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Ese ojo no es suyo

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Atlántico noroccidental

 

Septiembre de 1981. Buque Playa Varadero. Cuadrante 3 O. Zona Flemish Cap (Terranova). 18:00 Hora local.

 

El jefe de refrigeración, Oscar Galano, de veintiocho años, manipula una válvula de amoníaco cuando se produce una sobrecarga en la línea y ésta revienta lanzándole un chorro a la cara.

 

Mientras llega a la enfermería, ha hecho un paro por asfixia. En una carrera contra el tiempo, el masaje cardíaco y la ventilación mediante el resucitador, logran sacarlo del paro antes de tres minutos.

 

Ambos ojos presentan una extensa quemadura química de hasta un 75% en la córnea y conjuntiva, y el aspecto de una malla corroída por el amoníaco. Se neutraliza su acción mediante ácido acético y se hace un amplio lavado con suero fisiológico y soluciones desinfectantes. Se aplican antibióticos de uso local (cloranfenicol y suero antibiótico por vía endovenosa) y hemoterapia irrigatoria cada una hora. Esto es, inyectar su propia sangre en la conjuntiva del ojo para evitar la muerte de los tejidos por falta de irrigación, al ser destruida parte de la red arterial.

 

Cuarenta minutos después del accidente, cuando Hermis termina su trabajo, ya el buque navega a toda máquina hacia Saint Jones, Newfoundland, Canadá, donde hacen arribada forzosa tres días después.

 

El cónsul de España recibe el caso en puerto y lo entrega al jefe de oftalmología del Hospital Central, donde permanece once días antes de ser remitido a La Habana.

 

Pacífico sudoriental

 

Tres de septiembre de 1983. Buque Río Los Palacios. Grado 36 S. 23:30 Hora local.

 

Se presentan dificultades con el transmisor de red. El capitán Francisco Cangas ordena al radiotelegrafista que compruebe las pilas alcalinas de 1,2 volts en telegrafía. Pantoja toma una, la mide.

 

—¡Qué raro! Miren esto. Primera vez que veo una pila con defecto de fábrica.

 

Varios compañeros se acercan.

 

Van pasándola de mano en mano. El último es el sobrecargo, Miguel Hernández Brito. Mientras la sostiene a unos treinta centímetros de sus ojos, estalla como una granada. Corren hacia él.

 

—¡No me toquen los ojos! Llamen a Hermis.

 

—A ver, Miguelito, quédate quieto.

 

Ambos ojos, pero sobre todo el izquierdo, están llenos de partículas de carbón y metal incrustadas que afectan los párpados exterior e interior, la córnea, la conjuntiva y la esclerótica, dañadas también por la solución alcalina.

 

Hermis neutraliza con ámpulas de bicarbonato e irriga muy lentamente con suero fisiológico. Después, con instrumental quirúrgico elemental, extrae una por una las esquirlas durante dos horas y veinte minutos. El mar fuerza cuatro impide el acceso del médico, que se encuentra en otro barco. Por eso, después de resecar, se decide navegar rumbo a puerto lo más rápido posible.

 

Días después pasan el caso, en una ballenera, al Super BTM soviético Nikolai Boronian, más rápido, que se dirige a El Callao. Mantienen el tratamiento durante los nueve días que faltan para llegar a puerto.

 

Hermis

 

Durante una maniobra entre el trasbordador Océano Ártico y el pesquero Río Arimao, en el sudeste del Atlántico, a causa de un bandazo de los barcos se parte uno de los cabos, tensado como cuerda de guitarra, y golpea, velocísimo látigo, al marinero Alberto Marquetti.

 

Manuel Galindo, médico del Océano Ártico, y yo, pasamos al Arimao.

 

Ya en ese momento, Hermis Basso Valdés, enfermero naval desde 1980, había resecado la profunda herida desde los labios hasta la base del mentón, y se disponía a coser. Apenas un vistazo, dos o tres preguntas, y Galindo le dejó el caso. Quedaba en buenas manos.

 

Hermis en un hombre alto, delgado y conversador, que en sus 32 años ha navegado durante cuatro campañas en el Atlántico Noroccidental, dos campañas en el Pacífico Sudoriental y ahora en el Atlántico Sudoriental, en siete u ocho buques diferentes.

 

Pero, por encima de todo, Hermis es un hombre que ama su trabajo. Le gusta hablar de lo que hace, leer (sobre todo libros de medicina), practica acupuntura desde hace ocho años, juega dominó y discute fuerte de casi todo, mezclando con una naturalidad libre de remordimientos los términos clínicos más sofisticados con el argot de los barrios menos ortodoxos de Marianao.

 

Antes de que anochezca, ya Marquetti duerme con 27 puntos exteriores y 10 interiores en su mentón. Un fino trabajo de alta costura.

 

Dos finales

 

Cuando el capitán Néstor Gómez, director de la base de Saint Jones, recoge a Oscar Galano en el hospital de esa ciudad para su remisión a Cuba, se produce el siguiente diálogo:

 

—Muchas gracias, doctor, por salvarle la vista al muchacho.

 

—A mí no. Feliciten al oftalmólogo que lo trató en el barco.

 

Puerto de El Callao, Perú. Día 12 de septiembre de 1983. Hermis llega con Miguel Rodríguez a una clínica particular, donde un especialista norteamericano lo chequea rigurosamente.

