Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Literatura cubana, Martí

“No podía dejar de escribir este libro”

En esta entrevista, el poeta e investigador Francisco Morán habla de su voluminoso y recién publicado estudio Martí, la justicia infinita

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Cinco años después de que viera la luz Julián del Casal o los pliegues del deseo (2008), su penetrante e iluminador estudio sobre el poeta cubano, Francisco Morán (La Habana, 1952) ha publicado Martí, la justicia infinita (Editorial Verbum, 2014). Se trata, en opinión de Jorge Camacho, profesor de la Universidad de South Carolina, de “un libro maza, profundo, detallado, que reconstruye cada dato de la vida del cubano, pero de una forma diferente a como lo han hecho la mayoría de sus biógrafos”. En la entrevista que sigue a continuación, Morán aceptó amablemente a responder sobre distintos aspectos relacionados con la que algunos han calificado como su magnus opus.

Escribir un libro tan exhaustivo y abarcador es obvio que tiene que haberte tomado mucho tiempo. ¿Cuántos años te llevó la investigación y la redacción del mismo? ¿Cuáles fueron las mayores dificultades que confrontaste?

Francisco Morán (FM): En efecto, el libro me tomó cuatro años. Para que puedas hacerte una idea mejor, te diré que el de Casal lo escribí casi de un tirón, durante el sabático que me dieron en la universidad. Claro, ese sabático fue en el otoño, lo que quiere decir que trabajé también en el verano. En total, el estudio sobre Casal me llevó unos 8 o 9 meses. Esto se explica porque cuando me senté a escribir Julián del Casal o los pliegues del deseo sabía desde el principio hacia donde iba, además de que me había leído toda su obra —que como sabes, no es extensa.

Claro, ya para ese entonces había dedicado media vida a leer y a perseguir a Casal. Así, pues, cuando me puse a escribir, me sentía bastante seguro. Sobre todo, me sentía feliz. Escribir ese libro fue un placer. También fue una manera de reclamar la ciudad, porque mientras el libro iba apareciendo página a página en el monitor de mi computadora en Dallas, yo zapateaba la ciudad, regresaba a ella por los únicos caminos confiables que conozco: los de la imaginación, los de la literatura. El libro sobre Casal fue una afirmación de mi fe en la literatura y en la poesía, y en la amistad.

Sin embargo, algo se trabó al principio. Uno de mis amigos y colegas, que tuvo la generosidad de leer el manuscrito y hacerme sugerencias importantes, me advirtió que el libro amenazaba desorganizarse: tenía que decidir si el asunto iba a ser Casal… o Martí. Cuando otro colega me hizo la misma observación, comprendí que, en efecto, eran tantas las referencias a Martí —en el cuerpo del manuscrito y en las notas al pie— que el apóstol estaba a punto de tragarse a Casal. ¿Por qué pasó esto? Porque en cierto modo escribí ese libro recordando todos los intentos por rebajar a Casal oponiéndolo a Martí, que ya tenían una larga historia. Ese recuerdo no enturbiaba la felicidad de la escritura, pero la calentaba. Entonces decidí eliminar todas las referencias a Martí, excepto aquellas que me parecían necesarias… y guardé el resto. Así que mira, pensándolo mejor, podría decir que el libro sobre Martí me llevó más de cuatro años.

Me preguntas no sólo por el tiempo de escritura, sino también de investigación. En realidad ambas cosas marcharon juntas. Yo no podía leerme todo Martí. Nadie puede hacerlo. Y si con Casal sabía hacia donde iba, con Martí no. Lo único que tenía claro era que iría por un camino opuesto al que, hasta ahora, han tomado la mayor parte de los críticos. Lo que había entrevisto me había convencido de que el camino que tomaría iba a apartarse de las lecturas devocionales, o de los panegíricos que han predominado hasta hoy. Así que empecé a leer moviéndome por su correspondencia, sus discursos, crónicas, poesía, apuntes. Leía, escribía, tachaba, agregaba, cambiaba. De cada uno de los capítulos de Martí, la justicia infinita escribí, cuando menos, dos versiones. El trabajo fue agotador.

