Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Cuba, Teatro, Teatro cubano

“Todo lo que sea actuar, para mí es maravilloso”

En esta entrevista, Laura Zarrabeitia repasa los principales momentos de su larga y destacada trayectoria en Cuba, España y Venezuela

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Para quienes hoy peinan canas y eran aficionados al teatro, su nombre ha de resultar familiar o, por lo menos, les sonará, como se dice en buen cubano. Pero para el resto de sus compatriotas, Laura Zarrabeitia es una total desconocida. En los años 60 integró el elenco de varias obras estrenadas por Teatro Estudio. Participó también en montajes del Teatro Nacional de Guiñol. Interpretó a la secretaria del cementerio en La muerte de un burócrata. Y, en fin, hoy puede presumir de una larga y destacada trayectoria como actriz. La repasa en esta entrevista grabada en Miami, donde desde hace años reside.

¿Cuáles fueron tus primeros contactos con el teatro?

Más que con el teatro, mi primer contacto fue con la actuación, oyendo radionovelas. Cuando yo tenía seis o siete años, en mi casa teníamos un radio muy bonito en un mueble con puertas. Yo tenía la costumbre de meter la cabecita entre esas puertas para oír las radionovelas. A mi papá no le gustaba y cuando me sorprendía me cerraba las puertas y me mandaba a dormir. Pero mientras más me quitaban el radio, más me gustaba. Desde pequeñita me gustaba esa frondosidad con que se hablaba en las radionovelas.

¿Viste o hiciste teatro en la escuela primaria?

No. Mi escuela era muy sencilla y humildita. Se llamaba Colegio Ignacio Agramonte. Era dirigido por una dama maceísta. Lo que tenía más acendrado aquella escuela era el amor patrio, el amor por los patriotas y libertadores. Ese era el fundamento y era lo que nos enseñaban. Los actos de fin de curso siempre estaban basados en alguna fecha patriótica.

Pero aparte de las radionovelas, ¿cuándo tuviste el primer contacto con el teatro?

Nosotros vivíamos en un apartamento muy grande. Tenía cinco habitaciones, todas muy grandes, y dos de ellas estaban alquiladas. Las ocupaban dos muchachas que estudiaban en la Escuela de Farmacia. Nuestra casa estaba en Pocitos, entre Espada y San Francisco. Tú seguías todo Infanta, hacías un corte y llegabas a fácilmente a la Universidad. Esas muchachas acostumbraban estudiar en la sala. El asunto es que una de ellas me llevó a ver, con permiso de mi mamá, una obra de teatro en el Palacio de los Yesistas.

El título de la obra ya no lo recuerdo, pues la vi cuando yo tenía unos diez o doce años. Al ver aquella representación, yo me quedé fascinada. ¡Ay, qué cosa tan hermosa, Dios mío! Me quedé muy impresionada. Trabajaba Antonia Rey. Me acuerdo que tenía el pelo muy largo y se lo peinaba con un cepillo. Yo se lo he contado varias veces a Antonia. Muchos años después, en uno de los viajes que hice a La Habana, pasé por el teatro de los Yesistas. Aquello fue patético, pues el local había sido convertido en un restaurante.

Y tras eso, ¿qué pasó?

Después pasó el águila sobre el mar y pasó tiempo, mucho tiempo. Yo quería estudiar actuación, pero por supuesto, en mi casa no había quien lo mencionara. Lo que estaba destinado para mí era secretariado, de ser posible en inglés, para empezar a trabajar de inmediato. En mi familia seguíamos siendo pobres, igual que lo fuimos en todas las épocas. Estando yo por terminar la escuela, donde estudié mecanografía, taquigrafía y todas esas cosas, salió en el periódico un anuncio donde se anunciaba que se había abierto una audición en una escuela pública de teatro que había en la calle 23. Yo fui, me apunté y a los pocos días me pasaron un telegrama. En mi casa fue todo un evento recibir un telegrama. Me decían: Preséntese tal día para que venga a buscar su texto. ¿Un texto? Yo me quedé fría. Fui a buscarlo y era una escena de Romeo y Julieta. Casi nada. Yo tendría unos quince años y era una boba. No era tan avispada y despierta como la Julieta de Shakespeare. Me dieron también otro texto de El sí de las niñas.