 

—No hay nada más que hacer. Esperar la recuperación. ¿Usted lo atendió?

 

—Sí.

 

—Felicidades, doctor.

 

—No soy doctor. Soy enfermero naval.

 

—Entonces lo felicito dos veces.

 

Días más tarde, en el Hospital Hermanos Ameijeiras, donde Miguel Rodriguez fue remitido desde Lima, el profesor decide que el ingreso no es necesario y, antes de enviarlo a su casa, le comenta:

 

—Ese ojo no es suyo, mi amigo. Es del enfermero que lo atendió.

 

“Ese ojo no es suyo”; en: Somos Jóvenes, n.º 87, La Habana, enero, 1987.



En el nombre del pueblo: Irma Elena

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La niñez se desliza por sus ojos con un regusto de prehistoria efímera. Una prehistoria de doce años, porque fue entonces cuando Irma Elena desembocó en la historia.

 

Preludio

 

Cuando estaba estudiando, yo me iba a meter a las manifestaciones, aunque no tenía ningún conocimiento de lo que era la historia. Salíamos a hacer pintas, a pegar afiches. No estaba del todo integrada. Era una colaboradora nomás. Más bien empecé porque me gustaba andar en esos revoltijos, ver a los guardias corriendo y que nos echaran balazos. Ganas de andar fregando, de andar carrereando por ahí. Con las charlas políticas y eso me fui dando cuenta de que no era salir a manchar. Entonces comienzo a madurar, sobre todo después que un compañero, que cayó ya, me recluta y me explica el por qué de la lucha.

 

Sí, en esa época tomamos una iglesia. De allí salió la manifestación. Fue masacrada. Tomamos algunas emisoras, el Ministerio de Educación. Ya entonces me dedicaba de lleno al trabajo con las masas. Mi primera manifestación fue en el parque Libertad, en el centro de San Salvador, en repudio a una masacre de campesinos que pedían tierra para trabajar.

 

¿Mis padres? Bueno, ellos pensaban al principio que me dedicaba a la prostitución: llegaba tarde a dormir o no llegaba. Pasaba semanas sin venir. O llegaba manchada de pintura. Y entonces supieron en lo que andaba. Me dijeron: “Andate, que no queremos tener problemas con los enemigos”. Y me echaron de la casa. Eso fue después que me vieron en actividades políticas.

 

Después que me incorporo de lleno al Frente, recibo educación militar. Primero fue el trabajo de masas, después, durante la ofensiva general de 1981, participé en ataques y toma de poblaciones. Los tres años antes de mi captura, el Partido me encomendó el trabajo clandestino sin salir de San Salvador.

 

Fue en la misma ciudad, en plena calle. Sí, me capturó la Guardia Nacional. Yo estaba “quemada”. Habían decidido sacarme por eso. Pero hubo unos atrasos y entonces me cayeron. El Partido no considera que me hayan puesto el dedo.

 

El último círculo

 

Yo estaba realizando una tarea. Varios hombres vestidos de civil comenzaron a caminar detrás de mí. También una camionetilla Cherokee de vidrios polarizados. Allá las usa mucho el Escuadrón de la Muerte. Cuando vi que era conmigo la cosa, comencé a caminar rápido, y ellos aceleraron su paso. Seguidamente me agarraron, porque cuando intenté correr, ya la Cherokee se me había atravesado delante. Por detrás venían los dos hombres. Al mismo tiempo me estaban apuntando. En ese momento yo lo que pensé fue correr con idea de que me tiraran. Porque siempre pensamos: antes que nos capturen, es preferible que nos maten. Pero ellos me agarraron cuando intenté correr. No me tiraron, porque la idea era agarrarme viva. Me viraron hacia atrás los brazos. Cuando me llevaron a la puerta de la Cherokee, yo me abrí, me agarré de la puerta y ahí me dieron un culatazo en la espalda. No me pudieron meter. Caí al suelo e intenté correr de nuevo, pero me volvieron a pegar otro culatazo, que ese sí me venció.

 

Me pusieron las esposas, me vendaron, me quitaron el reloj. En ese momento yo pensé que lo único que tenía cerca era la Guardia Nacional. Empecé a hacer el cálculo del tiempo que iba a demorar. Exactamente. Me llevaron a la Guardia Nacional, en el centro de San Salvador. Me llevaron del pelo, a empujones, y empecé a caminar. Adentro me desnudaron, porque saben que si uno queda vestido, lo que hacen muchos compañeros antes de ser torturados, es ahorcarse. Después, desnuda, empezaron a golpearme. Mientras, me insultaban, me decían palabras obscenas y me manoseaban. Seguidamente me dejaron ahí tirada y se fueron. Regresó otro y me levantó del pelo. Me llevó a la sala de interrogación, donde empezaron a preguntarme por mi nombre legal, la organización a que pertenecía, las tareas que me había asignado el Partido, qué tareas había cumplido yo, cuántos guardias había matado, cuántos buses había quemado, y una serie de preguntas más. Yo me negaba. Lo que decía era que yo no había participado en nada, que estaba estudiando. Incluso dije que era evangélica, porque sucede que a esa religión la respetan un poco. No que la respeten, sino que en esa religión hay cuerpos del régimen infiltrados. Me dijeron que eso era mentira y me siguieron insultado. Después, me llevaron de nuevo al cuarto y continuaron golpeándome. Empezaron a manosearme y abusaron de mí. Luego me acostaron en una cama y me pusieron los choques eléctricos. Me echaron agua fría, me conectaron unos cables en las puntas de los pies, atrás de las orejas, bueno, yo me estremecía toda y caía desmayada. Cuando volvía en mí, me preguntaban lo mismo. Y yo me negaba. Pasó ese día y esa noche.

