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Libertad, Fanatismo, Cuba

La libertad no es una meta, sino un camino

¿Dónde está, pues, la raíz de todos los problemas? Es evidente la respuesta: en la conciencia colectiva, pero principalmente, en el fanatismo y el culto a la personalidad

La gran mayoría de los pueblos busca la libertad en las leyes, y si no es posible, trata de conquistarla por la violencia, especialmente por las armas, ya sea mediante insurrecciones, o mediante el magnicidio o por intervenciones militares de otros Estados. Pero ni las leyes ni las armas traerán por sí solas la verdadera libertad.

En Cuba la Constitución del 40 era considerada la más avanzada del continente en el reconocimiento de los derechos ciudadanos. Pero tan solo doce años bastó para que un hombre, apoderándose del principal cuartel del país, respaldado por las bayonetas, la dejara sin efecto. De nada sirve la más completa y perfecta constitución del mundo si no echa raíces en la conciencia del pueblo para el cual fue creada.

La violencia armada nunca te dará la libertad. Aunque te digan que es el remedio más radical, es todo lo contrario, la más superficial, porque no va a la raíz de todos los problemas. Si el remedio es el tiranicidio, otro tirano volverá a surgir entre sus seguidores. En los primeros años de establecerse el régimen bolchevique en Rusia, una mujer atentó contra la vida de su principal líder. Este sobrevivió, pero no mucho después murió por causas aún desconocidas. ¿Se derrumbó ese régimen por eso? No, después le sucedieron, uno tras otro, seis jefes de Estado según mi cuenta. Y no hay que ir tan lejos. Entre los cubanos se daba por sentado que tras la muerte del Comandante en Jefe, el régimen comunista no se sostendría, y hasta se popularizó una frase en inglés: “No Castro, no problem”. El Comandante murió, han pasado los años y ese régimen sigue en pie. Si es una insurrección, el caudillo victorioso se impondrá con la misma fuerza que empleó para derrotar al tirano anterior. Ya sabemos qué pasó tras la huida de Batista. Si es una invasión extranjera, el extranjero cobrará, de un modo u otro, el precio de la supuesta liberación. Los que cuenten con un mínimo conocimiento de Historia de Cuba, saben bien lo que significó la Enmienda Platt.

Un ejemplo histórico de la esterilidad de la violencia se dio en el siglo XVII con dos revoluciones que estremecieron al pueblo inglés. La primera, en 1642, fue violenta y dio inicio a una etapa de inestabilidad y de grandes conflictos, y la segunda, en 1688, la llamada Revolución Gloriosa, que fue pacífica, aprobó la Declaración de Derechos y dio inicio al sistema de la monarquía parlamentaria que aseguró la estabilidad de la nación y ha durado hasta nuestros tiempos.

La rebelión de las Trece Colonias contra la dominación inglesa, no trajo la libertad, pues los esclavos siguieron siendo esclavos, y la República concedía el derecho al voto solo a los que cumplieran cuatro requisitos fundamentales: ser masculino, blanco, letrado y propietario de haciendas, por lo que en las primeras elecciones de Estados Unidos solo pudo votar el 1.3 por ciento de la población adulta, pues todos los Padres de la Patria estaban de acuerdo en que no se le debería conceder ese derecho a la chusma. ¿Quiénes conformaban esa “chusma”? Pues las mujeres, los analfabetos, los desposeídos y los negros, ya fuesen libertos o esclavos, es decir, más del 98 por ciento de la población. Por entonces la palabra “democracia” era una mala palabra, por lo que acusar a alguien de “demócrata” era un insulto muy grave. Por eso Jefferson rechazó ofendido este “epíteto” que le endilgaban sus adversarios políticos, los federalistas. De ahí que tuvieran que transcurrir casi dos siglos de incansables luchas de abolicionistas, feministas y activistas por los derechos civiles, padeciendo encarcelamientos, torturas, huelgas de hambre y asesinatos, con una guerra encarnizada de por medio, para que se reconocieran esos derechos.

Pero la guerra civil de nada hubiera servido y las leyes y decretos habrían sido letra muerta si no se hubiera logrado una conciencia cívica gestada gracias a las muchas batallas pacíficas de todos esos activistas.

En principio, nadie puede, por sí solo, imponer la tiranía a un pueblo. Si vamos a creer que un solo hombre es el único culpable, es pretender que esa única persona es más poderosa que millones de seres humanos, y entonces tendríamos que concluir que no se trata de un ser normal sino con superpoderes, o sea, un dios. Pero no es así. ¿Quién o quiénes le dieron tanto poder? Es evidente que contó con el apoyo de otros muchos, incluso del silencio cómplice de la mayor parte de ese pueblo, o peor, con su apoyo manifiesto mediante la algarabía callejera. No son los tiranos los que imponen la tiranía a los pueblos, sino los pueblos los que, cautivados por un sueño idílico, crean a sus propios tiranos elevándolos a un altar, y cuando despiertan, es ya demasiado tarde, porque el sueño se ha convertido en una real pesadilla, y desde ese sitial, el idolatrado regirá su destino con mano de hierro.