No escogí ni uno ni otro, porque no sabía cómo manejarlos. El día de la prueba tuve un razonamiento muy puro, o por lo menos ahora yo lo veo así. Les dije: Yo vengo a que ustedes me enseñen cómo se dice esto. Imagínate, cómo iba a poder yo entonces imitar a una joven encaramada en un balcón, hablándole a un fantasma, pues no había nadie debajo. O una criada que se pone histérica. Por favor, les dije, yo vengo aquí a que ustedes me enseñen. El director, que era un hombre muy famoso en esa época, se echó a reír. Entonces me hicieron otras pruebas, asomándome a una ventana con cara de asombro y cosas así. Pero como es natural, después me mandaron un telegrama notificándome que no había sido aceptada.

Y después siguió pasando el tiempo. Yo matriculé en la Escuela Nacional de Bellas Artes de San Alejandro. Hice completos mis estudios y me gradué en 1960. Tomé clases de pintura, dibujo y escultura. Solo me faltó completar dos clases de escultura. Imagínate, de dónde iba yo a sacar la plata para los materiales.

En esa etapa en que estudiaste en San Alejandro, ¿llegaste a pintar?

Sí, pinté algunos cuadros para la exposición colectiva de los egresados de la Escuela. Pero era cuadros académicos, sin ninguna trascendencia. En mi caso, la pintura quedó frustrada. No llegué a definirme como pintora, no llegué a ejercitarla.

Hiciste algunos diseños de escenografía y vestuario para montajes de Teatro Estudio y el Teatro Nacional de Guiñol. ¿Te sirvieron entonces los conocimientos que habías adquirido en San Alejandro?

Sí, por supuesto. En San Alejandro, dígase lo que se diga, se daban clases muy útiles. Sobre todo, a mí me sirvieron los conocimientos de perspectiva y dibujo lineal, pues me permitieron hacer un diseño muy claro y plasmar más claramente una escenografía, para después poder dársela a los carpinteros que la iban a realizar. Ahora, quiero aclararte que en el caso de los diseños para Teatro Estudio fue algo que hice un poco a la cañona.

A principios de los años 60, el municipio de Marianao le dio a Teatro Estudio lo que había sido el Hemiciclo de Concejales del Ayuntamiento. Hubo que adaptarlo para poder hacer funciones y todos nos volcamos en ese trabajo. Me parece ver a Luis Otaño dando mandarria. Había también otro actor, José Taín era su nombre, que ayudó muchísimo en las obras. Yo participé en toda aquella labor, de la que terminábamos muy extenuados. Sala Ñico López se llamó el local que acondicionamos.

Yo diseñé la escenografía de dos de las obras que se estrenaron allí: Túpac Amaru, de Osvaldo Dragún, y La hora de estar ciegos, de Dora Alonso. Eran escenografías muy rústicas y muy sencillas, hechas casi sin dinero. En el Teatro Nacional diseñé para Vicenta Revuelta los personajes del retablo para el montaje de El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, una obra en la que se usaban unos títeres de varilla muy grandes. En San Alejandro yo había estudiado modelado, y en el retablo hice las caras de los personajes principales. Años después, en Venezuela hice el diseño para una adaptación de Los tres mosqueteros, una obra que me encantó. La montó el Teatro Tilingo, un pequeño grupo de títeres que creó Clara Rosa Otero, la hermana de María Teresa Castillo, la directora del Ateneo de Caracas. Ahí trabajaba Julito Riera, y él me dio la oportunidad de irme colando. Para mí fue un placer colaborar en esa obra.

Volvamos atrás, unos años atrás, a los años que siguieron a tu graduación en San Alejandro.

Aquí me vas a permitir que dé un salto en el tiempo. Caí entonces de secretaria de una escritora de radio, que se llamaba Pepita Riera. Ella era muy conocida y había estado en la Sierra Maestra. Yo la ayudaba a sacar la información y los datos de la revista Bohemia. Escribió una novela radial sobre la revolución, llamada Senderos de libertad. Después se vio que todo aquello era un chasco, una mentira. De esa mentira se nutría la otra mentira, que era la novela. Pero resultó que poco después Pepita Riera se fue del país sin avisarme ni nada. Una amiga suya me localizó y en su nombre me pagó el mes completo. Al cabo del tiempo, supe que había pedido asilo en la embajada de Brasil y de allí pasó más tarde a Estados Unidos.

