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Literatura, Literatura cubana, Teatro

Un poeta en búsqueda constante de su propia fe

Así se define en esta entrevista Norge Espinosa Mendoza, poeta, dramaturgo, crítico, promotor cultural y activista por el respeto de la diversidad sexual. Un hombre de producción diversa, coherente y envidiablemente bien escrita

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Poeta, dramaturgo, crítico, en todos esos campos Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, 1971) ha sabido imprimir la nota distintiva de su talento. Su trayectoria se inició a fines de los años 80, cuando empezó a concitar la atención con sus primeros textos poéticos —las plaquettes Cartas a Theo (1990) y Perdida del amante (1994) y el cuaderno Las breves tribulaciones (1993)—, algo que se vio confirmado en Las estrategias del páramo (2000), donde su autor reveló una voz personal ya perfilada. Probablemente la experiencia adquirida tras graduarse en la Escuela Nacional de Teatro, le sirvió de estímulo para después comenzar a escribir para la escena, una actividad en la que ha acumulado una abundante cifra de títulos, entre los cuales están Los músicos volantes, Sarah’s, Sácame del apuro, En un retablo viejo, Federico de noche, Ícaros, Romanza del lirio, La Virgencita de Bronce y Cintas de seda. Obras que, en su mayoría, han sido estrenadas por colectivos de la Isla como Teatro de los Elementos, Teatro El Público, Teatro de las Estaciones, Teatro Pálpito. Por otro lado, en 1993 pasó a ejercer la crítica teatral. Parte de ese quehacer está recopilado en el volumen Escenarios que arden. Miradas cómplices al teatro cubano contemporáneo (2012), al que hay que sumar, en el campo investigativo, Carlos Díaz: Teatro El Público: la trilogía interminable (2001) y Mito, verdad y retablo. El guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril (2012, en coautoría con Rubén Darío Salazar). Aparte de toda esa ingente actividad, ha desarrollado un valioso trabajo como promotor cultural. A él se deben, entre otras iniciativas, las tres ediciones de la Jornada de Arte Homoerótico, llevadas a cabo contra viento y marea. Una labor de activismo militante por el respeto a la diversidad sexual que hasta hoy ha proseguido desde distintos medios y de la cual da testimonio en Cuerpos de un deseo diferente. Notas sobre homoerotismo, espacio social y cultura en Cuba (2013). En este sentido, hay que decir que Espinosa Mendoza es un hijo pródigo de su época. Nació veintidós días después de que fuera clausurado el Congreso Nacional de Educación y Cultura, y su trayectoria vital y su trabajo han sido y son todo lo contrario de lo que allí se discutió y aprobó en cuanto a política cultural y sexual. En la entrevista que sigue, sobre estos y otros temas habla Espinosa Mendoza, a quien Yasmín S. Portales Machado ha definido certeramente: “un hombre de producción diversa, coherente y envidiablemente bien escrita”.

¿Recibiste algún estímulo en tu entorno familiar que te llevase a interesarte desde adolescente por el arte?

Salvo el impulso de mi madre, que fue maestra y economista, pero quiso en realidad ser pianista de concierto, no mucho más. Y lo digo con cierto orgullo, porque a ella se debe mi gusto por la lectura, la música, el teatro y ciertos autores y hasta directores de cine. A ella también le debo parte de mi sentido del humor, que ha puesto a rodar anécdotas sobre mi persona que en algunos casos me benefician y en otros me hacen parecer demasiado peligroso. Cada vez me parezco más a ella, me dicen, y ojalá que así sea, porque de ella recibí ese impulso, ese ánimo, esa voluntad de decir lo que pienso alto y claro, sin la cual no sería la persona que ahora te responde.

¿Cómo acogieron tus padres tu decisión de ir a estudiar a la Escuela Nacional de Teatro?

Mi madre y mi padrastro (el segundo en esa época ya), lo consideraron al parecer algo inevitable. Yo hubiera querido estudiar Lengua y Literatura Inglesa, que en ese momento, 1989, no existía como carrera en la Universidad de las Villas. Las pruebas de ingreso que se comenzaron a imponer desde ese mismo año me descartaron como estudiante de Periodismo, aunque hice mi examen de aptitud y Wilfredo Cancio Isla se empeñó en que yo fuera aprobado en dicha Facultad, con lo cual me hubiera ido de cualquier modo a La Habana. El ISA, para colmo, no hizo pruebas de captación en ese año, así que era o Teatro o Filología. Y se impuso el teatro, lo que requirió de un cambio de dirección, a fin de que yo pudiera hacer mi examen como espirituano, ya que en mi ciudad natal tampoco se realizaron estas pruebas. De pronto todo estaba delante de mí, en ese 1989 que fue crucial en tantas cosas que ahora, para no decirlo de modo más rimbombante, me limito a pensar como mi destino.

