su rechazo a la utilización de tales técnicas.

Alberto Mora Becerra se mató siendo un revolucionario. Se negó a admitir —al menos a comentar— que la revolución era un fracaso, que el socialismo no tenía futuro y que era imposible cambiar el rumbo del sistema sin echarlo abajo. En él pesó más la Historia que la realidad. Negar el proceso era negar la justificación de su vida. Pero eso no le impidió denunciar las iniquidades.

Su concepto de la historia (libre de mayúsculas y cargada de crímenes) resultó erróneo, pero no lo utilizó como consuelo para justificar una posición acomodada. No hizo que se callara ante las injusticias. Con inocencia y virilidad, trató de convencer al principal responsable de la debacle cubana de sus errores, al tiempo que le reconocía su autoridad. Uno de sus errores fue aferrarse a la idea de que existía la posibilidad de rectificar un rumbo sin salida, que estaba torcido desde mucho antes de que él empezara a cuestionárselo.

Alberto J. Mora estaba en el Pentágono cuando el avión comercial dirigido por varios terroristas se estrelló sobre el edificio. Hoy día sigue apoyando la llamada "guerra contra el terrorismo" que lleva a cabo la administración de Bush —un apoyo que incluye el estar de acuerdo con la invasión de Irak— y siente un gran fervor por la Marina. "Es mi administración también", afirma. Por supuesto que continúa siendo un conservador.

Sin cambiar nada

Castro leyó la primera carta que le escribió Alberto Mora Becerra. Posiblemente también las dos siguientes. Lo escuchó durante la entrevista mencionada, que duró toda una noche en un calabozo. Le pidió que redactara un informe de su recorrido por toda la Isla. Lo que nunca hizo fue poner en práctica una sola de las sugerencias.

Lo mandó a visitar planes de desarrollo, fábricas e instalaciones diversas. Puso a su disposición los medios necesarios para que fuera atendido de acuerdo al rango de comandante de la revolución que Alberto tenía y nunca perdió. Incluso le recordó el compromiso contraído con la madre de Mora, cuando esta se encontraba moribunda y le pidió al gobernante que velara por su hijo.

Todo el tiempo invertido por Alberto y por Castro en estos meses fue para lograr no cambiar nada. El gobernante terminó enviando al interlocutor rebelde a dirigir un plan agrícola. Lo separó de un cargo menor que este tenía en la sección cultural de la Universidad de La Habana, evidentemente disgustado ante la posible influencia que alguien que creía en la democracia y la libertad de expresión pudiera tener sobre los jóvenes estudiantes. Se limitó a castigarlo de nuevo.

El presidente Bush decidió en febrero de 2002 que los sospechosos de terrorismo detenidos por el gobierno de Estados Unidos no merecían ser tratados de acuerdo con lo estipulado por las convenciones de Ginebra. Alberto J. Mora trató de forma persistente de alertar sobre lo desastroso e ilegal de tal política. Expresó su opinión antes de que salieran publicadas las fotografías de los abusos en Abu Ghraib.

El 7 de julio de 2004 dirigió un memorando de 22 páginas al vicealmirante Albert Church, quien dirigió la investigación sobre los abusos en Guantánamo. El 15 de enero le envió otro a Haynes, donde describía las técnicas de interrogación empleadas en Guantánamo como un tratamiento del que lo menos que se podía decir era que resultaba cruel y poco usual. Un tipo de conducta que en el peor de los casos no cabía otra alternativa que considerarla como una forma de "tortura".

Él y otros abogados participaron en un "grupo de trabajo" —creado con miembros de todas las ramas militares— para elaborar nuevas guías para los interrogatorios. Sus esfuerzos, y los de quienes compartían sus preocupaciones, se vieron limitados una y otra vez por el grupo de asesores del vicepresidente Dick Cheney y la resistencia de varios de los más poderosos miembros del Gobierno.

Descubrió que respecto al tratamiento de los detenidos, el Pentágono ha seguido una doble política: una más visible, destinada a tranquilizar a los críticos y a quienes temen que las violaciones puedan conducir a enjuiciamientos penales en el futuro, y otra secreta, que ha permitido —y parece seguir permitiendo— los maltratos, pese a las denuncias y los escándalos.

Similitudes y diferencias

Esta historia es de ahora en adelante sólo la de Alberto J. Mora. El paralelismo anterior, entre la valentía y la entereza moral de los dos hombres, no intenta ser también una comparación entre el gobierno de Bush y el régimen de Castro. Las similitudes terminan tras hablar de ambos enfrentamientos frente al poder y el engaño. No hay dictadura en Estados Unidos. Hay que hacer todo lo posible por detener esa amenaza.

La vida de Alberto Mora Becerra está marcada por la tragedia. La de Alberto J. Mora no. Ambos son héroes, cada cual a su manera. El suicidio del comandante Mora fue un gesto inútil, consecuencia de la desesperación. El abogado Mora se retiró de su cargo en el Pentágono para volver a la empresa privada y en la actualidad es asesor de operaciones internacionales de la multimillonaria corporación Wal-Mart.

El empleo de tratamientos crueles durante los interrogatorios en Guantánamo ha disminuido. En parte, gracias a los esfuerzos de un hijo de inmigrantes. Pero aunque el secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld, revocó en enero de 2003 la política que permitía los abusos en Guantánamo, aún queda mucho por hacer.

