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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Opinión

Pan y la Constitución de 1940

De cara al futuro, una guía para un justo equilibrio entre el Estado y el mercado.

Cuenta Marcelo Pogolotti en su interesante autobiografía Del barro y las voces que en ocasión de una fiesta en la embajada soviética, la única que además de ofrecer excelente comida invitaba a los intelectuales, "una de las jóvenes proletarias (…) exclamó: '¡Qué rica comida! ¡Qué ganas tengo que llegue el socialismo!'".

Al cabo de más cuatro décadas de revolución institucionalizada en Cuba, lo que llama la atención de las palabras de la muchacha de la anécdota no es tanto "la carencia de verdadera conciencia revolucionaria" señalada por Pogolotti, como su absoluta falta de previsión histórica.

Llegó el socialismo, pero con él, en vez de la abundancia prometida, sobrevino el hambre generalizada. Establecida en 1962, la libreta de racionamiento sigue siendo hasta hoy el símbolo más elocuente de la vida cubana con su miseria repartida a partes iguales entre los de abajo.

El comunismo no ha sido en Cuba una excepción. Ha arrasado como una plaga de langostas con una tierra de siempre conocida por su proverbial fertilidad. El desastre de la agricultura era ya mayúsculo a fines de la década del sesenta, según apreciaron observadores lúcidos como el francés René Dumont; hoy es, si cabe, aún mayor. Cualitativa tanto como cuantitativamente. Sencillamente, no hay nada, y lo que hay, no sirve.

Quien quiera comprobarlo, que se dé una vuelta por el antiguo Mercado Único. Pocos lugares reflejan tan gráficamente como ese la decadencia de La Habana y del país entero. Entre la mugre del suelo y las paredes despintadas, escasas tarimas con frutas de la peor calidad. Mangos ácidos y golpeados; mameyes pródigos en "primaveras", plátanos diminutos con extraños sabores, productos de no se sabe qué desafortunados injertos…

De visitar hoy y no en los años cuarenta nuestro país, seguramente no hubiera escrito Ivan Goll su poema Cuba, canasta de frutas. Y el conocido artículo de Lezama, publicado en el extraordinario número de Lunes de Revolución dedicado "a Cuba, con amor", queda asimismo como expediente de un mundo perdido. Habría hoy que echar de menos esa cornucopia frutal como Lezama la tradición de la cena familiar erosionada por el influjo del american way of life. Pero no ha sido el capitalismo el que las ha destruido, sino el socialismo.

Especulaciones de filósofo extraviado

Podemos enfrentar esta sola evidencia al anticapitalismo radical de Santiago Alba y Carlos Fernández Liria, filósofos españoles cuyas apologías del régimen castrista han sido recogidas en un volumen publicado este año por la Editorial de Ciencias Sociales, bajo el título de Cuba: la ilustración y el socialismo.

Alba afirmará que, en la medida en que ha destruido la diferencia entre cosas de comer y cosas de mirar, el capitalismo ha destruido las frutas. Ya no nos comemos una manzana como antes. Pero la miseria de nuestro Mercado Único, y su penoso contraste con cualquier mercado de México o España, convierte todo ello en especulaciones metafísicas de filósofo extraviado.

En Cuba, las manzanas son vendidas por el Estado a un precio que las convierte en un lujo para el cubano de a pie. Y ni hablar de las uvas y las peras. Todo ello, como los turrones de Gijona y Alicante y tantas cosas más, forma parte de un mundo perdido, suerte de Atlántida sensorial que las últimas generaciones de cubanos sólo conocen por los relatos nostálgicos de sus mayores.

Santiago Alba cree que el hecho de haberse liberado de la devastadora "rueda del mercado, con su agresión icónica y su agresión lumínica", ha salvado a Cuba de la miseria no sólo espiritual sino también material que caracteriza al mundo capitalista contemporáneo.

Nosotros vemos que la "defunción del mercado", elogiada por Francisco de Oráa en un conocido poema de 1970, es una verdadera catástrofe, no sólo porque implica una traumática ruptura con la tradición, sino también porque determina una rigurosa clausura del mundo. El mundo de los cubanos de la Isla es efectivamente más pequeño que el de un mexicano o un español, pues de su horizonte real han sido retiradas las peras y las uvas.

La lección de la Cambodia comunista indica claramente que la eliminación total del mercado no conduce sino a la dictadura más espantosa y la miseria más atroz. Si el mercado, como afirma Alba, destruye la "idea misma de un colectivo en el tiempo" y de un "colectivo en el espacio" —idea que, vale apuntar, no es otra cosa que la Gemeinschaft que desde los tiempos de Tönies, Chesterton y Pound centra la nostalgia reaccionaria de quienes consideran inauténtico el mundo moderno—, su defunción implica la muerte de la sociedad (Gessellchaft), en tanto colectivo abierto e individualista, determinado por una "lógica de la participación" y no por una "lógica de la pertenencia", para decirlo en los términos de Fernando Savater.

La acidez de los plátanos y los discursos de Fidel

Alba afirma que "existe una relación orgánica entre la fealdad cultural del capitalismo (el deslumbramiento por lo nuevo, el entusiasmo por el cachivache, el uniforme de la distinción) y su destructiva inmoralidad material; y, al contrario, entre la alegría austera de la sociedad cubana y su superioridad ética y democrática".

Podemos afirmar que hay una relación orgánica entre la decadencia del Mercado Único y la absoluta falta de libertades fundamentales de aquellos que allí compran; entre la ineficiencia económica del régimen de La Habana y el kitsch de la "batalla de ideas"; entre la acidez de los plátanos y los discursos de cinco horas de Fidel Castro.

La cartilla de racionamiento, en la que Carlos Fernández Liria ve la cifra del triunfo de Cuba como único baluarte de la Ilustración en el mundo de hoy, refleja justo lo contrario: una miseria que va más allá de la escasez material, alcanzando todas las dimensiones de una vida profundamente dañada. Esta relación define la doble reivindicación —política y económica— de lo que, con Agnes Heller, cabe llamar la "revolución antitotalitaria", que ojalá sea también en nuestro caso "de terciopelo".

Cuando se cumplen treinta años de una Constitución que establece que es el Partido Comunista el que debe "organizar, dirigir y controlar la actividad económica nacional" y condiciona la libertad de expresión "a los fines de la sociedad socialista", no es desacertado proponer la Constitución de 1940 como un punto de partida para convocar a una nueva asamblea constituyente en la que participen todas las fuerzas políticas del país.

"Toute restauration est révolution", reza el aforismo francés. Volver a la Constitución de 1940 implicaría no una imposible e impensable restauración del statu quo anterior, sino más bien una reconexión simbólica con una tradición democrática de cuya ruptura violenta, el 10 de marzo de 1952, la dictadura de Castro es la peor de las consecuencias.

El fuerte contenido social de esa Constitución, que recogió en parte las reivindicaciones de la Revolución del 30, puede ser una guía para conseguir un justo equilibrio entre el Estado y el mercado en un país que tendrá como herencia de la dictadura comunista una gran vulnerabilidad hacia las nefastas tentaciones del neoliberalismo.

Castro prometió en 1959 "pan y libertad para todos". No dio ni uno ni mucho menos la otra. Recordando a aquellos sans-culottes que invadieron la Convención el 12 de Germinal y el 1 de Pradial del año III al grito de "Pan y la Constitución de 1793", cabe resumir el disentimiento de la emergente sociedad civil cubana en una doble exigencia: "Pan y la Constitución de 1940".

© cubaencuentro

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