cubaencuentro.com cuba encuentro
| Entrevistas

Santiesteban, Literatura, Literatura cubana

Conversación con el escritor fantasma

En esta entrevista Ángel Santiesteban habla acerca de sus inicios en la literatura, su preferencia por el cuento, los autores con quienes más se identifica, y también sobre sus choques con la censura y sus dos estancias en la cárcel

Enviar Imprimir

De seguro habrá quienes piensen que la publicación de esta entrevista responde a oportunismo de este cronista. A comienzos de esta semana se dio a conocer que el PEN Club de Suecia había designado a Ángel Santiesteban, junto con Jorge Olivera, miembro de honor. Sin embargo, juro solemnemente que ha sido obra de lo que Lezama Lima definió como el azar concurrente. Tenía programado que el texto de marras saliese esta semana, una vez que recibí el texto revisado por Santiesteban.

Ya antes, en febrero de 2013, había publicado en este mismo diario un artículo bastante extenso sobre su obra narrativa. O mejor dicho, sobre los tres libros que entonces tenía publicados. Con ellos había sido galardonado con los premios más importantes que se conceden en la Isla, el UNEAC, el Alejo Carpentier y el Casa de las Américas. Pero el hecho de que abordaba asuntos que incomodaban a los comisarios y censores y, sobre todo, el haber iniciado un blog que incluía comentarios críticos sobre la realidad política, lo convirtieron en un autor defenestrado y dieron lugar además a su segunda condena carcelaria. A partir de entonces, pasó a ser un escritor innombrable y proscrito, un escritor fantasma. Un alto precio que él, sin embargo, acepta pagar por defender sus principios y no traicionarse a sí mismo.

Cuando escribí sobre Santiesteban, yo no lo conocía personalmente. Lo vine a conocer casi dos años después, durante mi penúltimo viaje a La Habana. Pensé que era además la ocasión idónea para escribir nuevamente sobre él, pero ahora dándole la palabra. Le propuse entrevistarlo, algo a lo cual accedió con mucha amabilidad. El texto que sigue es el resultado de aquella conversación.

En una entrevista declaraste que tu primer pensamiento literario surgió a los 18 años, cuando te encontrabas preso en La Cabaña por el “delito” de haber ido a despedir a tu familia que se iba clandestinamente del país. ¿Recuerdas cuáles fueron esos primeros cuentos que escribiste?

Lo primero que yo escribí fue en realidad una novela sobre los palestinos. Aún tengo el original, que está escrito a mano. Era la historia de unos jóvenes que quedan en la retaguardia del ejército israelí y desde allí comienzan a causarle bajas, hasta que terminan inmolándose. Creo que respondía a la educación que uno había recibido en ese momento. Lo curioso es que yo empiezo a escribir en la cárcel, pues como tú dices había acompañado a mi familia que se iba a en una lancha. Entonces yo era camilito y lo vieron como una traición o algo así. A la Fortaleza de la Cabaña entré en junio de 1984, dos meses antes de cumplir 18 y salí dos meses después de cumplir 19. En el juicio me dijeron que se había cometido un error, porque entre hermanos no había delito de encubrimiento, y debido a eso no me sancionaron. Pero ya había estado 14 meses preso, aunque no en el mismo lugar. Nueve meses los pasé en la Cabaña y los otros cinco, en Micro X, una prisión de trabajo forzado donde tuve que contribuir a la construcción de edificios en Alamar.

Yo creo en Dios y pienso que pasé esos 14 meses en la cárcel porque Dios lo hizo para sacarme de la vida militar. En ese tiempo, yo aún estaba en la etapa ingenua y quería licenciarme en Mando en Tropas Tácticas. Hasta ese momento, a mí nunca un policía me había parado ni para pedirme el carnet de identidad. Y de pronto me vi metido en un mundo del que yo no tenía idea, un lugar donde había mucha violencia. Para liberarme de la presión sicológica que significaba estar inmerso en esa locura, comencé a escribir mentalmente una historia.

No sabía ni siquiera que estaba creando una historia. Era un entrenamiento mental para escaparme de esa realidad que estaba ahí. La historia sobre los palestinos empezó a ser más fuerte, al punto de que ya no podía dormir pensando en ella. Yo nunca había conocido a un escritor y no sabía nada de literatura, pero llegué al convencimiento de que si escribía quizás mi mente se liberaría de esa continua escritura mental y me dejaba tranquilo. Podía ser un modo de exorcizar esa historia. Y empecé a escribir.