 

Al siguiente día, me golpearon, me dieron puntapiés, me halaron el pelo y seguía vendada. Al tercero me pusieron la capucha, que es una bolsa plástica de cemento o cal. Se la meten a uno por la cabeza y se la atan al cuello. En esos momentos uno empieza a perder la respiración y cae desmayado. Al cuarto día, me pusieron los choques eléctricos. Al quinto, me hicieron una tortura que llaman “el avioncito”: le halan los brazos hacia atrás y la abren a una y se le sube un hombre en la espalda y empieza a retorcerte. Todos los huesos empiezan a estirarse. Yo insistía en que no pertenecía a ninguna organización y me decía: Si tantos compas han caído en manos del régimen y han resistido, ¿por qué yo no voy a resistir si yo tengo fuerzas también y lucho por una causa? Entonces me levantaba la moral y me decía: Tenés que hacerle huevo, que es como nosotros decimos. Tenés que afrontarlo. Pasé ocho días sin tomar agua, sin comer. Y me resistía a pedirles e implorarles. Los choques eléctricos me dejaban la boca seca y la lengua como partida. A los ocho días pedí que me dieran agua. Lo que hicieron fue llevarme un bote de leche con orines. Cuando sentí que eran orines, pero a saber de cuánto tiempo, porque era un hedor tremendo; yo me les quedo viendo y les digo que no quería. Entonces me los lanzaron encima. Luego me llevaron comida, a los diez días, pero los frijoles estaban hasta con gusanos y el arroz, con esa natilla verde que le sale cuando está podrido.

 

En el décimo día me llevaron a la sala de interrogación. Me hicieron las mismas preguntas, me ofrecieron cierta cantidad de dinero y el pasaporte en ese momento, para enviarme a Estados Unidos. Yo les dije que no. Entonces me dijeron que me iban a pasar a los tribunales si yo colaboraba con ellos. Y eso es una maniobra, porque uno piensa que si la van a presentar a los tribunales no la torturarían más; pasará al juzgado y de ahí a la cárcel. Yo esperaba que alguien llegara, ver asomarse a la Cruz Roja Internacional, para que vieran que yo estaba allí. Pero estaba en una celda aislada, y lo único que se oía eran lamentos, gritos de los compañeros torturados. Puede que fueran reales, de alguien que estaba siendo torturado, pero quizás fuera una grabación, porque se escuchaba todo el día. Yo estaba toda adolorida y morada. Me dolían hasta las uñas y el pelo. Me preguntaba hasta cuándo. A los veinte días me sentía bastante bastante débil, me sentía morir, ya lo único que quería era que me llevara un golpe, que me mataran mejor. Pero como a los veinte días me dije: Bueno, esto es un hecho. Van a matarme. Aunque sea de palabra tengo que defenderme yo. No me puedo morir con la boca cerrada. Así a los veinte días yo empiezo a insultarlos. Les decía que eran unos perros. Ya estaba decidida pues. Y lo peor para ellos es que a una mujer, que es más sensible, no logren doblegarla. Eso los enfurece más y hace que se ensañen. Se sienten débiles.

 

A los veintiún días me dijeron: esta es la última vez que te damos, pero si no colaboras con nosotros, te vamos a matar. Que conocían dónde vivía mi familia y la iban a matar. Y yo les dije que si mi familia iba a morir, pues yo también iba a morir, pero yo no iba a colaborar. Entonces les dije que sí, que estaba organizada, pero que no les iba a decir nada más.

 

Yo no sabía cuándo era de día y cuándo era de noche, porque había estado todo el tiempo vendada en un cuarto donde no entraba la claridad y había perdido la noción del tiempo. Era una celda pequeñita. Cuando una vez logré aflojarme un poco la venda, vi que las paredes estaban llenas de sangre y había pintadas muchas consignas: “Compañeros, no se dobleguen ante el enemigo”, “Compañeros, sigamos adelante”, “Patria o muerte”, pintadas por compañeros que habían estado en esa celda. Esa fue mi única comunicación con ellos: las consignas en las paredes.

 

En los veintidós días comí sólo una vez y tomé agua dos veces. Cuando comí fueron unos frijoles que estaban mejor que los de la primera vez. Y me los pude comer, pero me dieron diarreas. Lo hice en la misma celda y estuvo allí hasta que se secó.

 

No. No hubo días peores. Los veintidós días fueron una tortura. Hubiera preferido morirme veintidós veces. Pero nunca me dieron ganas de llorar, sino una rabia, un odio.

