Corea del Norte, Kim Jong-il
Viaje al país de los Kim
Kim Jung-un recibe un poder ajeno al carisma del abuelo y, al parecer, carente de los rasgos psicóticos de su padre en un país asolado por el hambre, petrificado en la historia y únicamente sobresaliente por su inquietante poderío nuclear
En agosto de 2005 volví a viajar a Corea del Sur con motivo de un encuentro internacional de escritores, reunidos en un homenaje a Han Yung Un (Manhae), monje budista y poeta, uno de los fundadores del movimiento de resistencia a la dominación japonesa en las primeras décadas del pasado siglo. Regresaba a un país al que ya visitaba con regularidad desde años atrás, primero por razones editoriales y, con el tiempo, por afinidad y simpatía hacia un pueblo laborioso y cordial que vive una sorprendente modernidad sin renunciar a las raíces de su milenaria cultura en el que descubría algunos vínculos comunes con la historia cubana reciente.
Esta vez el viaje me ofrecía una experiencia singular y creo inédita para un cubano, salvo el personal diplomático de la Isla: la invitación incluía una breve visita a Corea del Norte. El propósito era un encuentro de la delegación internacional y algunos escritores surcoreanos con colegas del Norte. Al amparo de una política de acercamiento entre las dos Coreas favorecida por Seúl, se pretendía escenificar un gesto de buena voluntad, al tiempo que se honraba el espíritu constructivo y pacifista de Han Yung Un.
El lugar seleccionado para el encuentro fue un hotel para extranjeros al pie de la montaña de Kungang, un sitio de especial significado en el imaginario coreano, cercano al Mar Oriental y a unos veinte kilómetros de la frontera.
Nos habían advertido que no viajáramos con cámaras fotográficas ni teléfonos móviles; expresamente nos indicaron la prohibición de llevar ningún tipo de publicaciones, libros o revistas, ni material alguno de escritura (papel, lápiz o bolígrafo), y que al cruzar la frontera mantuviésemos corridas las cortinas de las ventanillas de los autobuses. Cada uno de los visitantes llevaba colgado al cuello una cartulina con foto carnet, donde se detallaban los datos personales. Al pasar la frontera, un severo militar revisaba minuciosamente la cartulina y contrastaba que la foto correspondía al visitante. Lentamente fuimos desfilando, hasta que tocó el turno del poeta español Antonio Colinas y un inquietante rumor se extendió por la fila: Colinas había sido retenido porque su foto carnet había sido tomada sobre un fondo donde borrosamente se apreciaban los lomos de unos libros dispuestos sobre un librero. El militar se negaba a permitir el acceso de Colinas por “ser portador de libros”: aquellas indefinibles líneas oscuras sobre las que se perfilaba su rostro.
Cerca de mí, el nobel Wole Soyinka y la escritora india Indu Jain quisieron protestar, pero un guía de Corea del Norte que nos acompañaba rogó que no lo hicieran, que todo se arreglaría. Y se arregló con una considerable multa y la retirada de la foto a Colinas por haber incumplido con uno de los requisitos del permiso de entrada a Corea del Norte.
El trayecto entre el puesto fronterizo y el hotel que nos tenían designado transcurrió a lo largo de un terreno baldío, desolado, sin ninguna población, vivienda o persona civil a la vista y escoltado por soldados dispuestos a orillas de la estrecha carretera cada 500 metros.
El desolado hotel —éramos los únicos huéspedes— estaba, efectivamente, al pie de la montaña Kungang, y a su lado se encontraba una base militar. A la llegada se nos advirtió que no debíamos traspasar los límites del hotel y su entorno. Cuando algunos salimos a estirar las piernas y recorrer el limitado jardín fuimos desalentados por escuálidos soldados para no sobrepasar los cien metros alrededor del hotel.
Cuando, por fin, a las siete de la tarde bajamos al salón comedor con la idea de iniciar el encuentro con los escritores norcoreanos, se nos informó amablemente que a última hora todos se encontraban indispuestos y que no asistirían a la cita.
La mañana siguiente fuimos invitados a dar un paseo por la montaña, dirigidos por los omnipresentes guías norcoreanos. El espectáculo era realmente impresionante por la variedad de sus gargantas, sus saltos de agua, las formas curiosas de sus imponentes roquedales, la variedad de su flora. A lo largo del estrecho sendero fueron apareciendo enormes estelas grabadas con la elegante escritura coreana. Creímos que se trataba de los testimonios lapidarios de los distintos poetas que a lo largo de los siglos habían visitado estos lugares. Un guía norcoreano nos sacó del error: todas las estelas recogían únicamente la expresión poética del “amado líder” Kim Il Sung.
Al final de la mañana, regresábamos ya a Seúl, agradecidos al régimen de Pyongyang por habernos permitido entrever durante aquellas 24 horas algunos signos de la perversa sociedad que ha generado durante más de 60 años de rígido poder totalitario.
Seis años después, con la muerte de Kim Jong-il, heredero de Kim Il Sung, fundador de Corea del Norte en 1948, el nuevo heredero, Kim Jong-un recibe un poder ajeno al carisma del abuelo y, al parecer, carente de los rasgos psicóticos de su padre en un país asolado por el hambre, petrificado en la historia y únicamente sobresaliente por su inquietante poderío nuclear. Podría ser un buen momento para pensar en los inicios de una posible reunificación. O no.
El peligro futuro de Corea del Norte probablemente no se encontrará en las manos del menor de los hijos de Kim Jong-il sino en el poder en la sombra de los viejos generales, la ortodoxa cúpula militar que ha sobrevivido a los dos primeros Kim.
La Habana, atenta a la apropiada escenificación de la transmisión de poderes de una casta hereditaria, declaró tres días de duelo.
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