Demócratas, Republicanos, Exilio
Patriotismo y conveniencia
La conveniencia política y su importancia en la percepción del republicanismo como la filosofía política más adecuada en la lucha contra el castrismo
Al igual que el gobierno de Ronald Reagan aprovechó la reacción violenta de los blancos sureños contra el movimiento de los derechos civiles, y estos pasaron de haber apoyado abrumadoramente a los demócratas a volcarse de igual forma con los republicanos, en el caso de muchos exiliados cubanos una táctica similar explica su transformación en miembros furibundos del Partido Republicano.
Dos factores son esenciales para entender esa transición de los exiliados cubanos, de demócratas a republicanos: la renuencia a comportarse como una minoría —sin que esto les impida reclamar los beneficios circunstanciales acordes a dicha clasificación— y el rechazo a una asimilación total a la nación que les dio refugio.
En ambos hay orgullo nacional. Sin embargo, pese a lo repetido hasta el cansancio, el patriotismo —entendido como el ideal de lograr un derrocamiento del régimen de La Habana— no ha sido el motivo fundamental a la hora de elegir partido político en este país. Más bien una socorrida respuesta afectiva. Explotada una y otra vez por políticos oportunistas, pero también aceptada sin cuestionar por votantes demasiado dispuestos a la hora de admitir cualquier justificación al paso.
Eso explica la fidelidad al republicanismo, pese a los reiterados fracasos de los gobernantes de este partido en lograr cualquier cambio en Cuba. Es cierto que los mandatarios demócratas no han logrado mucho tampoco, pero un republicano siempre es absuelto cuando al demócrata se le condena por anticipado.
Más allá de los resultados nulos para producir un avance hacia la democracia en Cuba —de lo cual habría que culpar a ambos partidos políticos estadounidenses, bajo la arbitraria asunción de que ellos son los encargados de tal misión—, cuando se mira que han sido tres presidentes demócratas de EEUU los que mayor incidencia han ejercido en el desarrollo de estos casi 56 años de desunión, uno se asombra de lo desligado de la realidad que por la mayor parte de ese tiempo ha permanecido el exilio.
Tras John F. Kennedy y Jimmy Carter, la culminación de ese proceso llega con la presidencia de Barack Obama, donde se están dando dos fenómenos curiosos: un enfrentamiento directo y público a una administración estadounidense, de parte de lo que por décadas se ha llamado el exilio “vertical” de Miami —aunque esta verticalidad desde décadas también no pase de la fase verbal— y un inquilino en la Casa Blanca que finalmente ha decidido cambiar las reglas del juego político entre Estados Unidos y Cuba, y lo ha hecho sin fingir.
Que dicho inquilino sea un presidente demócrata constituye, al mismo tiempo, la peor pesadilla y la más contundente reafirmación de ese exilio: sin los tapujos propios de la era de Bill Clinton, el Partido Demócrata adopta con claridad un rumbo ajeno al hardcore exiliado. Lo hizo anticipadamente Hillary Clinton en su último libro y ya no hay vuelta atrás: relegar a insignificancia el voto pro embargo y línea dura o decidir que es batalla perdida el tratar de ganarlo —usted escoge la explicación al gusto— y dar un paso hacia adelante. Será la tónica imperante en la próxima elección, donde el tema cubano será incluido aunque al parecer hasta ahora no de forma determinante: “Cuba es un país pequeño y diminuto”, ya lo dijo Obama.
Asistimos entonces a la hora de las definiciones, donde lo que se inició como simulacro político se consolida en candidatos y votos. Dos aspirantes a la nominación presidencial republicana son de origen cubano y un tercero puede reclamar no igual origen sino la misma filiación: afinidades electivas, ideológicas y políticas. Por primera vez en la historia de EEUU, un grupo minoritario con una densidad población relativamente baja puede reclamar tal poder político, si atendemos solo a cifras y políticos.
Pero la ecuación adquiere otra naturaleza al mirar no solo otros números —cantidad de votantes— sino desde otra perspectiva: al tiempo que consolidada en cierto imaginario del exilio la esperanza de que un candidato “cubano” llegue a la presidencia de EEUU, en la figura del senador Marco Rubio, no pasa hasta ahora de ser uno de los tantos artificios que adornan las campañas electorales primarias de este país.
Está por verse si el caso cubano adquirirá verdaderamente la categoría de tema de campaña, por la sencilla razón de que el paso dado por Obama —de sacarlo de la inmovilidad y lanzarlo a un camino incierto— también lo relativiza y reduce: el debate sobre el embargo en dos vertientes, como un sendero de caminos que se bifurcan: uno comercial, en que cada vez más republicanos se sitúan al lado de los demócratas, o incluso los superan en la búsqueda de negocios, y otro político, que responde a la misma lógica imperante en los dos mandatos presidenciales de Obama; hacer hasta lo imposible para que cualquier proyecto de la Casa Blanca termine en derrota.