 

A los veintidós días, en la madrugada (creo) me dicen que me ponga un blúmer, que me iban a dar una vuelta, que me iban a sacar a pasear. Entonces me dije: Bueno, hoy sí se me llegó la hora. Ese paseo que dicen, es que me van a dar mecha, o sea, a matarme. Me vestí y me metieron esposada, vendada, en no sé qué tipo de vehículo. Empezaron a dar vueltas y vueltas alrededor del lugar donde me iban a dejar tirada. Por fin me bajaron. Sentí que era grava y había mucho viento. No sé qué lugar sería, pero tenía que ser muy elevado, por la brisa. Me hacen un interrogatorio, y lo que hice fue insultarlos. Sentí en ese momento que me daban un golpe en la cabeza. Caí y sentí otro golpe, y me chorreó algo espeso por la cara. Y comencé a sentir el olor a sangre. Como ya me habían quitado las esposas, pienso que los dedos los perdí en la angustia que yo sentía que metía las manos. En el momento que me golpeaban la cabeza yo tenía como la alucinación de que era una pesadilla. No sé si era el paso de la muerte o qué sé yo. ¿Será que estoy dormida y es una pesadilla y quiero despertar? Me seguían dando y me seguían dando, pero ya a mí no me dolía. El cuerpo lo tenía remallungado con tanto golpe que me habían dado. Sentía que se me movía la cabeza. Los brazos los sentía calientes y un leve ardor, hasta que perdí el conocimiento por completo.

 

Después (me imagino yo), como muchos casos que han sucedido, de que hay mucha gente de la población civil que ve, y mucha gente no se va. Lo que hacen es quedarse allí escondidas. Esa gente no se fue. Y lo que hizo fue que después me entregó a la Cruz Roja internacional. Mi captura ya había sido denunciada a ellos y a la Comisión de Derechos Humanos.

 

Después me suturaron. Tengo 38 heridas, casi todas de machete. Siete en la cabeza. Dos hundimientos craneales. Perdí la visión de un ojo por un culatazo. Perdí tres dedos y la movilidad de la mano derecha. Estuve tres días en estado de coma, por los golpes en la cabeza. Por eso el Partido elaboró dejarme por un tiempo adentro. Por supuesto, con grandes medidas de seguridad. Y así, cuando ya estaba un poco restablecida, salí del país.

 

Desconozco si mi familia sabe algo de mí y de mi hermano. ¿Mi hermano? Fue capturado después de mí y torturado. Ahora debe tener dieciséis años. Desconozco si está vivo.

 

—¿Qué nombre te damos en esta entrevista?

 

—Irma Elena. Fue una comandante nuestra que cayó y fue masacrada.

 

—¿Qué edad tienes?

 

—¿Yo? Veintitrés. Cuando me capturaron tenía 22 años.

 

“En el nombre del pueblo (I) Irma Elena”; en: Somos Jóvenes, n.º 71, La Habana, septiembre, 1985.



Álvarez Cambras: la medalla invisible

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Se graduó de ortopédico en La Habana y posteriormente en

 

La Sorbona. Trabajó en un hospital cantonal de Suiza.

 

Ha tratado a algunos jefes de Estado y a numerosas

 

personalidades en decenas de países. Es el creador del fijador externo.

 

Ha dictado cursos sobre el fijador en Francia, Bélgica, España,

 

Kuwait y Nicaragua.

 

Ocho y cinco minutos de la mañana. Entramos a la oficina forrada en madera. “Un minuto, por favor”, mientras nos indica dos sillas frente al buró tapizado de documentos. “Tenemos que terminar este informe”.

 

Al fondo, en la pared, trofeos, copas, libros, revistas médicas. Sobre una mesa auxiliar: cinco teléfonos e intercomunicadores. A la izquierda, una foto, tomada desde un ángulo insólito, donde aparecen Fidel Castro y este hombre de mediana estatura con una respuesta siempre a mano.

 

Alrededor de la mesa, médicos e ingenieros van saltando de un asunto a otro entre llamadas telefónicas. Se discute sobre acero, rigidez y contenido de carbono, se dispone el alta de un dirigente de las organizaciones juveniles checoslovacas, se discuten ciertos casos: un boxeador cubano, un diplomático iraquí, un general del ejército chino. Alguna llamada pendiente en el teléfono cuyo auricular, colocado sobre una cajita de música, alivia la espera haciendo oír “Noches de Moscú”. Por fin:

 

—Vamos al lado, por favor, si no...

 

(Ya son las nueve y diez)

 

—Doctor, ¿qué es más difícil, una operación o una reunión?

 

—La reunión. Y más tensa.

 

—¿Cuándo decidió qué iba a ser?

 

—Por la medicina me decidí a los quince años. Hasta entonces me inclinaba hacia la arquitectura o la ingeniería. La profesión de mi padre me sedujo.

 

—¿Y por la ortopedia?

 

—En 1954. A causa de una manifestación. Ya estudiaba medicina desde el 52. La policía reprimió la manifestación y terminamos en la sala Gálvez del hospital Calixto García. Me enyesaron y después colaboré con los médicos mientras curaban a los compañeros. Desde entonces trabajé en esa sala hasta que fui alumno oficial.

 

—¿Qué hacía entre los catorce y los veinte años? ¿En qué invirtió su adolescencia?

 

—A los catorce cursaba el bachillerato y no me preocupaba mucho por los problemas sociales.

 

—¿Qué le peocupaba?