Hubo un momento en que los presos se enteraron de que yo estaba escribiendo una novela y comenzaron a preguntarme: ¿Yo estoy en esa novela? A partir de ahí, me di cuenta de que podía escribir una novela en la que ellos estuvieran. Pasé entonces a escribir unas historias con ellos y sobre ellos, por supuesto unas historias muy malas. Ya después de que salí de la cárcel, me enteré que existía un Taller Literario en 10 de Octubre. Allí conocí a Mercedes Melo, Chachi, la madre de Abel González Melo, quien en ese momento era muy chiquito, un niño rubiecito y de ojos azules, como este que está aquí. Ahí empiezo a presentar en el taller algunas historias, aunque no sobre la cárcel, pues entonces era algo que yo ocultaba porque me daba vergüenza. Participé y gané el concurso provincial y después el nacional.

En ese tiempo además es cuando empiezo a escribir sobre Angola, por la similitud que descubrí entre un preso y un soldado. Mandé al Premio Juan Rulfo un cuento que se llama “Sueño de un día de verano”. Realmente yo lo que quería era recibir el criterio de un jurado internacional. Quería saber si mi literatura funcionaba fuera de Cuba, si parecería interesante o aburrida, si su temática era demasiado regionalista. Y para mi sorpresa, me dieron una mención. Severo Sarduy era miembro del jurado y me mandó una carta felicitándome. Me dijo que había hecho algo que no sabía si a mí me iba a molestar: había entregado mi cuento para que lo publicaran en Le Monde Diplomatique, por lo cual iba a recibir un dinero. Y que también lo había mandado a la revista El Cuento, de México. Esas fueron las primeras historias que yo escribí.

Tu primer libro, Sur: latitud 13, ganó el Premio UNEAC en 1995. Pero no se publicó hasta 1998 y además salió con el título de Sueño de un día de verano. ¿Por qué la demora y por qué el cambio de título?

Ese libro tiene una historia anterior. En el año 92, lo envié al Premio Casa de las Américas. Ese año, Abilio Estévez era el jurado cubano. Recibí una llamada de los funcionarios de la Casa para notificarme que mi libro había ganado. Cuando llegué ese día a las 8 de la noche para recoger el premio, me notificaron que mi libro no era el premiado. Luego Abilio me llamó a un lado y conversó conmigo. Su primer comentario fue: Ah, pero si eres un niño. Y después, muy compungido, me contó lo que había pasado: Perdóname, pero no pude hacer nada para defender tu libro. La Seguridad del Estado te quitó el premio.

Es una historia que él ha hecho muchas veces. Cuando estaba en el hotel Riviera, lo llamaron por el audio: Señor Abilio Estévez, preséntese en la habitación número tal. Cuando llegó a la habitación, había tres hombres desconocidos que le dijeron: Ese libro no puede ser premiado. Trata sobre la guerra de Angola y no es esa la visión que nosotros queremos que se tenga de esa guerra. Y Abilio no tuvo más remedio que aceptar. Eso mismo hicieron con la escritora argentina Luisa Valenzuela, quien también formaba parte del jurado. Amir Valle ha dicho que ese año fue premiado el peor libro de la historia del Premio Casa de las Américas. Es de un peruano, Dante Castro creo que se llama.

En el año 94 lo volví a enviar a la Casa de las Américas, pero esa vez la Seguridad tuvo más cuidado y se ocupó que mi libro no llegara a competir. Una de las trabajadoras me confesó que no se lo llegaron a dar al jurado. Me dijo: Tú no estás compitiendo. Tu libro y el de Guillermo Vidal nunca llegaron a manos del jurado. Los pusieron en una cajita y aquí están. Estaba hablando conmigo por teléfono y me dijo: La cajita la tengo debajo de mi buró y casualmente tengo los pies encima de ella.