Fue así, mientras leía y escribía, que comprendí qué era eso con lo que chocaba una y otra vez: cada vez que se encontraba con un otro —el huelguista, el inmigrante, el anarquista, el trabajador; incluso el negro— Martí no pasaba la prueba. El rechazo era inmediato o visceral; o lo que es peor, taimado e hipócrita. En la academia tienen otro nombre para esto: ambigüedad. Cuando descubrí que había llegado al extremo de inventar una huelga de impresores durante su estancia en México para justificar el despido de un grupo de trabajadores, comprendí que tenía que lanzarme a fondo. Pero en ese proceso, encontré artículos e incluso testimonios, tanto de escritores y estudiosos, como de muchos de los que conocieron a Martí, que habían entrevisto mucho antes —o sospechado— lo que yo recién descubría. Entre ellos menciono a Blanca Zacharie de Baralt, el general mambí Manuel Piedra Martel, Lino Novás Calvo, Juan Marinello, Fernando Ortiz, Enrique José Varona.

Mientras leía a Martí y escribía, también le prestaba atención a la crítica. Fue así que empecé a amasar una biblioteca martiana (de Martí y sobre Martí) a la altura de las que pueden exhibir los martianos más devotos. Ningún libro de y sobre Martí me pareció sin importancia: ahí están los dos magníficos volúmenes de las ObrasCompletas de la Editorial Lex; Martí, el santo de América, de Luis Rodríguez-Embil; Mitología de Martí, de Alfonso Hernández Catá; Ideassociales y económicas de Martí, de Antonio Martínez Bello; varios títulos de Carlos Ripoll —los que pude conseguir—; Yo conocí a Martí (Centro de Estudios Martianos, 2012), el magnífico volumen de En los Estados Unidos. Periodismo de 1881 a 1892 (Colección Archivos, de la UNESCO). Conseguí las Obras Completas de Martí en CD ROM, y lo mismo el periódico Patria. Ahí encontré, por cierto, importantes crónicas sobre Martí City que utilicé en mi estudio. Otro trabajo del que me beneficié mucho fue “El abrigo de aire,” de Antonio José Ponte; un trabajo que a pesar de los años que tiene —Ponte lo escribió en 1995— no recuerdo haber visto citado en ningún estudio sobre Martí.

Tener las Obras Completas en CD ROM fue de la mayor importancia. Además del índice onomástico, podía buscar palabras o frases en cada uno de los tomos. Cuando, como en mi caso, persigues un asunto en Martí eso ayuda a ganar tiempo y a encontrar prácticamente todo lo que buscas. Hice también búsquedas en varios sitios en Internet que tienen periódicos digitalizados. Por ejemplo, en Chronicling America Historic American Newspapers pude consultar The Sun y The New York Tribune. En otro sitio, en Canadá —por suscripción— pude consultar algunos de los periódicos mexicanos de la época en que Martí residió en el país azteca. Una de mis estudiantes me trajo copias de Revista Universal y de El Socialista, este último nada menos que con todas las refutaciones que allí aparecieron a “La huelga de impresores”, de Martí, y que hasta ahora habían permanecido inéditas y mayormente ignoradas. En mi estudio incluyo un dossier donde las reproduzco todas.

La mayor dificultad fue decidir hasta dónde llegar, qué no incluir. No podía poner todo lo que encontraba, y todo me parecía de la mayor importancia. Por otra parte, estaba convencido que una crítica profunda, sacrílega incluso, de Martí, no fallaría en suscitar la hostilidad o el silencio. Pero no podía dejar de escribir este libro. La mejor manera de describir la experiencia de la escritura sería decirte que me sentí todo el tiempo como si estuviera frente al tribunal, pero uno sui generis. Porque me sentía simultáneamente fiscal y encausado. En tanto que lo primero sentía que por muchas que fueran las evidencias, ninguna sería suficiente. Y que —pura pesadilla kafkiana— mientras más contundentes fueran las evidencias que presentara, mi culpa solo podía crecer. Lo único que podía hacer en tales circunstancias era gozar esa culpa. Como la Iglesia ante la crucifixión: Felix culpa. Así que, con el fin de lograr una argumentación que, aun si no convencía a la mayoría de los lectores, pudiera resistir una lectura exigente, me propuse estudiar la biografía y el camino político e intelectual de Martí desde 1875 hasta, por lo menos, 1894. Estudié a fondo los dos años de Martí en México (1875-1876). Lo seguí a Nueva York en 1880, y luego a la Florida en 1891. ¿Cómo no iba a tomarme cuatro años?