 

—Mi juventud. Tampoco en esa época había preocupación posible por la política. Sólo una sensación de asco. A los diecisiete, en el 52, nuestra reacción fue inmediata frente al golpe de Estado. Inmediata y explosiva: lo primero que hicimos fue ir a la Plaza Roja de la Víbora y organizar una manifestación. Eran las once de la mañana. La policía nos disolvió. Se rumoreó que estaban dando armas en la universidad y allí estuvimos hasta las seis de la tarde, pero no pasó nada. Regresamos al instituto de la Víbora y allí hicimos otra manifestación, reprimida más duramente. En septiembre del 52 ingresé en la Universidad. Entre el 52 y el 54 estudiaba, participaba en las luchas estudiantiles, las huelgas por el diferencial azucarero, mítines de apoyo, paros del transporte... El día 31 de diciembre tomamos la Casa de los Colonos, el edificio del diferencial azucarero, frente al teatro Martí. Esperamos el año en la cárcel. Ahí fue cuando cumplí los veinte años.

 

—Me han informado que usted tiene varios triunfos deportivos, que ha roto récords mundiales y ha ganado medallas olímpicas. ¿Cómo es eso?

 

—Bueno, no exactamente. He ayudado. Algunos de los casos más interesantes fueron las dos medallas de Juantorena en Montreal. Unos meses antes de la olimpiada, no cuadraba como corredor a causa de un neuroma plantar (quiste benigno muy doloroso en la planta del pie). Lo operamos y le hicimos corrección del pie plano. En el caso de María Caridad Colón... —Hay una interrupción para anunciarle visita: un grupo de cubanos residentes en Estados Unidos, y la espera de una delegación sudafricana en la tarde—. María Caridad sufrió, un día antes de su presentación en Moscú, una distensión con sacrolumbargia y siatargia. Decidimos hacerle un tratamiento especial en el mismo estadium que la libraría del dolor, pero le explicamos que el primer tiro sería el decisivo, que diera el máximo. Tú sabes cuál fue el resultado. En el mundial de La Habana, Stevenson sufrió una lesión muy dolorosa en el dedo gordo del pie. Sobre ese dedo descansa la movilidad. El tratamiento permitió que hiciera todas las peleas y obtuviera el título. Pero el esfuerzo principal fue de él, que terminó con el dedo muy hinchado. También recuerdo a Ruperto Herrera, a Margarita Skeep, a León Richard, que fue el primero en usar el fijador y que aún sigue compitiendo a pesar de la fractura en la tibia. En Laipzig, Juantorena se seccionó el tendón de Aquiles...

 

—Es el único en el mundo que haya seguido corriendo después de eso. Gracias a su operación.

 

—La operación influye, pero es sobre todo gracias a su coraje.

 

—¿Algún recuerdo especial?

 

—De Margarita Rodríguez en Montreal. Estaba muy mal el día antes, pero ganó medalla de oro. En ese momento saltó y me dio un beso. Dicen que me iba a buscar un problema con mi mujer.

 

—¿Cuál ha sido su mayor satisfacción desde el punto de vista humano relacionada con su trabajo?

 

—Este hospital. Cuando llegamos aquí el primero de enero de 1969, era un hospital chiquito y en malas condiciones. Pronto tendrá 700 camas y en tres o cuatro años podrá autofinanciarse. Producimos casi todos los equipos ortopédicos y, en especial, los fijadores. Se exportaron el año pasado por valor de US$400.000, y evitaron US$800.000 de importaciones. Esto se está convirtiendo en un complejo ortopédico. Durante los últimos cinco años, ha sido el mejor hospital de especialidades del país, y eso es una labor de todos: su prestigio internacional (hay lista de espera de extranjeros para ingresar).

 

—¿Me permite salir un momento?

 

—Sí, como no —algo perplejo.

 

—Cuénteme la historia de esta foto —mostrándole la foto donde aparece con Fidel Castro.

 

—Fue el primero de mayo de 1983. Yo regresaba del extranjero y el Comandante me llamó para que le contara mis impresiones. Estaba muy contento ese día.

 

—¿Usted operó a Alain Delon?

 

—Mira —riendo, nos ofrece un ejemplar de Ici Paris con un gran titular: “Alain Delon operè à Cuba”, donde se explica su operación, realizada por Álvarez Cambras en el hospital Frank País y aparece la foto y se describe el Hermanos Ameijeiras—. Todo es mentira. Quizás la leyenda procede de un ministro o viceministro de comercio exterior que por el físico y por el nombre (Alan) se parecía un poco. Dos días después de su alta, teníamos cola de muchachas en la puerta preguntando por Delon. A él lo ví en Montecarlo casualmente.

 

—¿Cuál es el personaje más interesante que usted ha tratado?

 

—El primero no te lo puedo decir.

 

—¿El segundo?

 

—Tampoco. Ni el tercero. Ni... Pero si quieres, pon a Velasco Alvarado. Era un hombre extraordinario.

 

—¿Su mejor consejo a los jóvenes que buscan un objetivo para la vida?

 

—Que piensen desde temprano cuáles son sus esperanzas de futuro, sus intereses esenciales, hasta dónde pueden llegar. Y que sus sueños se entronquen con los sueños de nuestro país. Que entonces se organicen para llegar, que lo hagan todo para llegar. Que luchen.