Como truco, le cambié el título al libro y al año siguiente lo mandé al Premio UNEAC y ganó. Esta vez no intervino la mano de la censura. Abel Prieto, quien entonces era presidente de la UNEAC, me mandó a buscar y me dijo: Ángel, en todo mi período al frente de la UNEAC nunca se ha censurado un libro. Todos se han publicado sin problemas. Ayúdame con el tuyo. Necesito que elimines cinco de los cuentos. Me comentó que específicamente había uno titulado “Los olvidados”, que no se podría publicar ni en el año 2025. Yo le comenté que no me interesaba obtener la fama, pero si llega quiero que sea por razones literarias, no gracias al escándalo. Y le dije: Si mi libro va a salir cercenado, prefiero que no se publique. Olvídate del libro. Yo no voy a hacer ninguna bulla, dejaré que el hecho pase inadvertido. Pero no quiere que mi libro salga cercenado. Aceptar que saliera sin esos cuentos me parecía una traición, la peor de todas, la de traicionarme a mí mismo

Pasaron unos dos años y Abel me mandó a buscar de nuevo. Me insistió en que necesitaba sacar mi libro, que la gente estaba preguntando. Dime en qué te puedo ayudar. No, no me puedes ayudar en nada, le contesté. Solo en que mi libro se publique completo o que no salga. Él insistió: ¿Tú tienes carro? Sí, yo tengo carro. ¿Y apartamento? Sí, yo tengo apartamento. Yo te puedo conseguir un apartamento donde tú quieras. Ahora mismo tengo apartamentos en Cojímar. También te lo puedo buscar aquí en el Vedado, aunque para eso tengo que hablar con Lage. Yo hablo con él y me lo da.

Recordé entonces que la mujer de mi hijo tiene familia en Cojímar y su sueño era vivir allí. Cuando Abel me habló del apartamento, pensé: Vamos a decir que estos cuentos son un producto y que me los están comprando. De todas formas, si yo los mando a una editorial en el extranjero y a ellos les interesan unos y otros no, me van a decir: De este libro, solo nos interesa esta parte, y es por esos cuentos que publiquen por los que me pagarán. En cambio, este hombre me está pidiendo que saque cinco cuentos y a cambio me está pagando por ellos un apartamento en Cojímar, que en ese momento costaba 8 mil dólares. Estoy vendiendo cinco cuentos por los que me pagan, y que además me quedan inéditos.

Esa es, en resumen, la razón por la que el libro no salió hasta 1998. Todo ese tiempo estuvo en el bregar de si me lo publicaban o no. Salió con un diseño muy feo, que parece hecho para una caja de detergente. Fue hecho ex profeso, para que el libro no llamara la atención y pasara lo más inadvertido posible. Y prácticamente no se distribuyó.

En la década de los 60, se publicaron los libros de cuentos de Jesús Díaz, Norberto Fuentes y Eduardo Heras León, que dieron lugar a que se hablara de la narrativa de la violencia. ¿Reconoces alguna influencia de ellos en tu obra?

Sí, por supuesto. Eso además entronca con la violencia que yo había vivido en la prisión. Así que esa literatura fue la que más me motivó. Isaac Babel, Juan Rulfo, Ernest Hemingway también me impresionaron mucho. Me nutrí de todos ellos y a partir de esas lecturas fue que empecé a escribir mis vivencias. Hay algo curioso y es que el internacionalista sobre el que yo escribo es en realidad un preso. Yo descubrí que el soldado internacionalista añoraba lo mismo que añora un preso. Los que estuvieron en Angola y leyeron mi libro me comentaron: Esto es así como tú lo describes. ¿Tú estuviste allá? Por supuesto, les dije que no había estado. Hubo personas a las que incluso he tenido que mentir. Se pusieron a contarme sus historias y yo me quedé callado, porque me daba vergüenza confesarles que yo no había estado en Angola.

Como te digo, el soldado que yo describo es en realidad un preso añorando regresar a su vida normal. Es el hombre que tiene miedo a morir, a complicarse. Todo eso sale del preso que yo tenía dentro, de mi experiencia en la cárcel. Esa vivencia me ayudó a establecer un paralelo con el internacionalista. Es decir, que ese sentimiento del soldado yo lo escribí basándome en el sentimiento del preso.

A propósito de mi pregunta anterior, ¿con qué autores contemporáneos tuyos te sientes literariamente más identificados?

Está Amir Valle, a quien siento muy cercano en esta descripción de la violencia actual, y sobre la cual no se puede escribir. A él también le hicieron pagar por violar esa ley. Otro autor para mí entrañable es el tunero Guillermo Vidal. No se me ocurre ningún otro escritor de mi generación.

En Los hijos que nadie quiso y Dichosos los que lloran, haces una ampliación del tema de la violencia y lo extiendes a otros planos. ¿Acaso querías salir del ámbito de la guerra?

