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Actualizado: 27/03/2024 22:30

Cuentapropistas, Cambios, Profesionales

Tasaciones

Uno de los mayores problemas que tiene la sociedad cubana no es que haya diferencias importantes de ingresos, sino los factores que determinan esa desigualdad

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo.
Francisco de Quevedo y Villegas

Me escribe un amigo de Cuba que cuenta con un par de titulaciones, está profesionalmente bien situado y recibe a fin de mes su estipendio en pesos devaluados. Se queja de “las diferencias sociales marcadas por Don Dinero” y de cómo el talento, la calificación y las titulaciones (que según él determinaban la estratificación en el pasado) han devenido hoy factores secundarios en el hit parade de la tasación social. Un semianalfabeto con una ponchera o una paladar exitosa mira por encima del hombro al infeliz neurocirujano cuyas destrezas y saberes tasa el Estado a la baja.

Se queja mi amigo de que “Todo depende de lo que tengas. Tanto tienes, tanto vales. Algo muy jodido en una sociedad como ésta, que se construyó sobre otros valores”. Y concluye que esa es la razón fundamental de que “todos los jóvenes quieran emigrar, no importa para dónde. El problema es que no ven futuro y eso es difícil de aceptar”. Y al final de su carta aventura la hipótesis de que a mi llegada a España, 20 años atrás, debí chocar horrorizado con esta estratificación patrocinada por el dinero.

Mi amigo insiste en creer que, en sus días de gloria, el sistema estuvo dictado por el altruismo, la ponderación de los valores estoicos que sugería el libro de estilo ideológico y la postergación de las recompensas materiales, diferidas hacia un futuro tan incierto como el paraíso dibujado por los sermones de un párroco medieval. Y que eso era un ecosistema feliz. Francamente, yo no sé si él añora ese momento idílico del pasado (que escapó de incógnito por alguna esquina de mi adolescencia, porque no lo recuerdo), o si añora su propia juventud, cuando tener 20 años era un tesoro que suplía todas las carencias.

En realidad, había dos libros de estilo. En el primero, para uso exclusivo del Comité de Redacción, se daban por aprendidos los valores estoicos —quienes arriesgaron su única vida por el bien de la patria, deberán gozar sin limitaciones la segunda parte— y podía pasarse a la repartición del botín incautado al enemigo en fuga: autos de último modelo, yates de recreo, casas en Miramar, Varadero, cotos privados de caza. Pero Miramar es finito, de modo que el resto de la plantilla deberá atenerse al libro de estilo apto para todos los públicos, y conformarse con su foto en el mural como vanguardia de la empresa.

En 1973, cuando yo ingresé al tercer año de la carrera en la Universidad de Oriente, todavía coleteaba un suceso que había conmocionado el curso anterior a toda la universidad. Dos estudiantes, amigos por entonces del hijo del comandante Guillermo García, máxima autoridad en Santiago de Cuba, solían visitar la casa de su amigo para estudiar juntos. En una asamblea denunciaron que mientras el pueblo santiaguero pasaba hambre y las guaguas aparecían con menos asiduidad que los ovnis, en esa casa se vivía en un microclima de lujo. Se armó tal trifulca, que Fidel Castro insistió en reunirse con ellos en asamblea abierta y concluyó allí que el único error de Guillermo García fue permitir que entraran en su casa aquellos dos malagradecidos. Una lección magistral de sabiduría política, “porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias”, como dijo en su día Martí a Mercado.

De modo que cuando llegué a España no sufrí un shock ante un país donde había una diferencia de clases dictada por el dinero. Había ricos y pobres, efectivamente, pero también una extensa clase media integrada por profesionales, obreros altamente calificados, funcionarios de la administración pública. Sin yate ni jet particular, son dueños de su casa, desayunan, almuerzan y comen (dieta mediterránea), sus hijos estudian en las universidades, se operan en buenos hospitales, se jubilan y disfrutan un mes de vacaciones pagadas al año.

