Actualizado: 18/04/2024 23:36
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EEUU, Elecciones, Clinton

Votos y claves en la elección presidencial de EEUU

Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos

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Una clave fundamental para el Partido Demócrata es superar el viejo esquema de distribución de la riqueza por otro más acorde a la época actual, donde las necesarias medias reguladoras se combinen con otras destinadas a impulsar el desarrollo económico.

Mientras que una distribución de la riqueza depende en buena medida de la adopción de una legislatura que favorezca la justicia social —algo positivo en esencia pero que de inmediato enfrenta una confrontación ideológica en Estados Unidos—, un esquema fundamentado en la creación de oportunidades, capacitación laboral, incremento del número de profesionales y facilidades empresariales entraría a jugar en el mismo terreno que los republicanos han logrado en buena medida acaparar como propio, y de donde sacan el mayor provecho político de un problema que en realidad ellos crearon.

La culpa de la creciente desigualdad en este país no es del actual mandatario Barack Obama. Todo empezó décadas atrás, con el Gobierno de Ronald Reagan, que se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por décadas impidieron una acumulación desproporcionada de riqueza, así como los límites a las grandes corporaciones, y estableció que la avaricia no era un mal sino una virtud.

No es que los supuestos ideológicos para colocar a la avaricia como el principal motor del desarrollo económico no existieran desde mucho antes, sino que los diques sociales y políticos que la contenían fueron derribados. De esta manera, el culto a la riqueza del protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no solo para ser ejercida hacia el exterior sino desde dentro.

Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano.

La mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas económicos nacionales, aunque tal medida solo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del producto nacional bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas, y cualquier propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada.

El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separaba a ricos y pobres. De pronto el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas.

Cuando aspiraba a la presidencia por vez primera, Obama dejó claro que la culpa no solo había que buscarla en Reagan y la familia Bush, sino también en Clinton. Ahora que la exsecretaria de Estado Hillary Clinton compite con el magnate Donald Trump por la presidencia, el agradamiento de la brecha entre los más y los menos favorecidos, y lo que han hecho o no los demócratas, y en especial Barack Obama para solucionar el problema, ha vuelto a colocarse en el centro del debate político.

No es la primera vez que esto ocurre en la nación norteamericana y no hay que pensar que será la última.

Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del siglo XIX, en la década iniciada en 1920 y volvió a comienzos de esta centuria: el engrandecimiento de las corporaciones, la especulación y las ganancias financieras exorbitantes que revientan como una burbuja y la crisis económica resultante, todo lo cual conduce al establecimiento de nuevas regulaciones.

Durante el primero de los tres debates presidenciales, Clinton perfiló una agenda económica que recoge tanto algunos de los planteamientos que durante las primarias demócratas formuló el senador Bernie Sanders —y que le ganaron una gran popularidad— como también varios de los reproches que viene haciendo desde hace algún tiempo la senadora demócrata por Massachusetts Elizabeth Warren, quien se ha destacado por una actitud crítica frente a Wall Street.

Esa actitud, que al principio de la campaña se dudó que pudiera adoptar la exsenadora, se ha convertido en parte de la agenda de la candidata demócrata.

Siempre cabe considerar que se trata simplemente de un “truco” para ganar las elecciones, pero en la práctica no va a resultar tan fácil no cumplir dichas promesas, y esta afirmación no descansa en una confianza ingenua en la exsecretaria, sino en el hecho de que el movimiento creado por Sanders conserva una vigencia latente que no será fácil desestimar.

Si bien por una parte el gobierno de Obama adoptó regulaciones al capital financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica los presupuestos nacionales aprobados en los últimos años no dejaron de favorecer al capital financiero.

Por supuesto que el “conservadurismo” de Obama no ha resultado contrario a los ideales de quienes desean mayor justicia social sin recurrir para ello a la conocida inutilidad de los intentos revolucionarios. Pero ello no basta, si los demócratas logran imponerse en las urnas.

En la actualidad, más del 40 % del ingreso total de la población estadounidense está en manos del 10 % de quienes reciben mayores ingresos en el país. Las cifras son similares a las existentes en los años 20 del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los 60. En estos momentos, el 1 % de las familias más acaudaladas poseen más del 40 % de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años anteriores a 1929.

Como señaló hace años el exasesor republicano Kevin Phillips, en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha vuelto a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales del siglo XIX. Ese es el país cuya población, más polarizada que en ocasiones anteriores, este año acude a las urnas para elegir un nuevo presidente.


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