Los hijos que nadie quiso es un libro que recoge los cuentos censurados de Sueño de un día de verano. Por eso le puse ese título. Ahí está, por ejemplo, “Los olvidados”, y al dedicarle un ejemplar del libro a Abel le puse de puño y letra: 24 años antes de la predicción. Como te comenté antes, él me había dicho dijo que ese cuento no se publicaría ni en el 2025. Dichosos los que lloran es, a su vez, un remanente de Los hijos que nadie quiso.

En Los hijos que nadie quiso incluí también unos cuentos que la Casa de las Américas me había pedido, para un dossier sobre jóvenes narradores cubanos. Me pidieron uno y yo tuve la delicadeza de entregarles cinco para que ellos escogieran. Pero al final, no incluyeron ninguno en el dossier. Yo hubiera entendido si fuese porque literariamente no les gustaron los cuentos, pero me dijeron que daban una visión crítica de la realidad cubana y que por tanto no les interesaban. Esa fue otra de las razones que me llevó a escribir Los hijos que nadie quiso.

Iroel Sánchez me dijo que la Asociación de Combatientes de Cuba se había quejado a través de una carta, exigiendo explicación por la publicación de ese libro. Y en un plano más personal, me comentó que compañeros que estuvieron con él en Angola le criticaban que bajo su etapa como presidente del Instituto del Libro hubiera salido aquella despiadada visión de la guerra. Yo le pregunté si el libro mentía. Ese es el problema, me respondió, que sabemos que fue así o incluso peor. Pero el enemigo se aprovecha de nuestras debilidades para atacarnos. No podemos darle el pretexto.

Después salió Dichosos los que lloran, con el que gané el Premio Casa de las Américas, y que es el tercer y último libro mío que se publicó aquí. Como te comentaba antes, es un remanente de las otras historias. Fue además una deuda que yo tenía conmigo mismo, para acabar de exorcizar todas esas historias que tenía dándome vueltas. Y contestando tu pregunta, con ese libro sí quise salir del tema de la guerra de Sueño de un día de verano.

El verano en que Dios dormía es tu primera incursión en la novela. ¿Por qué era ese un tema para ese género y no para el cuento?

Nunca fue un tema para una novela. Yo me atrevería a decir que no sé escribir novela. Me cuesta mucho trabajo. El verano en que Dios dormía son historias separadas que yo traté de unir, traté de coserlas e hilvanarlas para que fueran una novela. La novela que acabo de terminar es igual: son historias que yo trato de unir para que tengan un sentido, pero en realidad son historias independientes. No sé si yo pueda escribir una novela que no me salga con este lastre de escribir cuentos. El verano en que Dios dormía nunca debió ser una novela y como escritor, yo no estoy satisfecho con ella.

También debo decir que la tuve que terminar en la prisión para mandarla al Concurso Franz Kafka. Esa novela estaba escrita desde hacía diez años. Creo que en una semana la revisé, le quité unas 200 páginas. Recuerdo que un día estaba encima de la litera y pensé: Gracias, Dios mío, por mandarme para acá. Porque era la única manera de darle terminación a la novela. Había un preso que me estaba mirando, me oyó decir eso y dijo: ¡Este hombre sí que está loco! Pero mi agradecimiento era verdad: si no llego a estar preso, nunca hubiera terminado esa novela. Llevaba años ahí tirada, pues yo no tenía ganas de retomarla y darla por terminada. Quizás porque yo sabía que no estaba satisfecho con ella.

De tu respuesta deduzco que en el género donde más cómodo te sientes es el cuento.

Sí, mi género es el cuento. Yo un cuento lo escribo de una sentada. Cuando empiezo uno, ya sé cómo y en qué va a acabar. Me es fácil trabajarlo. Recuerdo que yo quería participar en un concurso, pero lo que tenía escrito no llegaba a 80 páginas, que era el espacio mínimo exigido. Michel Perdomo, un escritor que ahora vive en España, estaba en mi casa y se lo comenté: Tengo 60 páginas escritas. Me faltan 20 para llegar a las 80. Necesito dos cuentos más. Me senté entonces y escribí “La Puerca”, y luego escribí “La Perra”. Cuando se los enseñé a Michel, él se quedó sorprendido y me dijo: ¿Cómo es posible que en dos sentadas tú hayas escrito esos dos cuentos tan extensos?