Con todo el estímulo que había recibido yendo a CMQ, mi interés por el teatro era ahora mayor. En CMQ pude escuchar a los artistas, conocer de cerca su trabajo, y también ver su desesperación cuando aquellas cuartillas con los guiones de las novelas llegaban tarde. Supe entonces que había abiertas audiciones —por primera vez oí esa palabra: audiciones— en la academia de Teatro Estudio. Ellos estaban en San Rafael, o en Neptuno y San Rafael, en un local con una escalera muy empinada. Y como contaba con la platica que me dejó Pepita Riera, para allá me fui yo. No había mucha gente, por no decirte que no había nadie. Por primera vez ellos cobraban y en aquella época la gente no tenía plata. O bien no estaban para ese trance. Me apunté y empecé a estudiar allí. Mi mente se abrió a todo. Tuve los mejores maestros que se podía haber encontrado entonces en Cuba. Algunos, como Ernestina Linares, acababan de regresar de Nueva York, de París, con ganas de hacer patria, que para ellos era hacer teatro. Pasaron seis o siete meses y Teatro Estudio se constituyó como grupo. Ahí empecé a trabajar como actriz, haciendo papeles de primera o de segunda. Nunca bajé de hacer buenos personajes.

¿Recuerdas algunas obras en las que actuaste?

Trabajé en La muerte de un viajante, de Arthur Miller, Doña Rosita la soltera, de García Lorca, La muerte de Bessie Smith, de Edward Albee, ¿Quién pidió auxilio?, de Antón Arrufat, El perro del hortelano, de Lope de Vega, La ronda, de Schnitzler, El farsante más grande del mundo, de Synge, A la diestra de Dios Padre, de Enrique Buenaventura, El becerro de oro, de Luaces. Entonces en teatro Estudio se estrenaban hasta dos y tres obras al año.

Actuaste dirigida por Vicente Revuelta, Roberto Blanco, Berta Martínez. ¿Cambiaba mucho el estilo de uno a otro?

Berta era un basilisco. De hecho, un día en un ensayo de ¿Quién pidió auxilio? me infartó y hasta hoy tengo la huella en mi corazón. Como directora era muy prepotente. No tenía estilo porque su estilo era Berta Martínez. Entre Roberto y Vicente sí había diferencias marcadas. Roberto era más exquisito, más refinado, más armónico. Vicente era más duro, y se concentraba más en la psicología de los personajes. En donde Roberto usaba unas gasas que salían volando y unas antorchas encendidas y uno gritaba ¡Alto!, Vicente hacía una gran pausa, el personaje levantaba las manos y decía bajito: ¡Alto! Y luego estaba Armando Suárez del Villar, que era tan tropical y tan encantador. ¡Cómo disfruté yo El becerro de oro! Fue una obra deliciosa. Era un montaje en el que se cantaba mucho. La música la compuso Marta Valdés y la primera que la tocó al piano fue Tania León. Aquella fue una época en que yo pude disfrutar plenamente y sin ningún rollo el teatro, la actuación. Pero ya después, la cosa se avinagró.

En 1962 formaste parte del elenco que estrenó Aire frío, de Virgilio Piñera. ¿Qué recuerdas de aquel montaje?

En esa época, yo estaba bien verde como actriz. Lo único que había hecho eran unas obritas cortas con Rubén Vigón. Pero no sé de qué suerte me llamaron para trabajar en Aire frío. Ya ellos estaban ensayando y yo fui la última en incorporarme. Ni siquiera había libreto para mí, y me dieron un ejemplar del librito que Virgilio había editado en 1959. El texto se fue arreglando durante los ensayos y en ese ejemplar aparecen los cambios anotados a mano. Ese librito estuvo conmigo durante todos estos años y hace poco lo doné a la Cuban Heritage Collection. Virgilio estuvo presente en los ensayos. No en todos, pero sí en muchos. Yo detectaba que estaba ahí por la lucecita del cigarro, pues fumaba mucho.

Fue un montaje muy cómodo y los conflictos fueron mínimos. El principal conflicto que yo tuve fue conmigo misma. Yo hacía el papel de la madre y era más joven que Verónica Lynn, que interpretaba a Luz Marina, la hija. Yo me ponía un puente postizo en la nariz para darle un aire más serio a mi cara de muñequita francesa. Con Verónica y con Ángel Espasande la relación fue muy buena. Me acuerdo de Roberto Gacio, que hacía el Don Benigno. ¡Qué guerra con aquel muchacho queriéndose robar el show! La relación con el equipo, ya te digo, fue muy buena, lo mismo que con Virgilio. Era un caballerazo y con él quedó una amistad al estilo Virgilio. Al cabo de unos meses, se me presentó con unas cuartillas mecanografiadas. Me dijo: Laurita, quiero que lea esto. Era una obra titulada Siempre se olvida algo. Era una situación absurda, con unos personajes enloquecidos.