 

“Rodrigo Álvarez Cambras: The Invisible Medal Winner”; en: Resumen Semanal de Granma (en inglés), La Habana, 1985.

 

“Álvarez Cambras: la medalla invisible”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.



En el nombre del pueblo: Milton

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El soldado que se quiso salir, se murió. Y el que quiso vivir más, ese se rindió.

 

Milton

 

—Yo soy de San José, al norte del Salvador. Mis padres son de clase media. Tenían 500 manzanas de algodoneras. Ponían a trabajar gente y veían cómo era el trabajo, lo que podían gastar y todo eso. Nosotros somos seis hermanos. Dos nos incorporamos: el más pequeño y yo, que soy el tercero.

 

—¿Cómo te incorporaste a la guerrilla?

 

—Yo viajaba de San Miguel a la capital, San Salvador, a visitar a unos amigos. En el trayecto, había muchos retenes del enemigo. Allí bajaban de los buses a la gente: niños, mujeres y todo. En las paradas hay como unas graditas. Entonces a los niños, como de unos cinco años, los agarraban de la mano y los aventaban para allá. A las mujeres ancianas, de un empujón las aventaban para allá. A toda la gente los bajaban de los buses y los ponían con las manos sobre el busto. Entonces allí, mirando la actuación de ellos con la gente de la población, mirando lo que hacían, yo comprendí que no era justo.

 

—¿Se lo dijiste a tus padres?

 

—No. Yo no les podía decir nada, pues mis padres están al contrario de eso. Pues yo visitaba a un amigo. Era teniente efectivo del régimen. Nos habíamos conocido antes, en el estudio. En el 80 salió a los Estados Unidos mandado por el gobierno salvadoreño para recibir entrenamiento de cómo torturar a una persona. Él me contaba que recibió ese entrenamiento en Fort Benny, Carolina del Norte. Yo no le decía nada, pero aquello me ponía mucho en qué pensar, ¿cómo puede ser esto?

 

—¿Discutiste con él?

 

—No, era bastante criminal y yo tenía miedo. Aunque era mi amigo, él no creía en amistad. “Si mi padre fuera y me mandaban a torturarlo, yo lo torturo”, decía. A él, como le pagaban tanto, pues... Me pasaba el día con él. Regresaba y veía el tratamiento que le daban a la gente. Veía a los que activaban en las calles y las patrullas del régimen destruidas por el FMLN. Yo tenía una tía que visitaba en el campo, y los compañeros del FMLN pasaban por allí. Entonces, casualidad que una vez tuve una conversación con ellos, y eso a mí me gustó mucho. Por eso me fui con ellos a la montaña, y allí me siguieron explicando, y yo seguí entendiendo. Tenía diecisiete años. Entonces pedí un fusil. Así fue como me organicé. Aprendí muchas cosas que no sabía en la ciudad: política y otras cosas.

 

—¿Dónde estuviste?

 

—En el oriente del país. En la parte más elevada del Salvador y la parte más rica en producción de café, henequén, cacao. Morazán, San Miguel, San Vicente...

 

—¿Viviste en zonas bajo control?

 

—Sí. Ya hay bastantes zonas bajo control.

 

—¿Cómo es la vida allí?

 

—La vida es buena, porque a la gente los tratan bien. Tienen un gran apoyo de nosotros y nosotros de ellos. Para mejorar la vida de los campesinos, se les da tierra y todo lo que necesitan para laborarla. Hay escuelas y algunos maestros que dan clases, y los propios miembros del ejército. Allí es donde han aventado las operaciones más fuertes. Morazán es la primera zona bajo control. Allí está Radio Venceremos. Por eso es que quieren a toda costa bajarla. Es la zona más rica y está bajo control. Otra es en el centro de Guazapa. Allí bombardean a la población civil como en Chalatenango. A veces regresábamos después de activar y veíamos las casas destruidas, los muertos. En otras, los guardias se meten y encuentras después las campesinas violadas, cadáveres degollados, mutilados. Y es a los campesinos.

 

—¿Cómo se incorporó tu hermano?

 

—Yo me enteré de que mi hermano se había incorporado en un pueblo donde lo vi llegar con otros compañeros. Y me impresionó porque era un niño.

 

—¿Qué edad tenía?

 

—Doce años, pues. Le preguntó a una compañera si yo era yo. Y vino. “Va a que vos sos mi hermano”. Sí, le digo. Y me abrazó. “Yo quiero organizarme”, dice. Pero estás muy pequeño para combatir. “Yo siento deseos”. Y quedó con los compañeros. Como al mes me di cuenta que él estaba en una escuela militar recibiendo un cursillo. Allí platicamos más. Como un día.

 

—¿En qué tipo de combates participaste?

 

—Tomas de cuarteles, de pueblos, desalojamiento de posiciones del enemigo.

 

—¿Y el día que te hirieron?