Al graduarte allí en 1992, pasaste al Teatro de los Elementos. ¿Qué trabajo hiciste en ese grupo?

El grupo nace como un núcleo de estudiantes que José Oriol, una de las personas más felizmente delirantes de cuantas conozco, ya animó como profesor de último año de la Escuela Nacional de Instructores. Él soñaba con un equipo itinerante, que recogiera parte del espíritu de la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe que fundó Osvaldo Dragún, y de la que el propio Oriol fue productor. Así que nos propuso irnos a Jacksonville, pueblo de pescadores en uno de los extremos de la Isla de la Juventud, a crear nuestros exámenes de graduación a partir de las historias que allí encontraríamos.

El pueblecito, al que no he vuelto, era más o menos macondiano, y por varios meses nos acogieron allí sus pobladores, que terminaron, en efecto, siendo protagonistas de nuestras graduaciones. Ahí nace Teatro de los Elementos, que alcanzó su segunda fase en tierras santiagueras, cuando ya decidí unirme a otras experiencias, aunque hasta el día de hoy mantengo con Oriol un diálogo tan delirante como sigue siendo él, en su comunidad teatral de El Jovero, en Cienfuegos.

¿Qué significó para ti, un joven de dieciocho años, recibir el Premio de Poesía El Caimán Barbudo?

Me lo dijo unas horas antes de recibir la noticia oficial Bladimir Zamora, a quien extraño tanto cuando hablamos de poesía y música cubana. Yo había enviado el libro a instancias suyas, cuando al pasar por Santa Clara me reclamó que mandara esos poemas de una vez al concurso que estaba por cerrar. Si mal no recuerdo, me lo demandó en el patio del Museo de Artes Decorativas de la ciudad, mientras ocurría un concierto de poesía y trova a cargo de Arístides Vega y Raúl Torres.

Fue abrumador, en tanto el jurado (Rafael Alcides, Raúl Rivero y Sigfredo Ariel) optó por mi libro y “recomendó” la publicación de otros 23 poemarios, entre los cuales había no pocos nombres de respeto, que deben haberse preguntando quién carajo era ese adolescente que les arrebataba el premio que, junto al David, significaba en ese entonces una entrada inmediata a la sociedad letrada de la Isla.

Por suerte, varios poemas han sobrevivido a esa anécdota, y en algunos de ellos me sigo reconociendo. Fue un acontecimiento que me acercó a personas como el propio Rafael, tan entrañable, o a Delfín Prats, a quien conocí declamando los célebres trabalenguas que Reinaldo Arenas dispersó a través de El color del verano. También fue algo que me ganó enemigos instantáneos. Pero también de eso se puede extraer un buen poema. Una cosa sí me debo: nunca conocí personalmente a Raúl Rivero. Me encantaría alguna vez oír su versión de esta historia.

Y a propósito, como poeta has sido galardonado, antologado y valorado positivamente por la crítica. Pero han trascurrido casi veinte años desde que vio la luz tu último poemario, Las estrategias del páramo. ¿A qué se debe ese silencio?

Es un silencio que se debe a varias razones: respeto a la poesía, la más evidente entre ellas. Tras un período muy intenso en mi adolescencia, del cual salieron muchos poemas, vinieron mis estudios de teatro, mi relación más intensa con la gente de esta manifestación, y una serie de desequilibrios que me hicieron vivir de modo muy distinto a como lo hice en aquella Santa Clara donde firmé mis primeros versos.

No quiero ser un poeta por acumulación, porque creo que la poesía es fundamentalmente intensidad, y firmar treinta o cuarenta libros no va a ayudar a nadie. En el mundo hay demasiadas personas y demasiados libros, dijo algo así Marguerite Yourcenar, que sabía de lo que hablaba. La poesía, si quieres, es cosa que he desviado hacia mi teatro, y en mis obras para Carlos Díaz o Teatro de las Estaciones se hace muy presente.