Era necesario, no obstante, encontrar un hilo que permitiera hacer un viaje que, incluyendo desvíos, vueltas y curvas, mantuviera una coherencia. De manera que decidí enfocarme en las representaciones y encuentros con el otro en la escritura martiana, principal —pero no exclusivamente— el trabajador y el inmigrante. No solo el trabajador mexicano y europeo, sino también el cubano. Aun así, hubo espacio para el estudio de la organización de la guerra de independencia, particularmente en lo que respecta a la recaudación de fondos entre los obreros cubanos y las negociaciones con los capitalistas cubanos como Eduardo Gato. El último capítulo, sobre Martí City —una historia muy poco conocida— es donde trabajo más detalladamente este asunto.

En “Barrabás (a modo de introducción)” aclaras que no te propones desacralizar ni desmitificar a Martí. ¿Cómo definirías el propósito que te animó a escribir el libro?

(FM): Los creyentes de Martí nunca renunciarán a su creencia. Aquellos que siguen creyendo que el problema de Cuba es no haber realizado el sueño de Martí, posiblemente seguirán pensando igual. Recuerdo que en un artículo que publiqué en Diario de Cuba, y en el que ofrecía un anticipo de mi libro, un lector anónimo dejó un comentario que me pareció revelador. Este lector expresó que ya solo nos quedaba Martí —a los cubanos, entiéndase— y que por esta razón había que defenderlo. Era más o menos la idea. Pensé: si el asunto es ese, aferrarse ciegamente a Martí, simplemente porque no nos queda otra cosa, entonces tengo que escribir el libro. El problema, entonces, no es si es o no deseable, necesario, o si hay algo que justifique desacralizar o desmitificar a Martí. Quizá Cuba necesite la iglesia de Martí, o el mito. ¿Para qué entonces intentar siquiera desacralizar o desmitificar a Martí? Además, puesto que para mí Martí, ni es sagrado, ni es mito, ¿cómo podría desacralizarlo o desmitificarlo? Claro, está el sagrario martiano de mis compatriotas. Y nadie que tenga un mínimo de conocimiento de lo sagrado negará que la tentación de la profanación le es concomitante, y que resistir esa tentación puede ser origen de sufrimientos indecibles. Y ya basta de martirios y de cruces y coronas de espinas.

¿Estabas consciente, cuando escribías el libro, de los riesgos que implica proponer una interpretación de Martí que se aparta de las lecturas usuales, y que como tú bien apuntas, más que lecturas son plegarias? ¿No hubo momentos en que pensaste abandonar el proyecto?

(FM): Creo que ya te respondí la primera parte de esta pregunta. En cuanto a la segunda, te respondo que no, en lo absoluto. Hubiera seguido escribiendo. No puedes hacerte ni idea de todo lo que dejé fuera. Al libro sobre Casal lo alimentaron el amor y una sensación de felicidad que no experimenté en lo absoluto mientras trabajaba en el de Martí. No hay dudas. Martí fue un prosista que todavía —con todo lo que ha sido celebrado— está por descubrir. Porque son más los que lo rezan en citas que los que lo leen. No encontré en ninguno de los periódicos neoyorquinos de la época que consulté —el Sun, el New York Times, el New York Tribune— una prosa como la suya. Pero esa prosa no va a la saga de los periódicos mencionados cuando se trata de los desplantes más xenofóbicos, racistas, anti-obreros, que puedan imaginarse.

Jacques Rancière es, me atrevo a decir, el autor en quien más te apoyas para sustentar tu discurso. ¿Qué elementos te aportó para tu lectura de Martí?

(FM): Rancière distingue entre comunidad ética y comunidad política. La primera es, supuestamente, la idílica realización de la unidad donde todo el mundo cuenta, y todo el mundo es contado. Como es de suponer que en la comunidad ética no hay razón para el descontento, cualquier desacuerdo es inmediatamente excluido. Es la comunidad, para decirlo en términos muy martianos, de “de todos, con todos y para el bien de todos”. La comunidad política, por el contrario, es aquella que está dividida en sí misma. En esta comunidad donde hay intereses encontrados, es donde tienen lugar luchas constantes por el reclamo y la reivindicación de derechos. Es en este escenario donde estos derechos, que son puestos en entredicho, también pueden ser conquistados.

Para Rancière la comunidad ética está abocada siempre a la exclusión radical de la diferencia. La guerra de independencia que organizó Martí aspiraba a la realización de la comunidad ética. La heterogeneidad de la nación americana expresada en el flujo de la inmigración europea —lo que Martí llamó “sangre envenenada”— reflejaba para él el peligro de fractura de la comunidad ética. Martí, ¿quién lo diría?, censura a los inmigrantes que no hablan inglés, y los ve como la fuente de corrupción de la república, porque traen con ellos costumbres extrañas a las de la nación americana. A eso conduce la comunidad ética.