¿Qué personajes prefieres interpretar, los extranjeros o los cubanos?

Si te soy franca, los extranjeros, porque son los que más he paladeado. Yo nunca hice cubanas populares. Solo una en una obrita titulada La cerca, y me costaba mucho hacerla. Yo siempre he sido muy de hablar bien y ese tipo de personaje no se me da. Es por eso que te digo que prefiero los extranjeros. Ahora, hay personajes cubanos que he hecho con mucho gusto. Por ejemplo, la Doña Luciana de El becerro de oro, que fue una obra que disfruté mucho. También la madre de Aire frío. Pero fíjate que ninguno de esos personajes tiene acentos vulgares ni chancleteros. Ese era además un tipo de teatro que en Teatro Estudio no se hacía.

¿Cuál fue tu primer trabajo en cine?

Lo primero que hice y casi lo único fue La muerte de un burócrata, con Tomás Gutiérrez Alea. Después actué en El huésped, dirigida por Eduardo Manet, una película que se vino a ver por primera vez hace poco, pues la tuvieron engavetada por muchos años. Se dieron cuenta un día que menos Raquel Revuelta y Enrique Almirante, casi todo el elenco se había ido del país: María Luisa Güell, Manuel Pereiro, yo. ¡Hasta el propio director se había ido! Ah, perdón: Amelita Pita también se quedó en Cuba. Cuando estaba ya en Venezuela trabajé en la serie Tango Bravo, en una película titulada Coplan remont les terms y en otra que se llamó La emboscada, que dirigió Phillipe Toledano y estaba basada en un cuento de Regis Debray.

¿Guardas un buen recuerdo de esos trabajos en cine?

Ay, sí. Actuando yo nunca me siento mal, sea en teatro o en cine. Solo me sentí mal con el trabajo previo de algunas obras. Te hablo de la época de Teatro Estudio, cuando se planteaban las presiones sublimes de qué le vamos a presentar al pueblo, de lo que había que poner. En El alma buena de Sechuan, recuerdo todo aquel mierdero, y perdóname la palabra, del trabajo de mesa. Con una obra tan buena, una música tan bonita y unos personajes tan hermosos, tener que dedicar tiempo a aquello. Tener que seguir al pie de la letra el Libro Modelo. Tener que asimilar todo eso. ¡Ay, cómo sufría yo esa parte! Pero tan pronto se empezaba a ensayar la obra, todo iba bien.

¿Y qué pasó después de Teatro Estudio?

Por una convulsión política que hubo dentro del mundo de la cultura, a Vicente Revuelta lo quitaron como director general de Teatro Estudio. No sé muy bien lo que sucedió, pues gracias a Dios yo olvido esas cosas y hoy sigo olvidando más. La cuestión fue que agarraron a los actores y los dispersaron por los diferentes grupos de teatro que había en La Habana. Pero no fue que te avisaban con antelación y te decían venga la semana que viene. No. Nos enteramos porque nos pasaron una carta personal, de esas que te llevan a tu casa y te tocan a la puerta. A mí me mandaron para el Conjunto Dramático Nacional. Yo dije: ¿Qué es esto? Yo no voy para ningún lugar. Se me ocurrió entonces ir a ver a Eduardo Manet, quien era director del Conjunto Dramático y que, si tiene buena memoria, no me dejará mentir. Eduardo estaba con un short, parado con la cabeza para abajo y los pies para arriba, haciendo un ejercicio de yoga en su oficina. Señor Manet. Sí dígame, Laura. Yo he recibido una carta donde me dicen que he sido asignada en su grupo. Sí, muchos actores han recibido esa carta, pero no pueden venir para acá si yo no lo autorizo. Eso es lo que quiero, maestro, no venir para acá. Bueno, Laura, ven luego que yo te atiendo. Por supuesto, yo no volví más a verlo y quedé en el limbo. Esto te da una idea de lo que era el movimiento teatral en aquel momento.

¿Y en qué situación quedaste?