Escribo poca poesía, y viendo cómo está el panorama de la lírica en Cuba, tan distinto al de la época en que yo empecé a escribir, francamente, me siento poco estimulado. Sospecho, sin embargo, que no faltará mucho para que recoja los poemas que han ido apareciendo aquí y allá, como testimonios de esos desequilibrios. Y que la relectura de algunos de mis poetas preferidos acabará llevándome otra vez a escribir más versos. Mientras tanto, sigo diciendo a quienes me preguntan eso que soy un “poeta dramático”. A ver si se lo creen.

Has desarrollado una intensa y valiosa faena como animador y promotor cultural. Organizaste en 1995 en Holguín el evento Las Palabras Compartidas; entre 1996 y 2000 coordinaste, junto con Marilyn Garbey, las tres ediciones de Yorick; y después dirigiste la librería El Ateneo, que se convirtió en un centro de confrontación de temas literarios, sociales, escénicos. ¿Qué te aportaron esas experiencias?

Cuando me escapé del servicio social al que me condenaron, en Encrucijada, tras mi vuelta a Santa Clara con un flamante título de oro que para nada me sirvió, acabé en la sede nacional de la Asociación Hermanos Saíz, en aquella Casona frente al embarcadero de Regla. La AHS acababa de tener, en ese 1993, una crisis tremenda, tras la renuncia en pleno de su ejecutivo nacional, como respuesta a las acusaciones que impugnaron a sus dirigentes desde la Unión de Jóvenes Comunistas. La nueva directiva, encabezada por Fernando Rojas, tenía que tratar de salvar lo que se pudiera.

Y es desde ahí que empezamos a convocar en esa casa a los artistas que aún confiaban en esa institución, que en aquel entonces era mucho más turbulenta y polémica de lo que hoy parece ser. El centenario de Julián del Casal, reinventado por Francisco Morán, las noches del Bar-Tolo, las locuras de Omar Mederos en pos de dar voz a nuevos músicos…, eso me devolvió cierta fe, y en medio del Período Especial, pensé que no era imposible unir a esas personas en el momento de mayor desequilibrio. Creo aún que conectar a personas, talentos, ideas, es imprescindible para que la noción de cultura que vivimos no sea solo una idea muerta, sino un espacio de confrontación y respeto desde los argumentos que nos han armado de cierta responsabilidad.

Repetí eso en el Ateneo, y por ahí desfilaron, entre 1997 y el 2001, cuando me voy a la Universidad de Iowa, poetas, narradores, ensayistas, gente de teatro, música y artes plásticas. Pero del Ateneo mejor no hablo, porque hoy, cuando paso frente a ella, me embarga la pena ajena de quien ve cómo una idea que funcionó está hoy abandonada, tras el horrible cartón que cubre la rotura de sus vidrieras. Que eso nos pasa mucho en Cuba, ya lo decía un célebre humorista: más allá del primer entusiasmo, nos falta fijador.

A esas actividades que antes mencioné hay que sumar las tres Jornadas de Arte Homoerótico, que organizaste entre 1998 y 2000. Dado que entonces no había tanta tolerancia a nivel social sobre este tema, ¿encontraste dificultades y resistencias para sacar adelante aquellos encuentros?

Se lo tengo que agradecer a Fernando Rojas, que me dio el respaldo para organizar esas tres ediciones. La prensa se negó a divulgar nota alguna sobre ese acontecimiento, que sobre todo en la segunda y tercera edición ya se hizo más sólida, como se puede ver repasando sus programas. En medio del silencio que por mandato consideraba aún tabú cualquier actividad de ese carácter, me propuse enlazar a escritores, pintores, fotógrafos, críticos, investigadores, que estaban haciendo una obra en pos de visibilizar la presencia del homoerotismo en la cultura y la vida cubana, y que no siempre tenían diálogos entre sí.

Tuve un pequeño equipo de colaboradores que me alentaron a mantener esas Jornadas con vida mientras se pudo. Hubo una propuesta de cuarta edición, pero sobrevino el cambio de presidencia en la AHS y jamás me respondieron al respecto. Las mañanas y tardes de La Madriguera en aquellas jornadas se llenaron, gracias al “boca a boca”, de personas que confiaron en mí, y que aún recuerdan esos días, en un país donde otros se abogan el derecho de hacer creer a unos cuantos ingenuos, que todo empezó ayer mismo, y que son otros los líderes que descubren el agua tibia.