Martí llega al punto de cuestionar el valor de las vidas de mucha de esa gente. Hay que verlo pasar lista frente a una fila de electores. Llega a pedir que se les cierren las puertas del país. E incluso pregunta si la inmigración era una cuestión de “humanidad” o de “necesidad”. Por supuesto, él tenía muy claro que era una cuestión de necesidad. Y conste que lo dejó dicho, bien claro, en México, antes de dejar ese país. Martí, pues, sí habló de derechos humanos, pero eso sí, subordinados a las necesidades prácticas del Estado y de la comunidad ética. Por eso en la apuesta por la comunidad ética en “Nuestra América” no podía faltar la orden ejecutiva de cargar en los barcos a los insectos que le roen el hueso a la patria que los nutre. ¿Tengo que recordarle a alguien que esa recomendación fue escuchada y cumplida?

Eres particularmente crítico con Laura Lomas y su lectura “latino migrant” de Martí (lo de lectura es un decir, pues a lo largo de tu libro demuestras precisamente que no ha leído a Martí). ¿Por qué esa atención a su Translating Empire?

(FM): Me pareció absolutamente importante esta crítica, puesto que leo el libro de Lomas como síntoma de lo que empieza a ocurrir en la academia norteamericana con Martí. Su libro recibió uno de los premios más importantes del Modern Language Association (MLA), y esto a pesar de que una evaluación rigurosa no podía fallar en descubrir tergiversaciones, fabricaciones y afirmaciones delirantes de todo tipo. Decía que se trata de un síntoma porque lo que este estudio publicado por Duke University Press demuestra es que, por un lado, basta con producir otro Martí recortado en el molde archisabido (antiimperialista, migrante latino, y ahora incluso armado de un “proyecto anticolonial”), y por el otro, hacer caso omiso de la escritura martiana, para que el estudio se publique y, además, se premie. Es decir, que cada vez se requiere menos lectura. Todo cuanto se necesita es decir lo de siempre aderezado con la jerga de la última teoría. No es algo ciertamente que inicia Lomas, pero sí que ella lleva a niveles que parecían inimaginables.

Pero debo aclarar que antes que yo Alfred López, Manuel A. Tellechea, Charles Hatfield y Oscar Montero, por ejemplo, le habían hecho importantes objeciones al estudio de Lomas, algunos más enérgicamente que otros, pero ahí están. Está también el asunto de cómo trata Lomas a otros colegas, y toda la bibliografía que ignora. El caso que me resultó más chocante fue lo que hace con Ripoll, y la manera en que tergiversa la discusión de éste con Raymond Carr, a propósito de una edición de textos martianos realizada por Philip Foner.

Basándose en la afirmación de Ripoll de que Martí nunca le dio un contenido social a la guerra —lo que es cierto—, Lomas llega nada menos que a sugerir que los comentarios de Ripoll “invitan al lector a inferir que Martí llegó tan lejos como a promover la desigualdad racial, y que Martí previó una revolución anti-marxista avant la lettre” (Martí, la justicia infinita, 440). Lo grave de esta imputación es que ni siquiera Lomas —que es quien la expresa— se hace responsable de ella, sino que, por el contrario, nos dice que es el propio Ripoll quien “invita al lector” a inferir tal barrabasada. Quien haya leído a Ripoll sabe que jamás le habría formulado a Martí el cargo de promover la desigualdad racial. Pero esta es solo una de las falsedades, además de las malas lecturas, que uno encuentra en este estudio.

Eso explica que mis también importantes desacuerdos con autores como Julio Ramos o el propio Ripoll tengan otros matices, así como que igualmente en sus casos no me resultara imposible hallar puntos de acuerdo. Se trata en ambos casos de conocedores de Martí, de lectores acuciosos, y de colegas por los que siempre he sentido una profunda admiración, y cuyas lecturas han sido de la mayor importancia en mi propia manera de leer y comprender a Martí.

De todos los hallazgos que acumulaste en tu acuciosa lectura de Martí, ¿cuál dirías que es el aspecto que más te impresionó?