Por esos días, yo había ido a visitar a Carucha Camejo, porque a mí me gustan mucho los títeres. Su hermano Pepe me preguntó si podía hacer algunas cosas sueltas para ellos, como poner voz a algunos personajes. Y yo le dije: Puedo ir completa para allá, y les conté lo que había pasado. Entré así en el Teatro Nacional de Guiñol. Con ellos hice varias obras, todas muy buenas. Hice La loca de Chaillot, La corte de Faraón, El maleficio de la mariposa. Los Camejo eran gentes maravillosas y con mucho talento, y los machacaron terriblemente.

Y tras la experiencia en el Guiñol, ¿qué hiciste?

Ahí se cerró para mí el ciclo como actriz. Presenté mi renuncia y pedí la salida del país, “para mejorar mis estudios de actuación”. La respuesta fue un telegrama donde me decían: Preséntese en la Oficina de Ayuda a la Producción. Me mandaron a trabajar en la agricultura, donde hice de todo. Gracias a Dios, no me tocó ir a la caña. El estreno fue de una crueldad enorme: me tocó aporcar alrededor de las matas de henequén, que son puros pinchos. Se usaban unas asadas muy grandes, hechas para hombres. Yo pesaba entonces unos ochenta kilos, así que imagínate lo que fue para mí hacer aquello.

Cuando me pusieron a sembrar bulbos de cebolla, que es lo más asqueroso del mundo, me di el gusto de sabotear como me dio la gana. Para sembrar los bulbos, tú ibas haciendo un huequito en la tierra, ponías el bulbo y lo apretabas un poco. Al sembrarlos, yo los reventaba, así que ahí no iba a crecer cebolla más nunca. Era un poco cruel, pero yo me sentía muy feliz. Fueron veintitrés meses de trabajos forzados, que resultaron muy duros para mí. Veintitrés meses de mi salud física y mental. Pero no pedí misericordia, no pedí ni un día de permiso, salvo los días que me dieron por enfermedad. Una estupidez de mi parte, pero salvé mi orgullo.

¿Y al terminar los veintitrés meses?

Me llegó la salida para España. Estuve allí solamente un añito y gracias a Dios me fue bien, pues yo siempre he tenido una buena estrella. Al principio dormía en el piso sobre unos cartones, en la casa de Teté Blanco, a quien recordarás. En esa casa funcionaba una especie de oficinita para mandar medicinas a Cuba. Se hacían unos paqueticos amarrados con una cuerdita marrón, unos paquetes chirriquiticos porque el correo español admitía muy poco peso. Yo hacía los paquetes, el marido de Teté, que tenía muy buena letra, les ponía la dirección y luego yo me iba a las diferentes oficinas de correo, porque nada más aceptaban un paquete a cada persona.

Entonces apareció en el periódico un anuncio pidiendo extras para la filmación de Las mujeres de Troya, basada en la obra de Eurípides. Te hablo de 1971. Ni te metas, me aconsejó Teté, que aquí eso está tomado. Yo decidí apuntarme de todos modos y fui. Tuve la buena idea de preparar un resumé y se lo entregué a un muchacho español que estaba a cargo. Venga para acá, siéntese aquí y espere, me dijo. Pasé por dos sesiones de pruebas y la última fue con el mismísimo Michael Cacayannis, que era el director. Al final, tuve la suerte de que me escogieron para formar parte del grupo de las troyanas. El núcleo principal eran actrices inglesas y norteamericanas, que hablaban un inglés perfecto. Las demás hacíamos una dicción figurada. Fue una experiencia buenísima y la pasé muy bien. Todo lo que sea actuar, para mí es maravilloso.

¿Pudiste hacer teatro en España?

Hice zarzuela y opereta con la Compañía de José de Luna, acordándome de las instrucciones de Marta Valdés y de Tania León. Yo no sé leer una partichela, no sé nada de música. Pero sí soy un poco afinada. Siempre he tenido una impostación natural. Así que me hice socia de una señora mayor, que sí cantaba con la partichela. No es problema, me dijo ella. Te sientas aquí a mi lado y cantas conmigo. ¿Qué voz tú eres? Yo no sé. Bueno, pues eres soprano. Y me quedé con ella. Amparo Alonso se llamaba y Dios la bendiga.