Entonces el verdadero mal no está en el tirano, sino en aquellos que lo elevaron a esa posición, casi siempre, el propio pueblo. De modo que no es un tirano el que debe morir, el que debe dormirse para siempre, sino el pueblo el que debe despertar, y más que despertar, resucitar, para que de su vientre no vuelva a engendrarse el monstruo que después lo va a devorar.

¿Dónde está, pues, la raíz de todos los problemas? Es evidente la respuesta: en la conciencia colectiva, pero principalmente, en el fanatismo y el culto a la personalidad. En 1968, en la prisión de Jaruco 1, conocí a un niño preso porque en uno de sus juegos, le pegó candela a un periódico. Nadie le habría dado importancia a aquello si no hubiera sido porque alguien descubrió que en el periódico había una foto del Ché Guevara, por lo que el niño fue acusado de “falta de respeto con un héroe de la Revolución”. Esos males no son exclusivos de los cubanos, sino que ha sido muy común entre los latinoamericanos. ¡Cuántas veces hemos sabido de generales tomar el palacio presidencial y luego proclamarse presidente con los aplausos de gran parte del pueblo! Por eso yo admiraba mucho al pueblo de Estados Unidos, por su irreverencia y sus burlas hacia los presidentes, aunque esto le parezca inapropiado a algunos cubanos. Por entonces me parecía alucinante imaginar que un general del Pentágono, cegado por la ambición, pudiera enviar tanques de guerra contra la Casa Blanca para proclamarse presidente. Y yo me reía de semejante ocurrencia. Hoy, tras los acontecimientos de los últimos años en este país, he llegado a pensar que ese escenario podría ser muy posible en el futuro.

Esa libertad que los seres humanos buscan desesperadamente en los parlamentos, en las barricadas y en los montes, no se haya en ninguno de esos lugares sino en un lugar más cercano: dentro de ellos mismos. Ninguna ley crea la libertad, sino que solo lleva a cabo el reconocimiento legal de ese derecho consustancial del ser humano, lo cual significa que nacemos ya con ese derecho. El hacer uso de él o no, depende ya del grado de conciencia que tengamos de que lo poseemos. Por lo tanto, no hay que buscar lo que ya se tiene. Si tomas conciencia de que ese derecho es consustancial a la persona humana, quiere decir que ya naces con él, y una vez que tienes conciencia de eso, entonces solo te falta un paso: decidirte a practicarlo desde este mismo momento, aquí y ahora. La libertad no es una meta, sino el camino que nos lleva a poner fin a la injusticia.

Una persona puede practicar la libertad incluso detrás de los barrotes de una cárcel. Los activistas de derechos humanos, así como los presos políticos plantados de las cárceles cubanas, éramos más libres que los carceleros, porque expresábamos lo que pensábamos, mientras que ellos se cuidaban mucho de proferir alguna frase políticamente “incorrecta”. Aquellos que por miedo o conveniencia piensan una cosa y dicen otra, no tienen conciencia de que poseen ese derecho. Decía Thoreau que, si en una sociedad donde todos callan ante la injusticia, una sola persona va a la cárcel por oponerse a ella, ese sería el principio del fin de esa injusticia, porque el ejemplo hará que otros también lo imiten.

Algunos se preguntarán, entonces, cuánto tiempo habrá que esperar para que finalmente la justicia se imponga. Pues dependerá de lo que demore la inmensa mayoría de ese pueblo en tomar conciencia de que posee ese derecho. Y cuando esa inmensa mayoría se decida a practicar esa libertad, no habrá ejército capaz de detenerlo, porque los sin poder, unidos, pueden más que el poder.

Un día en un país donde reinaba la injusticia, un hombre a sus alumnos dijo la verdad, y le prohibieron pisar un aula nunca más. El hombre en las calles a los transeúntes dijo la verdad, y lo encarcelaron para que los transeúntes no pudieran escucharle. El hombre en la cárcel a los presos dijo la verdad, y lo llevaron al manicomio para que los presos no oyeran su voz. El hombre en el manicomio a los locos dijo la verdad, y lo aislaron en ergástula tapiada para que los locos no recibieran sus palabras. El hombre a los carceleros dijo la verdad, y lo enviaron a lejanas costas para que a nadie más llegara su oratoria. Pero en el rumor de las olas llegaba la verdad. Y entonces, ya nadie pudo volver a vivir jamás en la mentira.

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