Los inicios
Los inicios del cambio de los exiliados cubanos, de demócratas a republicanos, se sitúan mucho más atrás que la era de Reagan. La renuencia a integrarse al melting pot llenó de orgullo a las primeras generaciones de refugiados cubanos. Esta excepcionalidad se unió a una forma peculiar de conservadurismo, definido en lo político —más que en lo social— por un sentimiento anticastrista que aumentó hacia el irracionalismo tras la frustrada invasión de la Bahía de Cochinos y afianzado en el apoyo republicano al embargo.
La realidad, como suele ocurrir, aporta matices que la hacen mucho más compleja. Numerosos políticos cubanos continuaron siendo demócratas incluso tras la llegada de Reagan al poder. El exlegislador federal Lincoln Díaz-Balart lo fue hasta 1985. En 1984 actuó de copresidente de la organización Demócratas a Favor de Reagan, un hecho que lo enemistó con otros miembros del que entonces era su partido y donde nunca llegó a triunfar en las elecciones primarias.
(Hay que señalar además que las peculiaridad del conservadurismo cubano inicial, donde los primeros legisladores elegidos, los republicanos Ileana Ros-Lehtinen y Días Balart y el demócrata Bob Menéndez, se han destacado por un anticastrismo visceral pero también por una amplitud de criterios en temas como inmigración, orientación sexual y ayuda a los necesitados, ha sido opacada en quienes han sido elegidos luego, tanto en posiciones estatales como nacionales, quienes comparten criterios con el conservadurismo más extremo que se ha apoderado en buena medida del Partido Republicano.)
El cambio mayoritario de demócratas a republicanos, en muchos electores cubanos, obedeció a diversas circunstancias: la creación de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), la actuación del exgobernador de la Florida Jeb Bush en favor de ciertos miembros de la comunidad convictos de actos terroristas y la habilidad del republicanismo para aprovechar la frustración del exilio ante el fracaso de la lucha armada y la conversión del embargo norteamericano hacia la Isla en la última tabla de salvación para los opositores a Castro. Fue la FNCA quien logró transformar la frustración creada durante la época de Kennedy en un verdadero poder político de influencia en Washington.
Política de conveniencias
Los exiliados no son republicanos ni demócratas por vocación sino que, al igual que ocurre con el resto de la población de este país, se dejan guiar por sus líderes.
La conveniencia política —quizá sería más indicado decir una política de conveniencias— ha jugado un papel de igual importancia a la percepción del republicanismo como la filosofía política más adecuada a los ideales de lucha frente al castrismo. Así se explica la mayor tolerancia hacia los mandatarios republicanos, en lo que de refiere a la política norteamericana respecto a la isla.
Otro mito —de orden diferente— es la autonomía empresarial del exilio y su defensa denodada de la menor participación posible del Estado en la gestión económica. Tal filosofía ha servido para que estos exiliados se consideren representantes ejemplares del neoliberalismo. Aunque un análisis del desempeño de algunos capitales cubanos en Miami muestra un panorama distinto, donde el mérito y la virtud en obtener riquezas se encuentran más cerca de un astuto aprovechamiento de los vínculos con el poder local, estatal y nacional, en una forma que los convierte en la práctica en paladines del mercantilismo —el modo económico en que el poder gubernamental se pone de parte de determinados grupos de interés para facilitarle la adquisición de prebendas, contratos y ganancias— y no en competidores que miden sus fuerzas y recursos en un mercado abierto.
Esta unión de negocios y política se encuentra en la raíz de las posiciones de algunos líderes comunitarios, portavoces del exilio y representantes políticos. Define sus conceptos y valores sobre lo que consideran mejor para el futuro cubano y explica sus apoyos y rechazos respecto a la forma no solo de lidiar con el gobierno de la Isla, sino de considerar las aspiraciones de quienes viven en ella.
Intereses comerciales y económicos que bajo un disfraz de patriotismo intentan algo más simple: hacer negocios. Si hoy son republicanos, es porque piensan que con este partido sus posibilidades son mayores. Lo demás es ruido y patriotismo de café.
Tanto demócratas como republicanos se han mostrado más interesados en aparentar un interés por la situación en Cuba que en contribuir a un cambio real en la nación caribeña.
Esta realidad, repetida durante años, siempre encuentra en Miami un acondicionamiento político: los republicanos dicen que son los demócratas quienes no quieren un cambio en Cuba y los segundos responden desde una posición defensiva, argumentando que los primeros no han hecho nada útil al respecto.