Era una compañía bastante mediocre, pero viajaba muchísimo. Recorrimos en autobús toda España. Llegué a hacer una revista en la que salía con un bañador. El director de la compañía me llamó a su oficina: Señorita Laura, ¿cree usted que puede hacer esta revista? Yo creo que sí, porque más o menos yo canto y los números son ligeros. Pero mire lo que tiene que hacer. Y abrió un cajón y sacó un traje de baño de una pieza. ¡Si él supiera que en Guanabo yo me ponía unos saint tropez! (Se ríe.) Él estaba muy preocupado porque yo no pudiera salir en bañador, porque era muy osado. No olvides que era España y estábamos en los años 70. Con esa compañía llegué yo a Venezuela.

Te quedaste entonces en Venezuela, ¿no?

Ahí fue cuando me quedé en Venezuela. Ellos hicieron los seis meses que estaban programados y a la hora de regresar yo hablé con el director. Le dije: Don José, yo me voy a quedar. ¿Qué vas a hacer? No tienes papeles y vas a estar ilegal en este país. Está bien, pero yo no vuelvo a España. Yo estaba huyéndole al frío espantoso que había pasado allá. Vi además que no podía avanzar más. En la televisión lo intenté y fue imposible por el acento y por las trabas burocráticas. Yo nada más que era residente. En la compañía de zarzuela me admitieron, pero en los otros sitios no. Así que decidí quedarme en Venezuela. El primer año pasé muchísimo trabajo. Pero luego logré entrar en la televisión, donde estuve por treinta y tantos años. Tuve un contrato de exclusividad con Venevisión, con el crédito de primera actriz.

¿Actuabas fundamentalmente en telenovelas?

Sí, hice muchas telenovelas. Me acuerdo de los títulos de algunas: Niña Bonita, La mujer prohibida, Por amarte tanto, Amor de abril, Muchacha de ojos color café. Y por las noches, hacía teatro en lo que se me ofreciera. Trabajaba con preferencia con una compañía llamada El Nuevo Grupo, que era como un símil de Teatro Estudio. Por su repertorio, por los autores que escribían para esa compañía, por los artistas que se enseñoreaban y no dejaban entrar a nadie, era un símil de Teatro Estudio. Ahí actué en varias obras, dirigidas por Ugo Ulive, por Román Chalbaud, por Javier Vidal. Trabajé también con el Teatro Cadafe, Teatro CANTV, el Ateneo de Caracas, la Casa del Artista, la Fundación José Ángel Lamas.

Fundé después el Teatro Ensayo, un proyecto de teatro leído en el que ofrecíamos lecturas representadas de piezas poco conocidas o de difícil montaje. Aproveché también para dar a conocer algunas obras de autores cubanos como Matías Montes Huidobro, Raúl de Cárdenas y Julio Matas. En esa experiencia me ayudó mucho Eddy Díaz Sousa, que entonces estaba en Caracas. Ya materialmente con el pie en el estribo para venir para Estados Unidos, decidí montar Santa Cecilia, de Abilio Estévez, cuyo texto que me había dado Alberto Sarraín. Con aquel montaje sufrí lo indecible, pues hubo un verdadero complot para hacer que fracasara. Perdí además plata como tú no tienes idea. Santa Cecilia la estrené en el año 97 y fue lo último que hice en Venezuela.

¿Ese año saliste entonces de Venezuela?

Sí. La situación política estaba devorándose el país. Una mañana yo vi desde mi casa, un pent-house pequeño que daba a Sabana Grande, a un grupo de jóvenes con unas boinas rojas, dando mítines para apuntar gente para un nuevo partido, que resultó ser el partido de Hugo Chávez. Ahí mismo lo deshice todo y vine para Miami. Fíjate que la votación en la que ganó Chávez yo me agarró acá. Voté desde aquí, pero nada, la mordida del comunismo no suelta.

En Miami, ¿has podido hacer teatro?

Teatro leído nada más. Aquí sí es verdaderamente duro vivir de la profesión, por no decir que imposible. Piensa además que, al venir para acá, ya era mayor. Tampoco pude congeniar con la televisión. En Mega TV trabajé en una súper telenovela que fue un súper desastre. Me pagaron bien, pero ¡qué manera de maltratar! Cuando la terminé, no quise saber más de telenovelas. Así que me acogí al dishability ya bien merecido y aquí estoy. Fin. Koniec. Fine. The End.

¿Vas con alguna frecuencia a ver teatro?

No. Soy muy criticona. Cuando voy al teatro, algo que trato de hacer lo menos posible y casi siempre por un compromiso, soy demasiado puntillosa, le pido peras al olmo. Y por eso ya casi no voy. No, no siento deseos de ir al teatro, no siento, como dicen en España, el mono.