Reynaldo González me dijo una vez: hay que tener cojones para hacer eso. Y esa frase me hizo tomar conciencia del atrevimiento, porque hasta ese momento las Jornadas, que tuvieron su inspiración en la Semana Lésbico Gay del Museo del Chopo a la que me llevó Odette Alonso en Ciudad de México, en 1995, eran para mí esencialmente una necesidad de socializar, de compartir y de dilatar lo que, en algún instante de mi vida, escribir “Vestido de novia” me concedió como responsabilidad hacia los demás. Y en esa batalla, desde que escribí el dichoso poema, llevo ya 30 años.

En el plano creador, te has volcado fundamentalmente en la dramaturgia. Buena parte de tus obras que has estrenado han sido proyectos escritos para grupos como El Público y el Teatro de las Estaciones. ¿En qué medida ese vínculo directo con la escena te ha beneficiado como autor?

Con Carlos Díaz, director de Teatro El Público, llevo ya un “matrimonio teatral” que se alarga por casi 20 años. Y ahora mismo, en los ensayos de la inminente reposición de Las amargas lágrimas de Petra von Kant, verlo dirigir, provocar, empujar a los actores a un desafío como lo es tamaña pieza de Fassbinder, me devuelve la fe no solo en su manera de hacer teatro, sino en el Teatro. Lo mismo digo de Rubén Darío Salazar y Zenén Calero, líderes de Teatro de las Estaciones, que celebra ahora mismo sus 25 años, y con los que he hecho, aunque yo mismo no quiero creerlo, ya ocho obras, desde revisiones de libretos de los Hermanos Camejo, adaptaciones de clásicos o experimentos más atrevidos como contar la vida de Bola de Nieve a través de sus propias canciones.

Yo puedo escribir en mi gabinete (si lo tuviera), obras que nadie me pide. Pero el diálogo concreto con directores de poéticas tan particulares, me ha ayudado y me ha obligado a entender mejor los límites y las libertades de la naturaleza teatral. Carlos Díaz todo lo que toca lo vuelve teatro, y el equipo de las Estaciones da vida titiritera a todo que lleva al escenario, sin escatimar en retos ni nuevas interrogantes.

Creo que uno es dramaturgo de veras cuando suda esas fiebres, cuando comprende en un ensayo lo que es necesario decir y lo que no, cuando, junto a una actriz o un actor culto e inteligente (ay, ojalá abundaran más) comprendes que una transición veraz, un silencio, pueden ahorrarte líneas y parlamentos. Ellos me han hecho regresar a presencias como Shakespeare, Racine, Piñera, Andersen, Lorca, Debussy, Chéjov, para encontrar siempre nuevos estímulos. El dramaturgo que soy vive feliz de esas contaminaciones. Y el anhelo de estar cerca de ellos sigue en pie.

Has tenido además oportunidad de ver obras tuyas, como Carmen la cubana y Cintas de seda, montadas en otros países. ¿Cómo ha sido para ti esa experiencia?

Siendo un devoto del teatro musical, en un país lleno de melodía y baile, pero que ha perdido de manera muy indolente la gran tradición que llegó a tener en este sentido sobre las tablas, yo quería hacer y aprender de esta expresión con profesionales de valía. Por lo cual, Carmen la Cubana vino a ser un sueño cumplido.

La propuesta de su director, Christopher Renshaw, vino a unir signos dispersos alrededor de esta idea, que iban desde la noche de mi niñez en que junto a mi madre vi Carmen Jones en nuestro viejo televisor norteamericano en blanco y negro, para comprender que Harry Belafonte era uno de sus amores de juventud; hasta el hecho mismo de estar preparándome en ese instante para una versión titiritera a partir de Carmen que aún le debo a Teatro de las Estaciones. Oír a Bizet con mis letras y de la mano prodigiosa de Alex Lacamoire, ganador de tres Tonys y varios Grammys por Hamilton, Dear Evan Hansen y otros musicales en los que ha trabajado, fue el doctorado que necesitaba al respecto. Ver crecer a Luna Manzanares como la protagonista, llegar desde esta pieza a la amistad de esa mujer y artista tremenda que es Albita Rodríguez, son solo algunos de los regalos que Carmen la Cubana me trajo de vuelta. Ojalá siga girando por otras ciudades del mundo, tras recibir elogios en París, Londres, Colonia, Shanghai. Y siga sirviendo de escuela a los talentos cubanos que hoy forman parte de su amplio elenco.