Aquellos dos cuentos yo no los tenía pensados. Cuando me di cuenta que me faltaban para completar el libro, me puse a pensar: ¿Qué historias puedo escoger para escribir esos cuentos? Me senté y así salió el primero. Aún me faltaban 10 páginas. Me volví a sentar y escribí el otro. Pero con la novela no ocurre así, porque al poco tiempo se me acaban las ganas, se me acaba la emoción. Esa es la palabra exacta: emoción. Cuando yo me siento a escribir un cuento, me mantengo con esa emoción hasta el final. En cambio, la novela, por ser más larga, ya es más oficio que emoción. Es más oficio de carpintero, de empezar a inventarte un aliento, porque el aliento no te puede durar un año ni mucho menos. La emoción no te puede durar tanto tiempo y entonces te vas enfriando. De hecho, cuando yo empiezo a escribir un cuento y por equis razón lo dejo dos o tres días, cuando lo retomo ya no me funciona igual. Y cuando eso ocurre, casi nunca lo termino. Por eso cuando escribo cuentos trato de hacerlo de una sentada, o por lo menos llevarlo hasta el final. Después, por supuesto, le dedico varios días a trabajarlo. Pero lo que importa es que la emoción está ahí.

En 2015 la Editorial Hypermedia publicó un nuevo libro tuyo, Última sinfonía. En él incluyes un cuento sobre la violencia en el Holocausto. ¿Qué te llevó a abandonar por primera vez el ámbito cubano?

Fueron varias circunstancias, aunque siempre tomando en cuenta que entonces yo estaba preso. Ya de por sí me embargaba ese sentimiento de injusticia, de encontrarme en la cárcel sin haber cometido un delito. Eso me daba el equilibrio para contar esa historia. En ese tiempo, yo sabía que los Santiesteban tienen un origen judío. Pero ignoraba que los Prats, que es mi apellido materno, también eran judíos. A todas estas, la administradora de mi blog, que es argentina, viene de padres judíos. Yo le empiezo a hablar de mi ascendencia judía y ella me contó que acababa de encontrar en un bazar un violín de Praga del año 1942 o 1943, que debió de haber pertenecido a alguna niña judía que llegó a la Argentina, como muchos otros judíos. Y me sugirió: ¿Por qué no escribes un cuento sobre eso?

Yo no le hice caso y en varias ocasiones me insistió. Ella también lo que quería era que yo saliese de los posts críticos y de las denuncias, y que me dedicara a algún ejercicio como escritor. Tratar el tema del Holocausto me llevaría además a escribir sobre otra realidad. Tanto me insistió y me dijo que yo podía hacerlo, que al final decidí complacerla para que me dejara tranquilo. Pero a partir de cierto momento, comencé a sentir que era una deuda que yo tenía como ser humano. Y quizás también por mi origen judío por ambas partes, materna y paterna, tenía la obligación y la necesidad de escribir una historia como esa.

En ese libro aparecen tres cuentos que pertenecen a un volumen inédito, Zona de silencio. En él vuelves a tratar el tema carcelario. ¿Hay alguna diferencia con las narraciones anteriores sobre esa temática?

En Zona de silencio, yo trato de romper con la escritura realista por la que a mí más se me conoce. Yo tenía algunos cuentos del absurdo y esas narraciones siempre me estuvieron acompañando. Entonces me propuse escribir otros cuentos en esa misma línea, pero ahora sobre el absurdo de la realidad cubana. Abordan temas como la censura, la presión gubernamental sobre el ciudadano, pero trato de llevarlos al plano del absurdo, como lo son en realidad. Después descubrí que Noel Navarro tiene una novela hoy olvidada que se llama así, Zona de silencio. Así que si publico mi libro, tendré que ponerle Zona del silencio.

A propósito de la cárcel, me imagino que debe haber sido una experiencia dura y terrible. ¿Te han aportado algo como ser humano y como escritor esas dos temporadas en el infierno?

Yo creo que sí me ha aportado, y mucho. Cuando uno está preso, tiene que convertirse en un tipo duro para poder sobrevivir en ese mundo tan cruel. Ahora bien, las dos experiencias que yo viví fueron muy diferentes. Mi experiencia en el año 84 no es igual a la de 2013. Aquella primera era una prisión más salvaje. Ahora han tratado de “occidentalizarla” un poco, aparte de que en la segunda vez yo era un preso político. Siempre estaba en un lugar especial, aunque también había más vigilancia sobre mí. Alrededor mío ponían gente que colaborara con ellos.