Las nuevas reglas del juego decían que si yo me esforzaba, si encontraba un trabajo, si era laborioso e inteligente, podría alcanzar esas mismas metas. Era más de lo que me ofrecía la sociedad anterior donde, efectivamente, las diferencias entre ricos y pobres estaban mucho más enmascaradas de puertas adentro, bien fuera la puerta de caoba de una mansión del Laguito o la de bagazo en un tugurio de La Habana Vieja; pero donde yo podía ser el más inteligente de la clase, el más estudioso y el más laborioso, y de todos modos no conseguiría nada a menos que fuera “confiable”. Algunos traían ya la confiabilidad en el ADN, al ser hijos de, hermanos de, nietos de. Cuando entrevisté a los estudiantes del Instituto de Relaciones Internacionales, el 98 % eran confiables por defecto: una antología de ADN Revolucionario. Otros se ganaban esa confiabilidad mediante declaraciones de fe o, en el mejor de los casos, prudentes silencios.

Quienes no nos atuvimos a esa regla de oro de la acumulación originaria del capital político, sabíamos que no pasaríamos de clase media sospechosa, sujeta a continuas revisiones, cuando no expulsiones y vetos para ascender en el escalafón. España exigía sudor y neuronas, no declaraciones. De modo que no, amigo mío, no fue tan traumático.

Las diferencias sociales marcadas por Don Dinero han existido siempre y me temo que seguirán existiendo. Sin pretender el monopolio de la verdad, creo que son deseables si incentivan la productividad, la creatividad, la innovación, el talento, el espíritu emprendedor, la excelencia, y con ello el crecimiento económico del país y la riqueza colectiva. Son perversas cuando se juega con las reglas trucadas y no se premia a los que más aportan, sino a los más astutos, fulleros o inescrupulosos, capaces de usufructuar en beneficio propio el trabajo ajeno sin aportar valores añadidos.

Una de las grandes diferencias entre el capitalismo de primer mundo y el de tercero, es que en el primero hay una extensa clase media con poder adquisitivo, derechos y deberes, que no sólo constituye una importante sociedad civil sino también un motor económico. En el modelo tercermundista, una microscópica élite suele ser propietaria del país, mientras la gran mayoría malvive en la miseria. Esta última es una sociedad en equilibrio inestable, cuando no a punto del estallido. Un modelo que, desgraciadamente, dada la connivencia entre los poderes políticos y el capital financiero, se está extendiendo al primer mundo. En las grandes empresas financieras de Wall Street, las retribuciones de algunos ejecutivos pueden multiplicar por 500 el menor salario de la empresa. Y eso en un sector cuyo único producto no son automóviles ni viandas sino espejismos. De modo que quienes producen bienes, innovan y reconfiguran este mundo, suelen ser peor retribuidos que quienes revenden, no ya las cosas, sino la imagen de las cosas. Los comerciantes de humo.

Si el dueño de un chiringuito decide ponerse un salario de diez mil euros, es su dinero y quebrará en breve. Por eso seguramente no lo hará. Cuando los gerentes de las compañías, meros empleados contratados por el Consejo de Administración en nombre de la junta de accionistas, se atribuyen a sí mismos bonus, indemnizaciones millonarias y salarios de escándalo, poco les importa el destino de la compañía que deben guiar. Siguen el modelo del cargo público cuya primera tarea es ordeñar la teta del Estado hasta que se seque, del alcalde recién electo cuya primera medida es duplicarse el sueldo, o del banquero que cobra copiosa indemnización por llevar una institución pública a la quiebra.