No menos agradecido estoy a Alberto Ísola, que me sorprendió cuando pidió que le permitiera montar en Lima Cintas de seda, obra que imagina un diálogo imposible entre Frida Kahlo y Sor Juana Inés de la Cruz. Trabajar con él, todo un mito en el teatro latinoamericano, y ver el montaje allí, fue un regalo completamente inesperado. Me hizo trabajar, como espero de todos los directores, y según su deseo reduje el gran número de personajes de la obra a los tres esenciales. Como Carlos Díaz, todo en él es teatro, y créeme que entre mis deseos está el repetir la experiencia, que me hizo llegar, además, a la casa del grupo Yuyachkani para saludar a Miguel Rubio, otro de mis padres teatrales.

“Debemos recordar más y mejor”, escribiste en un artículo. Eso te ha llevado a impulsar proyectos para rescatar a figuras como Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo. ¿Crees que en Cuba se ha avanzado algo en ese aspecto?

Sí y no. Que hoy podamos nombrar a Piñera, ver sus obras publicadas y en escena, no quiere decir que lo entendamos del todo en la complejidad que él encarnó. Un libro como tu Virgilio Piñera en persona es una guía puntual hacia esa búsqueda, que no debería ser intermitente ni movilizada únicamente a través de ciertas fechas y formalidades. El Virgilio del cual soy devoto es el que me legó Abilio Estévez, a quien tantas cosas le agradezco, porque desde nuestra primera conversación me alertó contra las lecturas ingenuas.

Recuerdo cuando, en el 2012, llegué finalmente a la tumba de Piñera en Cárdenas, la pobre, tan poco cuidada, —y eso que le habían pasado la mano para que no saliera tan deslucida en las fotos del centenario. Allí, me dio por tocar una de las argollas de la lápida. Levanté la mano y la tenía negra, manchada por la pintura aún fresca que le habían dado probablemente esa misma mañana. Contra esas inercias, hay que hacer más. Y superar sentimentalismos, mal gusto y malas memorias y lloriqueos, para que los traumas acaben de exorcizarse.

Pienso tanto ahora en Desiderio Navarro, que nos atormentó organizando su ciclo sobre el quinquenio gris, y me impulsó a escribir la conferencia acerca de lo que sufrió el teatro en ese período siniestro, conferencia que ninguno de sus posibles testimoniantes quiso escribir para no enfrentar, quizás, a fantasmas aún vivientes y coleantes. El libro sobre Pepe Carril y los Hermanos Camejo nació como reto que me lanzó Rubén Darío Salazar, y ha servido para poner en claro algunos nombres y circunstancias.

Pero eso no basta. Hoy mal leemos a Lezama, seguimos sin adentrarnos como se debiera en la rabia de Reinaldo Arenas, hablamos aún a sotto voce de Cabrera Infante, le debemos a Lydia Cabrera una infinidad de cosas, en una Cuba que ha debido reconocer que sin ellos no se podría entender como tal, pero sigue sujeta a determinadas tibiezas, por no decir, francamente: cobardías. Cuando podamos civilizadamente contraponer esos nombres a otros, no solo por supuesto de la Literatura, y reformular sin falsas escisiones lo que Cuba ha iluminado y generado acerca de sí como Nación y como Problema, empezaremos a recordar de veras. A “leer leyendo”, como dijo Virgilio, en esa obra suya, Los siervos, que Rodríguez Feo me obligó a leer en una tarde. Dedicarle, contra viento y marea, un humilde evento, es mi manera de seguir diciéndole: gracias.

¿Cómo ves el panorama actual de la crítica teatral y literaria de la Isla?

Muy jodido, y créeme que me gustaría ser menos implacable. A la desidia de la crítica se debe parte (que no toda, vamos a aclarar) de esa memoria acobardada que padecemos en Cuba. Una crítica que repite loas a amigos y que escamotea lo que se dice luego en los pasillos por quienes la firman. Una crítica que molesta, de antemano, a funcionarios que manejan espacios donde se debiera publicar algo más que cantos de éxtasis y panaceas intragables. Presidí por varios años la Sección de Crítica e Investigación Teatral de la UNEAC, desde la cual se otorga el Premio Villanueva a los mejores espectáculos del año. En esas reuniones llegó a ser casi imposible dirimir entre los valores estéticos de lo que se premiaba o no, y los gustos particulares de cada uno de los votantes.