(FM): Cuatro cosas. En primer lugar, Martí mismo. Una cosa es aquello que yo había entrevisto y sospechado. Otra; muy diferente, fue lo que descubrí en el camino. Nada, absolutamente nada, me había preparado para lo que encontré. La historia de la huelga de impresores que inventó para justificar el despido de un grupo de ellos debió haberme preparado para lo que vendría después. Me hice martiano del único modo que pienso que vale la pena serlo: leyéndolo despacio, conectando sus textos —entre sí, y con lo que se publicó en su tiempo, sobre todo en Estados Unidos y en Inglaterra—, descubriendo que no hay absolutamente nada de lo que nos dice que no tenga importancia. Su estilo es difícil, y a veces me estancaba en una frase, en una oración. Desde luego, esto me irritaba. Pero también me decía que tenía que haber alguna política, algún propósito, en esa maniobra dilatoria. Y mi insistencia rendía sus frutos. Insisto: me hice martiano leyendo a Martí, y descubrí que había también que negarlo; que hasta es un deber. Marinello dijo algo muy parecido hace ya bastante tiempo.

Lo segundo fue descubrir el alcance de las contribuciones de Carlos Ripoll al conocimiento de Martí. Estoy seguro de que a Ripoll le habrían chocado, y probablemente producido disgusto, mis análisis y conclusiones. Pero a pesar de mis profundos desacuerdos con Ripoll, aprendí mucho de él, y estoy seguro que, sin los suyos, algunos de los descubrimientos que hice habrían sido imposibles. Para ponerte un ejemplo, Ripoll hizo público el Manifest of Passengers del Celtic que permitió corroborar la breve estancia de Martí en Nueva York en 1875, cuando se dirigía a México. Ese dato me llevó a buscar el resto de las entradas de Martí a Nueva York, de gran importancia en mi análisis de su relación íntima con Nueva York y aun con Estados Unidos.

Ripoll también se percató de la importancia del prólogo de Martí al libro de cuentos de Rafael Castro Palomino, lo que consecuentemente me llevó allí y a concluir que Martí, en efecto, coincide con Castro Palomino en su crítica al imperialismo, pero también al comunismo. No incluí a Ripoll en la dedicatoria porque, dadas las críticas y objeciones de mi parte, podría haberse interpretado más como sarcasmo que como homenaje. Pero quiero que conste mi deuda con su obra. En tercer lugar, los textos sobre Martí de Juan Marinello, que abarcan desde 1929 hasta, por lo menos, los años 40. Los que conocen sus textos martianos de 1958 en lo adelante, se asombrarán oírlo decir en 1935 que había llegado la hora de darle la espalda a las doctrinas de Martí.

Para concluir, regreso a Martí y más específicamente al título de mi estudio. El título original —al que llegué luego de un largo y extenuante proceso de eliminación de otros— fue Martí City. Me parecía un buen título porque su bilingüismo combinaba las complejas y contradictorias transacciones de Martí con Estados Unidos, y ese era —y es— el título del capítulo final. En la historia de ese lugar que existió realmente —y que descubrí primero a través de Ripoll— se atan todos los cabos del libro: la cuestión obrera, la tensión entre la comunidad ética deseada (Martí City quiso ser eso) y la comunidad política que se negaba a desaparecer, expresada tanto en esas ideas de “puntas anarquistas” que pinchan a Martí cuando llega al lugar, como en el juego de pelota con que cierra el libro. Por otra parte, en Martí City se revela, otra vez, la complicada danza de Martí mediando y negociando los intereses yanquis con los nacionales.

Ocurrió, sin embargo, que un colega me comentó que ese libro iba a ser un libro “muy importante”, y que por esta razón necesitaba un título más sólido. Si lo primero me halagó, como es de suponer —y no hay para qué ocultarlo—, lo segundo me creó un estado de ansiedad difícil de explicar. Llegar a Martí City me resultó muy difícil. Ninguno de los anteriores pasó la prueba de mis amigos más cercanos. Desde el primero —Olvidar a Martí— hasta el último, los fueron objetando, y con razones de peso, debo advertir. Entonces, cuando finalmente creía que todo estaba resuelto, un elogio entusiasta venía a echarlo todo por la borda otra vez. Así que hice lo único que podía hacer: leerme el manuscrito y ver si aparecía alguna nota, un leitmotif que me llevara al tan necesitado Eureka.

