Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Diálogo

Diálogos perversos (III)

Tercera y última de una serie en tres partes

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Este tipo de diálogo perverso ―a estas alturas me parece bueno reiterar la acepción técnica de la perversión: divorcio entre los medios, las intenciones declaradas y la mentalidad― constituye un conflicto fundamental si, y solo si, tiene la pretensión de convertirse en modelo avanzado de un probable diálogo social y político. Solo me interesa reflexionar sobre él en este único sentido. No solo por su impacto político, sino además por su connotación moral, estratégicamente hablando.

Visto fríamente, semejante diálogo tiene un resultado pírrico que es necesario estudiar. En un resultado así los costos del proceso no son solo superiores a los beneficios, sino que debilitan los objetivos estratégicos previstos y dañan la capacidad de los actores para desenvolverse en el futuro. La pregunta que se desprende en una situación tal es: ¿valió la pena?

Y el asunto tiene en Cuba un costo moral para la propia Iglesia porque está rebelando a un sector de las bases católicas. El principio de ese diálogo: al César lo del César y a Dios lo de Dios, no encuentra herramientas públicas desde el catolicismo para responder al hecho de que el César, a quien se le ha entregado lo que supuestamente le pertenece, permite negociar con todo: el cuerpo, el sexo y la moral, que precisamente “pertenecen” a Dios. A punto de descender, dicen algunos católicos, para una mejor contemplación de los hechos.

Un diálogo entre mundos clericales ―el Partido Comunista es también un clero― en el que todo parte del dominio, con exclusión de las definiciones laicisistas y civiles de la sociedad, constituye una especie de contracorriente social en un país que necesita un fuerte impulso liberal en lo político y social en el mercado. Crucial, en términos económicos, porque la dinámica de ese diálogo está abriendo opciones y legitimando solo a las alternativas mercantilistas en economía. Los aplausos exuberantes a las reformas de la vivienda y del automóvil ―dos ámbitos altamente especulativos que fortalecen la fase bursátil de la economía, las burbujas y los lavados y derivados tóxicos, y no la creación de riquezas desde la producción de bienes y servicios― son reflejo de un diálogo que se centra en la tipología Iglesia-Estado, y que no permite una discusión económica moderna sino basada en la concepción rentista de la economía, cara a los mundos clericales.

Para el poder no hay costos. Después de la muerte de su propia ideología, ―que constituye la muerte de su propio dios― al poder solo le interesa lo del César sin importarle lo del dios vivo, excepto si este le cuestiona la naturaleza de su poder. Y aquí no ha llegado el Concilio Vaticano II. Así la sociedad cubana va forjando sus referencias socio-políticas desde los dos poderes con menos influencia social, que representan todo lo pre moderno que pueda existir en política, en una sociedad original y fundamentalmente posmoderna, con su rica diversidad, su creciente individuación, su explosiva multirracialidad y su desencantamiento cívico de la convivencia entre diferentes. Cuando la política, o mejor, lo político, debería reflejar esto último a través de un diálogo llano y posclerical, resulta que se intenta entronizar como referencia el diálogo entre dos actores situados en las antípodas de la Cuba intensa.

A corto plazo parece razonable; a mediano y largo plazos supone una derrota estratégica para las bases posmodernas del Estado y la sociedad cubanas.

Esta lectura de nuestros acontecimientos me ha llevado a repensar el diálogo en Cuba desde la condición más legítima: la de ciudadano.

¿Y reniego del diálogo? No. El diálogo es triplemente importante para una sociedad moderna. Estratégicamente es la única vía para solucionar los conflictos en una forma madura y para estabilizar las ganancias de la sociedad. Culturalmente es el modo de crear las bases de una convivencia civilizada en sociedades raigalmente plurales, y humanamente es la expresión más nítida del respeto que nos debemos todos los seres humanos. No es necesario agregar que apostar por el diálogo en Cuba es aquilatar la única posibilidad de reconstruir, con alguna probabilidad de éxito, el proyecto de nación cubana.

La magnitud de este proceso se ve más de cerca cuando uno observa el tipo psicológico que revela la cultura del diálogo: autocentrado, totalmente empático, de fuste racional, desprejuiciado y con evidente apertura cultural. Requisitos necesarios para diluir las diferencias de mentalidad en una situación compleja, y concentrarse en la básica condición humana detrás de los rasgos idiosincráticos de los demás. Ese es un tipo psicológico maduro, ético antropológicamente, que abunda en contextos democráticos y es raro en naciones totalitarias.

Por supuesto, nada de esto se observa del lado del castrismo, y sin embargo, ¿por qué perseveramos, no obstante la experiencia acumulada, en construirle castillos al error? Debe existir algo más profundo que la tontería autoinfligida para explicar esta tendencia humana.