 

—Ese día fuimos a la toma de un pueblo. Allí estaba una compañía del ejército salvadoreño: 160 soldados. Ellos nos sintieron porque para llegar había que pasar por ciertas poblaciones donde había bastantes perros que hacían bulla cuando lo veían a uno. Eso era como a las dos de la mañana. Y como en los cuarteles les meten una cosa en la cabeza: que no tienen que rendirse, que no tienen que correrse de nosotros, que tienen que hacer frente al ataque, ellos dijeron: Bueno, estos no van a poder entrar aquí. Porque se creían los mejores soldados del ejército salvadoreño. Nosotros éramos cuatro columnas. Entramos al pueblo y empezamos a combatir a las propias cinco de la mañana. En el primer encuentro que les hicimos se veían bastante fuertes. Pero ya a las nueve de la mañana, cuando la aviación vino, los teníamos rodeados. El soldado que se quiso salir, se murió, y el que quiso vivir más, ese se rindió. Allí capturamos a 135 soldados con todo el mando de la compañía y los tres de las secciones.

 

—¿Y los soldados?

 

—Muchos son cipotijos de quince o dieciséis años. Los arrastran a pelear y cuando los capturas, se arrodillan, imploran. Ellos venían con sed, porque durante el combate no podían tomar agua. Entonces les dimos agua y comida de la que guardábamos para nosotros. Recibieron una atención bien, porque nosotros atendemos igual a todos los soldados. De ahí fuimos a la zona bajo control porque ya habían pedido refuerzos. Después fueron entregados a la Cruz Roja.

 

—¿Cómo te hirieron?

 

—Fue en el asalto a una trinchera. La bala incendiaria me atravesó a lo largo el brazo derecho. Entró por aquí, ¿ves?, cerca del codo, y salió por acá.

 

—¿Y tú qué hiciste?

 

—Me quedé parado como un gran rato, pero después me senté hasta que perdí el conocimiento. La pérdida de sangre había sido mucha, porque la bala me había cortado las dos venas y los tendones. Fue en un cafetal. No me entró miedo ni nada, pero como a los diez minutos caí al suelo. Otros compañeros me atendieron, pero yo no sentí nada. Vine a recordar como a los tres días. Después estuve como diez meses curándome la herida.

 

—¿Qué edad tienes?

 

—Veintiún años.

 

“En el nombre del pueblo (II) Milton”; en: Somos Jóvenes, n.º 70, La Habana, agosto, 1985.



Raúl Sendic: defender es vivir

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El 16 de marzo, Raúl Sendic Antonaccio cumplirá sesenta años. Confinado en la prisión de “Libertad” (un sarcasmo de la dictadura), muestra hace doce años que el único antídoto contra la incomunicación y la tortura, es la dignidad. De él nos hablan sus hijos: Raúl Fernando y Ramiro Sendic Rodríguez.

 

—¿Quién es Raúl Sendic?

 

Raúl Fernando (RF): Sobre eso hay dos anécdotas: En el 79, durante la visita, estábamos a dos metros uno del otro. Lo que te cuento era en el cuartel del Paso de los Toros. Había una reja por el medio y yo tenía las manos en la reja. Eso no estaba permitido. Había que tenerlas debajo de las piernas. Es un gesto inconsciente de acercamiento que uno hace. Uno de los militares me dijo: Baje las manos de la reja. Papá se enojó: Ponéte cómodo nomás. Él no tiene por qué molestarte. El militar, viendo que él se había molestado, dice: Sendic, saque la mano de la reja. Y Papá: No señor, no la saco nada. Bueno, entonces le corto la visita. Está bien. Córtela —respondió papá—. Y dirigiéndose a mí: Perdonáme, Raulito, pero tenemos que dejar que nos pisoteen lo menos posible. Eso fue en el 79. Ahora, cuando se termina la visita, está permitido despedirse por la ventanita. Nos despedimos y cuando me levanté, el se quedó parado mirándome. Sería para saber si había crecido. Desde que llegó, yo estaba sentado. Yo también quería verlo. Nos quedamos parados. Entonces el militar le dice: Recluso, usted vaya nomás. Él no se movió. Como estaba la pared por el medio, el militar no podía hacer nada. Entonces me sacó a mí. Cuando lo dejé de ver, seguía parado ahí, sin hacerle caso. Son dos anécdotas, pero una misma actitud. Ese el Raúl Sendic.

 

—¿Cómo ocurrió ese último encuentro con tu padre?

 

RF: Fue emocionante; sobre todo el cambio. El cambio estaba en mí, que le atribuía una nueva dimensión, no en él, que seguía con la misma entereza de siempre. Tal vez lo nuevo sea que haya resistido todo este tiempo, porque para eso se necesita una entereza moral que hay que ir renovando.

 

—¿Ninguna otra diferencia?

 

RF: Claro, físicamente se le notan un poco los años. Y la herida en el rostro, que avanza, porque la deformación del hueso ha ido deformando la cara. Y eso sigue avanzando sin atención médica.

 

—¿Cómo fue el encuentro?

 

RF: Primero me hicieron una revisión completa. No se puede entrar con dinero, ningún tipo de papel, anillos, ningún instrumento de metal (salvo el reloj). Me pasaron al locutorio a mí primero. Allí había una mesa con un vidrio en el medio, una ventanita para saludar y teléfonos a ambos lados. Después que estuve sentado, entró el. Bueno, lo primero fue la sonrisa. Nosotros decimos que a papá cuando sonríe se le desarma la cara.

 

—¿Cómo transcurrió la conversación?

 

RF: A través del cristal no nos podíamos saludar. Empezamos a hablar de la familia. Antes de entrar se me advirtió que tenía que tocar sólo temas familiares y de estudio. No se podía hablar de política, ni siquiera de política internacional.