Una de las diferencias más notables entre Washington y La Habana es que en el país norteño gran parte de las injusticias no pueden mantenerse en la sombra. El hasta hace poco secreto y ahora famoso memorando de 22 páginas de Mora, ha sido publicado. Su labor reconocida, gracias a un reportaje de la revista The New Yorker, realizado por Jane Mayer —cuya información ha sido ampliamente utilizada para la realización de este artículo.

Antes, incluso, de la aparición del reportaje de The New Yorker del 27 de febrero de este año —y de las recientes audiencias en el Capitolio—, se sabía de la preocupación y el rechazo del principal abogado civil de la Marina hacia las prácticas de interrogatorio con los detenidos sospechosos de terroristas.

Un artículo de Newsweek, del 21 de junio de 2004, y otro del servicio informativo de Facts on File World News Digest, del 17 de junio de 2004, mencionaban su labor. La prensa norteamericana no ha dejado de destacar los abusos cometidos contra los supuestos terroristas y otros ciudadanos, pese a la maldad y las consecuencias de los ataques del 11 de septiembre.

Mora considera que la respuesta legal del gobierno de Bush, luego del 11 septiembre, fue inadecuada desde el comienzo, lo que dio lugar a una serie de errores que han resultado casi imposibles de corregir. "El debate aquí es no sólo cómo proteger la nación. Es cómo proteger nuestros valores", señala en el reportaje de The New Yorker. Esta protección de los valores norteamericanos —un país donde la Constitución le reconoce al individuo el derecho de no ser sometido a un acto de crueldad— no debe limitarse a los residentes nacionales. De lo contrario, EE UU deja de ser ejemplo para el mundo.

Cuestión de coherencia

Para los exiliados cubanos y los opositores al régimen de La Habana, la defensa del ciudadano y la oposición a cualquier forma de tortura, resulta fundamental. "¿Qué significan la 'privación de los estímulos luminosos y auditivos'? ¿Puede ser encerrado un detenido en una celda completamente oscura? ¿Por cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Mucho más? ¿Hasta que quede ciego?", escribió Mora que le había preguntado a Haynes, uno de los protegidos del entonces asesor y ahora jefe de despacho del vicepresidente Cheney, David Addington.

Se sabe que La Habana ha sometido a los disidentes y opositores a tratamientos similares. ¿Con qué moral puede Washington condenar en otros países lo que autorizó se le hiciera a sus supuestos enemigos?

El gobierno estadounidense ha afirmado que estos métodos no están autorizados en estos momentos en Guantánamo, pero una información aparecida el 26 de febrero en The New York Times señala que los militares estadounidenses han ampliado una prisión en Afganistán que es mucho más secreta —no permite visitantes del exterior, excepto miembros de la Cruz Roja Internacional, y se niega a hacer públicos los nombres de los detenidos— que la instalación en suelo cubano.

Allí permanecen encerrados unos 500 sospechosos de terrorismo, aunque se alega que muchos son inocentes: encarcelados debido a denuncias de sus enemigos en las villas en que residían o arrestados por la policía local al negarse a pagar sobornos.

Defensores de los derechos humanos y ex detenidos dicen que las condiciones carcelarias han mejorado tras la construcción de nuevas instalaciones y la muerte violenta de dos afganos, en diciembre de 2002 (Luego de una investigación, se encontró que las causas de las muertes obedecieron a dos prácticas ahora prohibidas: el colgar a los prisioneros por los brazos del techo de las jaulas metálicas y el golpear con varas en las piernas a los reclusos desobedientes).

Otros métodos abusivos, como el uso de perros de ataque para atemorizar a los recién detenidos o el encadenamiento por las muñecas a las puertas de las celdas, como castigo a quienes hablaban sin autorización, también han sido abolidos.

Esta prisión afgana, situada en una base aérea norteamericana unos 90 kilómetros al norte de Kabul, ha visto incrementada su población tras el fallo de la Corte Suprema de junio de 2004, que permite a los prisioneros de Guantánamo impugnar su detención en cortes de EE UU.

Autoridad moral

Si Estados Unidos pierde cada vez más autoridad moral ante el mundo, al mantener centros de detenciones —en Guantánamo y otras partes— donde no se cumplen a plenitud los principios de la Convención de Ginebra, los cubanos tenemos el deber elemental de condenar cualquier forma de tortura —no importa si aplicada a supuestos o verdaderos terroristas— para reafirmar no sólo un derecho elemental, sino nuestra integridad ética frente a las violaciones que ocurren en la Isla.

Alberto Mora Becerra, el combatiente e hijo de mártir revolucionario, quien sufrió en las cárceles de Batista algunos de los mismos métodos utilizados años más tarde por los interrogadores militares estadounidenses —como la técnica de fusilamientos simulados— y el revolucionario que de un pistoletazo se apartó para siempre de un régimen cargado de fusilamientos reales, no pudo quedarse callado ante la represión y la injusticia imperante en un país capaz de meter en la cárcel hasta a sus mejores poetas.

Al señalar y tratar de impedir la crueldad y la tortura en Guantánamo, Alberto J. Mora ha dado un ejemplo de dignidad y lanzado una advertencia, que vale para los torturadores de cualquier nacionalidad. "Da la impresión que muchos abogados del gobierno norteamericano desconocen los hechos históricos", dijo el ex asesor, quien agregó: "Me pregunto si incluso están familiarizados con los juicios de Nuremberg, con las leyes de guerra o la Convención de Ginebra", agregó.

Esta pregunta tendrán que responderla en su momento algunos torturadores, tanto en Washington como en La Habana.

© cubaencuentro

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