Ahora hay una nueva crisis de papel, que se suma a la desconfianza y falta de convocatoria para la crítica desde la prensa, donde abundan comentaristas e impresiones, pero hay escasa presencia de voces autorizadas con alguna columna específica que sirva de brújula a lectores y espectadores. Me quejo de mis colegas de la crítica teatral y tengo que decir, al mismo tiempo, que a pesar de todo, ese núcleo es más visible y está más organizado que otros sectores de la crítica. Eso debería servir de alivio. Pero dejarse llevar por tal espejismo no ayuda en la realidad. Sobre todo en la realidad cubana, tan necesitada de crítica (que no solo artística y literaria) como de la ética transparente que debiera animar a quienes la ejerzan.

Mantienes una incesante labor como activista tanto de la libertad para la creación como en lo que se refiere a los derechos de los homosexuales. ¿No has confrontado problemas por ello?

Hasta el día de hoy no he pasado de discusiones, disgustos, que me sirven por encima de todo para seguir molestando. “Para chivar”, como decía en aquella anécdota la Loynaz, que era de armas tomar bajo esa cara de viejita inocentona que muchos de sus seudolectores se han creído. Sospecho que son compromisos que adquirí por voluntad propia, más allá de los mandatos y las frases de cajón con los que algunos se autotitulan representantes de causas en las que muchas otras personas invirtieron tiempo, sacrificios y fe.

Nada de eso me hace sentir a salvo, y creo que el pasado 11 de mayo se tocó un punto crítico respecto a lo ganado y todo lo que falta por ganar a nombre de la supuesta comunidad cubana LGTBIQ, que me hace mantener encendidas todas las señales de alerta, viendo sobre todo lo que han sido sus secuelas y de qué modo se disolvieron las expectativas de reorganización que ese día desató entre no pocos. El activismo cubano vive como puede, se le condena como disidencia en cuanto rebasa las muy marcadas líneas de control que por años se han creído invulnerables.

Alentar conciencias cívicas sobre esta causa y muchas otras es tan difícil como imprescindible, y créeme que me duele cuando alguno de los representantes de estas fuerzas decide abandonar el país porque ya no pueden más o empiezan a temer por sus vidas o sus familias. Mientras no se canalicen opciones de diálogo en este sentido, respaldadas por una legalidad que dé voz precisa a esas demandas y crecimientos que no dependan únicamente de un “visto bueno” oficial, los avances serán, en muchos casos, cuestión de simple cosmética.

Como digo de vez en vez, habría que resetear a Cuba, para tratar de ponerla al día en lo que el mundo hoy entiende, discute y batalla acerca de todo esto. Y tampoco me dejo llevar por espejismos. Sé que se trata de un proceso arduo, en el que no bastan las buenas intenciones de uno ni otro lado. Pero en un país que vive una realidad tan bipolar (la que se nos dice que es, y la que realmente es, incluso económicamente), todo puede convertirse en un riesgo demasiado alto. No dejarse adormilar, y seguir obrando, es por ahora la mejor respuesta.

Una pregunta más para terminar. Poeta, crítico, ensayista, animador cultural, dramaturgo. De estas actividades, ¿cuál disfrutas más?

Yo soy un poeta, mírese como se mire. Ir más al fondo de la realidad, tratar de rehuir lo obvio y la chatura, preguntar el porqué de ciertas cosas y procurar el dolor que se esconde bajo ciertas verdades, es mi respuesta a cada día. Es una actitud que va conmigo, y que me acompaña cuando escribo teatro, ensayo, crítica, o vuelvo a enredarme en la organización de un evento, por mucho que haya jurado no volver a hacer tal cosa. Me he negado de manera terca a ser profesor, aunque tenga con jóvenes estudiantes de teatro una relación a veces muy intensa y les exija aprender lo que pude aprender yo de los regalos y de los regaños de mis maestros. Y siempre vuelvo a la poesía, estoy seguro que volveré siempre a ella. Perdóname la pedantería: de cuando en cuando vuelvo a las grabaciones que Dylan Thomas, Octavio Paz, Lezama, Piñera o T. S. Eliot nos legaron leyendo sus poemas. Oírlos, contra la bulla de fondo, la algarabía cubana que confunde ruido y falsa alegría con la mejor música, me ha salvado en momentos de mucha angustia y falta de fe. Porque, al fin y al cabo, es lo que soy. Un poeta en búsqueda constante de su propia fe.