A los otros presos les prohibían hablar conmigo, y el que lo hacía era trasladado a Santa Clara. Se lo decían: Al que veamos hablando con Santiesteban lo mandamos para Santa Clara. Yo mismo me encargaba de advertirlos: No debes hablar conmigo. ¿Por qué no puedo hablar contigo?, me preguntaban algunos. No debes hacerlo porque te van a castigar. Y así era. Si alguno se atrevía, después yo me enteraba de que lo habían castigado. ¿Te acuerdas de aquel preso que habló contigo? Ahora está en Santa Clara.

Hubo un preso llamado Peter, no se me olvida su nombre. Su mamá había sido teniente coronel y tenía un cáncer, pero él no lo sabía. Lo mandaron a Santa Clara por hablar conmigo. La madre hizo gestiones en 15 y K, donde estaba la Dirección de Prisiones, argumentando que estaba enferma y no podía ir a verlo a Santa Clara. Y como había sido teniente coronel y mostró los papeles de su enfermedad, trajeron de nuevo al hijo para la 1580 y allí me lo volví a encontrar. Cuando lo vi, el hombre me abrazó llorando y me contó todo lo que había vivido allá. Le quitaban la comida, lo golpeaban, todo por el simple hecho de haber conversado conmigo. Lo curioso es que nosotros nunca hablamos de política. Pero le habían advertido que si hablaba conmigo la iba a pasar mal y, efectivamente, la pasó muy mal. Su estado físico era una denuncia de todo lo que le habían hecho, y yo me encargué de denunciarlo en un post.

Yo soy muy sentimental y fácilmente dado a llorar con las películas, con los libros que leo y, en general, con todo lo que me conmueve. Y me he dado cuenta de que en la cárcel eso ha aumentado. Eso me dio un alivio: la prisión no me ha hecho daño, no me ha insensibilizado. Yo me conmovía con la realidad de los presos. Cuando los lastimaban, ellos venían a denunciar esa situación y yo los ayudaba. Una vez recuerdo que fui a ver al mayor Erasmo, jefe de Seguridad de la 1580, y le digo: ¿Usted fue el que le dio un piñazo al preso que anda con el ojo azul? El hombre se asustó, yo mismo me asusté con su reacción: Yo no he golpeado a nadie. ¿Quién es el preso que anda con un golpe en el ojo? Y mandó a buscarlo. Traen al preso y Erasmo le pregunta: ¿Yo te golpeé a ti? No, no, usted no me golpeó. Y Erasmo se vira para mí: Ya ve, yo no lo golpeé. Él mismo le está diciendo que yo no lo golpeé. Así que no me ponga en las denuncias que usted hace. Ahí yo me di cuenta de que leían mis posts, de que estaban al tanto de lo que yo escribía en el blog.

En cuanto a lo que esas dos experiencias me aportaron como escritor, Hemingway decía que la cárcel acelera la maduración del artista. Creo que te hace encontrar una mirada, un pie forzado. Te ayuda a saber cómo transformar toda esa miseria en literatura. Antes de ir a prisión, yo nunca imaginé que podría ser escritor. Detestaba las letras porque me parecía que era un oficio de gente débil. Gracias a la prisión maduré con prisa, quemé etapas. Cuando estuve preso la primera vez, tenía 17 años y no era escritor. La segunda vez fue diferente. Entraba a la prisión ya con una mirada artística y con cierto oficio. Sin embargo, aprendí que en esas circunstancias uno no mira con la óptica del escritor, sino con la óptica del ser humano.

La prisión ha sido para mí una cura salvadora y una rara fuente de alimentación. Contar los sucesos que viví y presencié, me ha servido de coraza. Todas esas vivencias las he reflejado en mi novela Dios juega a los dados. El título parafrasea una frase de Albert Einstein, quien decía que Dios no juega a los dados, es decir, que todo es resultado no del azar, sino de un hecho científico. En mi novela hay un momento en que los presos discrepan con eso y le piden cuentas a Dios. Dios juega a los dados es mi venganza por haber sido enviado a un lugar donde no debí estar, donde no debía haber visto lo que vi ni escuchado todas las cosas que escuché. Todo eso está ahí, reflejado en mi novela.