El error es hijo directo de la racionalidad. Y esta se relaciona con dos elementos esenciales en la acción humana: la propia proyección psicológica en el resto de los seres humanos y la visión general de dicha acción.

Esta racionalidad prestada hizo suponer a un sector de demócratas cubanos que, después de la caída del socialismo real, podría comenzar un proceso gradual en el que el Gobierno cubano iría asumiendo la necesidad de reorientar el curso de las políticas internas en la dirección de lo que es más fundamental: el país. La proliferación de propuestas de diálogo en los años 90 del pasado siglo respondió a esta expectativa racional. Nunca pensamos que el Gobierno fuera demócrata, está claro. No éramos lo suficientemente ignorantes como para pensar que un cambio de mentalidad es posible.

Quienes tienen lecturas sobre psicología profunda, aunque sean superficiales como es mi caso, saben muy bien que la mentalidad no se cambia.

Sí asumimos dos datos, al menos un sector de los dialogueros. Uno: estábamos frente a un gobierno nacionalista que sabría colocar a Cuba por encima de sus evidentes limitaciones personales. Dos: desde este fundamento nacionalista podía construirse un clima y campo de confianzas que derivaran en el reacomodo de las diferencias en un reencuentro político con lo mejor de la tradición cubana. Personalmente agregaba a estos, otro dato: a su manera, el Gobierno cubano estaba firmemente comprometido con una agenda social como eje central de su proyecto político.

El tiempo se encargó de desmentirnos. Y no obstante insistimos en la racionalidad. Porque la teoría del conflicto y la negociación surgida tras la segunda guerra mundial nos enseñó que es posible generar un esquema político basado en el ganar-ganar. Una teoría portentosa para Cuba, donde uno de los temores del poder es aparecer frente al mundo y a sí mismos como derrotados. Pensábamos, y pensamos, que esta teoría del conflicto, opuesta a la visión de la sociedad perfecta, cerraba el camino a la idea de que toda controversia revela una patología social ―un elemento crucial para la cultura mental del castrismo, heredera del viejo integrismo español con su obsesión por la unidad—. Después de todo, los más visibles cantaores del castrismo empezaban a admitir y a cantar que no vivíamos en la mejor de las sociedades posibles. Abono imaginario para nuestras tesis.

Todo un disparate. No solo es imposible generar situaciones de diálogo con mentalidades estrechas y dicotómicas. No solo constituye toda una proyección del deseo imaginar intercambios productivos con quienes inmunizan sus convicciones frente a la crítica racional: inmunización que es la piedra seminal del templo, del fanum, del fanatismo, del fanático.

Resulta además una hipoteca para el futuro de Cuba articular un diálogo político con quienes se dispusieron unir el país a Venezuela; con los que traicionaron para siempre a la clase obrera de Cuba; con aquellos que golpean a mujeres, con quienes prefieren organizar el mercado de la prostitución y se niegan a respetar las otras diversidades; con los que venden el país, en un continuo plattista, a los extranjeros, dejando en la indigencia a la tercera edad; con aquellos que ofrecen el suelo a perpetuidad a gente que no tiene la idea de lo que es Cuba, y se niegan a entregar la tierra en propiedad al campesino; con aquellos que desalojan a familias que llevan más de tres décadas penando por un magro hábitat y se aprestan a construir sun cities sudafricanas en un país marcado por las discriminaciones históricas, y con quienes ahondan con cada paso que dan, su pérdida de credibilidad.

Porque no hay credibilidad en la verdad del Estado, ni en sus gestos, ni en sus actos. No por la factualidad misma de los hechos, sino por el uso que hace de ellos. Hay una parte en toda verdad que no tiene que ver con lo objetivo sino con la intención. Cada verdad múltiple que revela” el Gobierno cubano no supone más sino menos credibilidad para el régimen. La verdad tiene unos fundamentos éticos de enunciación que definen la dimensión moral y ética de los actores: eso es lo que se llama credibilidad. Por esta razón no la pierde necesariamente quien miente sin intención.

¿Se puede dialogar con actores así? Creo que no. Y esto es algo más profundo que negarse a dialogar con el Gobierno porque su fin manifiesto sea no cambiar. Que siempre fue el argumento de la buena y la mala derecha.

Ahora bien. Puedo entender que dialogar con el castrismo se conciba como un mal necesario. Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, probablemente lo contrario también sea cierto: el camino del paraíso podría estar, a su vez, empedrado de malas intenciones. No lo sé y sí lo dudo. Pero respeto a quien dialogue con el castrismo y al mismo tiempo logre establecer las bases de un futuro decente para el país. Le admiraré si logra que el diálogo asuma la naturaleza decente de ese país del futuro. Más, si no daña el umbral ético de los hombres y mujeres de bien.


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