Fue así como descubrí, según leía, que si algo aparecía constantemente a través del libro, esto era la cuestión de la justicia. En efecto, uno de los descubrimientos de mi estudio es que cada vez —y si no siempre, ocurre con una frecuencia tal que resulta imposible desecharlo como algo casual o accidental—, que cada vez, insisto, en que Martí habla de la justicia las cosas se complican a un nivel que ni yo, ni creo que nadie, había hasta ahora sospechado. Y no podía ser sencillamente por la idea fija que ya nos hemos hecho de Martí. Y advierto que algo similar ocurre con la raza. Si no, ¿cómo explicar —para no poner sino un ejemplo paradigmático— que nadie se haya percatado de los problemas que presenta, no cualquiera, sino uno de los artículos más citados de Martí: “Mi raza”. Siempre se echa mano a la misma cita: “El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza o a otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos”. Pero resulta significativo que Martí empiece ese artículo diciéndonos que “Esa de racista está siendo una palabra confusa y hay que ponerla en claro”. A cualquier lector que en lugar de ir de prisa lea con cuidado, no se le escapará que en la época en que Martí escribe esto, para los negros que sufrían el racismo la palabra racista era cualquier cosa menos confusa.

Por eso hay que decir que es Martí, en primer lugar, quien crea esa confusión al establecer dos categorías de racistas —¿alguien ha visto lo extraño de la idea?— entre un “racismo justo” y otro obviamente injusto. Negar la inferioridad del negro es, según Martí, “racismo justo”. Y es “racismo justo” el derecho del negro “a mantener y a probar que su color no le priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana”. Así que el negro tiene que probarle al blanco que la piel negra no le priva de ninguna de las capacidades y derechos de la especie humana. Claro, en ningún momento Martí le exige al blanco que tenga que demostrar lo mismo. No en balde en un artículo titulado justamente “Mi raza”, Martí no nos dice cuál es la suya. Pero ¿acaso no lo dice? ¿Podría acaso a un negro habérsele ocurrido que él era un racista “justo”? Entonces, para terminar, sólo tendría que explicar la razón del adjetivo infinita en el título. Pero algo tengo que dejarles a los lectores.

¿Quedaron materiales que finalmente no incorporaste al libro?

(FM): Casi todo Martí. ¿Te parece poco?

¿Volverás en un futuro a Martí o consideras ya saldada tu deuda con él?

(FM): No lo creo. Me refiero a lo de volver a Martí. Si fuera más joven y me sintiera con más fuerza volvería a la carga. Pero ni estoy joven, ni creo que dé para mucho más. No obstante, acaricio la idea de un proyecto que nació al calor de la escritura del libro sobre Martí. Siempre he querido ocuparme del asunto de Haymarket en la escritura martiana, pero acabo de leer The Trial of the Haymarket Anarchists. Terrorism and Justice in the Gilded Age (2011), de Timothy Messer-Kruse. Según el autor “the Chicago’s anarchists were part of an international terrorist network and did hatch a conspiracy to attack pólice with bombs and guns that May Day weekend (8)”.

Quiero hacer una investigación que demostrará, sí, una teoría de conspiración, pero al revés. Es decir, que tal como han sostenido la mayor parte de los historiadores, los anarquistas de Chicago fueron sacrificados, pero lo fueron por una conspiración de intereses que se aliaron y funcionaron como una maquinaria perfectamente engrasada. Esos intereses fueron los del Estado, el sistema judicial, la Iglesia, los capitalistas, los periodistas —como Martí— e incluso los de aquellos que desde el interior mismo del movimiento obrero se pasaron al otro lado: Terence V. Powderly y Henry George. Por cierto, adelanto un dato de mi investigación hasta este momento desconocido, y que probaré a su debido tiempo: Martí hizo campaña para la elección de George como alcalde de Nueva York. Y habló en un mitin a tal efecto en el que también hablaron el propio George y John Swinton.

Lo que me propongo demostrar —y narrar como una novela, al mismo tiempo que apoyado en una exhaustiva investigación histórica— es que lo que Martí llamó “un drama terrible” fue, en efecto, un drama cuya escenificación se desenvolvió en el tiempo como la crónica de una muerte anunciada. Por supuesto, Martí será un personaje de esta novela con banda sonora de Wagner. Y devolveré al mundo de los vivos, aunque solo sea por el tiempo fugaz que permite la literatura, la belleza explosiva de Louis Lingg; la misma que le hizo perder el paso a Martí. Por lo pronto, trabajo en el archivo. Veremos si vivo para contarlo. O si no reviento antes. Por lo pronto me he encomendado a Casal, que es lo único que puedo hacer.