En la práctica ambos partidos han hecho todo lo posible por no destacar sus objetivos comunes: el impedir una situación de inestabilidad en la Isla que desencadene un éxodo masivo.
Malgasto de fondos
Desde los lejanos planes de la CIA, durante la década de 1960, para exterminar a Fidel Castro, una y otra vez en este país se ha repetido un esquema similar, difícil de entender fuera de Estados Unidos: la utilización de amplios recursos y fondos millonarios con el objetivo de no lograr nada.
Lo que en muchas ocasiones se ha interpretado como torpeza o franca ineficiencia no ha sido más que la apariencia de un proyecto destinado a fracasar. Solo una nación con un presupuesto de millones y millones de dólares para el despilfarro puede llevar a cabo tal tarea. Washington lo ha hecho con éxito durante varias décadas.
La consecuencia es que ha surgido un “anticastrismo” que es más un empeño económico que un ideal político, alimentado en gran medida por los fondos de los contribuyentes.
Este modelo ha atravesado diversas etapas —donde el vínculo entre la política y la economía siempre ha sido estrecho— y ha demostrado una pujanza que ha despertado la justa envidia en más de un grupo demográfico y nacional, tanto entre otros inmigrantes caribeños y latinoamericanos como respecto a los cubanos que viven en la Isla.
Cuando a finales del siglo pasado la transformación de este modelo se acercaba al punto clave, en el cual la estrechez del objetivo político del grupo del exilio que lo sustentaba hacía dudar de sus posibilidades futuras, la llegada al poder del republicano George W. Bush dilató su supervivencia, al tiempo que impuso un gobierno con una carga ideológica —afín precisamente a los principales beneficiarios del modelo anticastrista— como no se conocía en esta nación desde varias décadas atrás. La política de extremos pasó a ser la estrategia nacional y no una representación de Miami.
Esa ruptura temporal —ese estancamiento momentáneo— no impidió sin embargo que el modelo económico anticastrista continuara reduciendo su campo de acción. El financiamiento de la ayuda a la disidencia —mal organizada, peor concebida y de resultados cuestionables— ha sido el canto del cisne de una industria que tiene sus días contados.
Lo anterior no constituye un alegato en contra de la ayuda a los opositores en la Isla. Más bien es tratar de comprender que esa ayuda ha repetido los mismos esquemas y errores que en su momento atravesó el financiamiento a la subversión y el sabotaje.
En Miami muchos exiliados cubanos no han podido sacarse los clavos del castrismo, pero quieren que los demás carguen la cruz por ellos: a confesar la fe en la “lucha anticomunista” o arriesgarse a ser azotado en la plaza. Inquisición radial, centuriones de esquina, cruzados de café con leche, apóstoles de la ignorancia. Se han ido de la Isla para continuar con una comparación inútil y absurda. Responder al mal con el desatino y a la represión con la intransigencia. Empeñarse en lo caduco con la excusa de lo perdido.
Una política más realista
El triunfo de Barack Obama, no solo en la nación sino en el condado de Miami-Dade, abrió la posibilidad de un replanteamiento equilibrado y pausado de la política hacia Cuba. Ese cambio se ha iniciado, y el reloj de la historia y la política no tiene marcha atrás. Un triunfo electoral republicano en las urnas podría dilatarlo, pero no eliminarlo por completo. Promesas de campaña a un lado, es difícil imaginar una vuelta al aislamiento de la época de George W. Bush, precisamente porque ese reloj avanza no solo en EEUU y Miami sino también en Cuba, y cualquier próximo presidente estadounidense se encontrará frente a una situación nueva con la que tendrá que lidiar.
De esta manera, lo que podría considerarse como la hora del mayor triunfo político del exilo vertical, con tres aspirantes presidenciales propios, ha quedado opacada por la presencia de una ola anti embargo, y favorable a un cambio de política hacia Cuba, que lo aísla más que nunca del resto del país.
Por décadas fue un lugar común repetir que la política estadounidense hacia Washington era simplemente rehén del exilio de Miami. Esta verdad a medias sirvió tanto para explicar los desvaríos de una serie de medidas erradas como de pretexto perfecto para justificar cualquier falta de iniciativa. Ya no más. Tras ganar dos elecciones presidenciales donde el voto del sector más recalcitrante de la comunidad exiliada quedó rezagado, a la Casa Blanca no le quedó más remedio que asumir la plena responsabilidad por lo que haga o deje de hacer respecto a un mejoramiento de los vínculos con La Habana.
En Miami, donde desde hace mucho tiempo se ha intentado borrar las barreras entre el verdadero patriotismo y el enriquecimiento, un sector cada vez más minoritario continuará prisionero en la arcadia del pasado, ello no impide su avance hacia la extinción.
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