Por eso Occidente está llegando, con esta crisis, a un momento de inminente cambio: el ciudadano está cansado de elegir políticos que después no se consideran servidores públicos, sino de sí mismos o, en todo caso, del capital financiero y los grupos de presión a quienes nadie ha elegido. A pesar de la campaña alarmista de la patronal Economiesuisse y de los partidos de derechas, en marzo pasado, el 68 % de los suizos aprobó en referendo limitar los salarios excesivos, los “paracaídas dorados” y las indemnizaciones de los directivos de las grandes empresas. Aunque el 24 de noviembre el 65 % de los suizos votó contra la iniciativa 12:1 para limitar a 12 veces el menor salario la retribución de los ejecutivos, ideas similares están floreciendo por todas partes: el movimiento 15M, la Tasa Tobin, la eficaz persecución del billón de euros anuales de fraude fiscal en la UE y, lo más difícil, el cierre de los paraísos fiscales que, según Tax Justice Network, no están encabezados por las Islas Caimán o las Bahamas, sino por Delaware, el pequeño estado norteamericano donde tienen su sede la mitad de las compañías que cotizan en Wall Street. Y en segundo lugar, Luxemburgo, Suiza y la City de Londres.

Hace poco, en la Universidad Complutense de Madrid, un estudiante latinoamericano me preguntó si yo creía que el capitalismo tal y como lo conocemos es la solución para la humanidad. Espero que no, le respondí, sino una etapa de tránsito hacia un sistema mejor, más libre, solidario y participativo, y que premiará a los más aptos, no a los más pillos. No se trata de derogar la democracia imperfecta para establecer una dictadura perfecta llena de buenas intenciones y que al final ya sabemos cómo acaba, sino de implementar los mecanismos para una democracia efectiva, un verdadero gobierno de la mayoría, donde los políticos no pasen de ser empleados, servidores públicos que deben rendir cuentas a la junta de accionistas: los electores. Con Internet y las redes sociales, disponemos de las herramientas para crear redes de gobierno participativo, continuo, que no se limite a unas elecciones cada cuatro años.

Pero Cuba ni siquiera ha alcanzado ese conflicto. Su mayor problema hoy no es que haya diferencias importantes de ingresos, sino, de nuevo, los factores que determinan esa desigualdad. Si ayer la confiabilidad política determinaba que te tocara una mansión de Miramar o un apartamento en Alamar (el factor común en el mar, pero no es lo mismo “mira” que “ala”), ahora la diferencia está en que tú seas un pobre neurocirujano o un flamante analfabeto dueño de una paladar. El gobierno prohíbe a los profesionales ejercer sus oficios por cuenta propia porque sabe que en la nueva sociedad del conocimiento sólo el talento es un valor añadido seguro. El resto lo fabrican los chinos a bajo costo. De modo que si se repite en la isla la historia soviética o la piñata sandinista, si el general X, administrador de la empresa Cubaguanex, despierta una mañana como dueño, dispondrá de 500 ingenieros para ofrecer a sus presuntos clientes filete intelectual a precio de ternilla. Si ahora se permitiera a esos ingenieros trabajar por su cuenta, estos podrían hacerle la competencia desleal al desvalido e indefenso Estado cubano. Así, la lista de los oficios permitidos parece un edicto de algún Capitán General del siglo XIX: forrador de botones, hojalatero, arriero, reparador de colchones, aguador, cantero. Por eso el más interesado en emigrar no es el albañil, sino el doctor.

Den Xiaoping dijo hace muchos años, parafraseando a Winston Churchill, que el socialismo es el camino más largo entre el capitalismo y el capitalismo. El peligro de esta política de redistribución de la riqueza es que mientras se recorre ese camino (muy lentamente; dada su juventud nuestros generales no tienen apuro) y llega el momento en que no les quede más remedio que liberalizar el trabajo de los profesionales, ya no haya demasiados en activo, porque el éxodo, sobre todo de profesionales jóvenes, es galopante. Si algo puede marcar la diferencia en el futuro de Cuba es el talento que se ha educado durante el último medio siglo y que ahora se desangra hacia geografías más promisorias, como apunta con razón mi amigo. Y me temo que seguirá teniendo razón, a menos que los generales se preocupen un poco más por el destino de la infantería y menos por el puesto de mando. Lamentablemente, basta un repaso a la historia para comprender que los generales suelen prodigar a la tropa un afecto meramente estadístico.

© cubaencuentro

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