Buena parte de tu obra narrativa parte de experiencias vividas por ti. Pero otras no, como es el caso de la guerra de Angola. ¿Qué fuentes utilizas cuando abordas temas no vividos por ti? ¿Cómo te documentas, si es que lo haces?

Hago lo mismo que estás haciendo ahora con la grabadora. Cuando existían las grabadoras de casetes grandes, iba a casa de los soldados internacionalistas, sobre todo aquellos que habían perdido las piernas o la visión, y durante horas les grababa su testimonio. Hubo ocasiones en que me dijeron: Esta parte te la cuento si apagas la grabadora. Incluso a veces eso no era suficiente y me hacían desconectarla de la corriente. Lo hacían cuando se comprometían en sus testimonios, pues el miedo los obligaba a protegerse al contar hechos delicados. Por ejemplo, sobre pésimas órdenes de un alto militar por las que se producían víctimas inocentes; o bien sobre hechos cometidos por ellos mismos de los cuales se avergonzaban. Ese mismo estudio de terreno hice con los balseros que decidieron regresar desde la Base de Guantánamo y con los personajes marginales que sobreviven a través del delito.

Como ya te conté, cuando estudiaba en los camilitos yo quería ser militar y luego ir a Angola. Era un camino que tenía trazado ya. Pero cuando salí de la cárcel a los 19 años y me quisieron mandar a Angola, yo me negué a ir. Sueño de un día de verano responde un poco a la búsqueda de las razones por las que no quise ir. También tengo un hermano que se llama Jorge y a quien está dedicado el libro. Él todavía lleva la guerra sobre su espalda. Era director de una escuela secundaria básica en el campo y cuando regresó de Angola vino enfermo de los nervios. Ya no fue el mismo que fue para allá, nunca más lo ha sido. Así que mi libro es también sobre lo que le había sucedido a mi hermano. A él no le gusta hablar sobre eso, pero yo logré ir sacándole cosas. Compañeros suyos me contaron otras a escondidas, pues mi hermano no quería que yo supiese todo lo que él y sus compañeros habían pasado, como soldados y como seres humanos.

¿De cuál de tus libros tú te sientes más satisfecho o piensas que lograste expresar mejor lo que querías decir?

Yo creo que el que más me gusta es este libro sobre Angola, Sur: latitud 13. Años después, yo me lo publiqué aquí en Cuba. Inventé una editorial, Emily, que se llama así por Emilia, que es el nombre de mi madre. Publiqué el libro con mi dinero. Pagué el diseño y lo edité clandestinamente por mi cuenta. Es un libro que parece editado en España, de hecho yo puse que se publicó allá. Sí, ese es el libro que más me satisface. Y aunque tiene historias fuertes, allí no saco todo lo lastimado que estoy, como sí lo hice en Dichosos los que lloran. Estaba lastimado igual, porque esos cuentos los escribí después de mi primera experiencia en la cárcel. Pero ya traté de no aplicarle la maldad del oficio a las historias y las reflejé tal como eran.

La profesora argentina Luz Rodríguez Carranza publicó un ensayo sobre Dichosos los que lloran que tituló “Humano, implacablemente humano”. En toda tu obra hay mucho sufrimiento humano, mucho dolor, mucha agonía, mucha frustración. ¿Tanto hemos sufrido los cubanos?

Sí, yo opino que sí. De una manera u otra, todos hemos sufrido: los que emigran; los que viven dentro de la Isla con temores; los que alguna vez han necesitado fingir para no ser reprendidos ni castigados; los que han mentido o mienten y traicionan sus verdaderos pensamientos, todos somos víctimas del régimen. Y no solo los que están contra el gobierno. Yo creo que los que lo apoyan también han sufrido, porque todos estos años de fidelidad, de permanencia, de entrega han sido devastadores.

Pero más allá de estos casi 60 años, yo creo que hemos sufrido desde siempre. Tengo un texto donde digo que desde antes de llegar los españoles, había enfrentamientos tribales entre los indígenas. Después vino la conquista, la colonia, las guerras de independencia, la república, Batista, Fidel. Cuba no ha tenido descanso, no ha tenido paz. Esta tierra está bañada en sangre desde que se tiene memoria de ella. En los últimos cincuenta y tantos años, ha sido una lucha constante por buscar algo que todavía no conocemos, que es la democracia. Esa es la parte de nuestra historia que yo conozco, pues ha sido la que me ha tocado a mí vivir.