 

—¿Además de los temas familiares, pudieron hablar sutilmente de los temas políticos?

 

RF: Hablamos de Cuba, de Nicaragua, usamos ciertas claves. Por medio de ellas lo actualizamos de la situación de la lucha. A uno de nuestros comentarios sobre la Revolución Cubana, él nos decía: Nunca nos han fallado y nunca nos fallarán. Porque él siempre toma como patrón para hacer determinados análisis lo que piensan los cubanos. Eso, entre otros temas familiares, porque la Revolución Cubana es también parte de la familia. Y fue muy importante para él, que durante doce años ha mantenido la lucha con escasez de información.

 

—¿Tú te preparaste para la entrevista?

 

RF: Sí. La situación era bastante difícil. El ministro del Interior había leído un comunicado prohibiendo incluso a la prensa hablar sobre nuestra visita. Había un clima bastante tenso. Habían reconocido días antes haber matado a un compañero. Por eso se preparó muy bien la visita. Sobre todo él. Cuando le pregunté si quería que le empezara a hablar, que le contara, me dijo que no, que él había preparado esa visita y me iba a preguntar. Entonces fue preguntando las cosas que le interesaban. Tomando elementos.

 

—¿En ningún momento los interrumpieron?

 

RF: No, nunca contaron la conversación. Había uno parado escuchando. Y como la conversación es por teléfono, se graba. Después entró otro muy armado, para provocar. Se paraba muy cerca a escuchar y miraba con mucha insistencia. Bueno, nosotros lo ignoramos.

 

—¿Cómo son sus condiciones actualmente?

 

RF: Difíciles: Torturado periódicamente, aislado, mal alimentado y con problemas de salud: la hernia, el balazo, algunos problemas bronquiales, está corto de vista. Eso es algo que le ha aparecido ahora, pero como no le han recetado lentes... Una vez le llevamos unos que le sirvieron por un tiempo, pero como eran comprados al azar... A pesar de todo, hace ejercicios en la celda. Antes no podía, por la hernia; pero se construyó un aparato curvo de madera, como un plátano, que la sostiene cuando se lo aprieta con la faja. Esto impide que salga y de esa forma no le molesta. Es muy grande y le impediría los movimientos. Antes sólo podía estar acostado boca abajo o en cuclillas. Ahora puede hacer ejercicios y canta en la celda, para entrenar los músculos de la cara. Eso demuestra que es todo lo contrario de lo que quiere hacer creer la dictadura: que los presos políticos son personas destruidas. Y es todo lo contrario.

 

(En el momento de la entrevista, Sendic estaba en “La Isla”, el lugar de máximo castigo, donde llevan a los presos sancionados: una celda de un metro y medio por dos, sin luz. Sólo luz artificial que se enciende desde afuera, de modo que a veces lo tienen con luz durante varios días, y otras, durante varios días en la oscuridad. El agua también se abre desde afuera. Es decir, toman agua cuando los militares quieren).

 

—Pero él estuvo en un pozo, ¿no?

 

RF: Sí. Mucho tiempo. Bueno, aquí la cama es de cemento. Al preso normal le dan un colchón por la noche y se lo quitan por la mañana para que no pueda dormir de día. Él tiene que dormir en el cemento. Abajo tiene un agujero grande de ventilación. En invierno es una heladera. Lo tenían sin ropa. A él y a los otros. La misma situación es para los nueve.

 

—¿Todas las celdas son de presos políticos?

 

RF: En “La Isla” sí. En el penal hay presos comunes. Los usan mucho para provocar a los presos políticos, pero en “La Isla” no hay. Eso demuestra que se mantiene la condición de rehenes. Pero nosotros decimos que aunque esté en el mejor hotel de Montevideo, la condición de rehenes es la misma. Es, ante todo, una situación política.

 

—¿Hay casos necesitados de atención médica aparte de Sendic?

 

RF: Todos. Pero los hay más graves.

 

—¿Más que Sendic?

 

RF: Sí. Está Adolfo Wassen Alaniz. Hizo una huelga de hambre hace poco. Tiene un cáncer que ya ha hecho metástasis en algunos lugares y no ha sido tratado como es debido. La huelga duró casi un mes. Empeoró mucho, pero demostró que antes de morirse simplemente de cáncer, prefiere morir luchando.

 

—¿Cuáles son tus primeros recuerdos de él?

 

Ramiro Sendic (R): Bueno, el primer recuerdo concreto de él es en Punta Carretas, la cárcel más grande de Montevideo. Allí era mucho menos limitada la visita. Es un recuerdo muy definido. Después fue la fuga. El movimiento le puso a la operación “El abuso”, porque se fugó con 108 presos más. Fue un abuso.

 

—Y a ti, ¿por qué te decían que estaba preso tu padre?

 

RF: De lo que me decían no me acuerdo, pero nosotros sabíamos que estaba preso por tupamaro.

 

—Esa palabra sí la conocían. ¿Pero no lo vinculaban con la jefatura del movimiento?

 

RF: No.

 

R: No. Incluso a nosotros se nos provocaba bastante en la escuela: las maestras, los compañeros. Si protestábamos por cualquier cosa, nos decían: Cállate, vos sos el hijo de un tupamaro. La primera vez que lo vimos, en el 73, después del balazo, estaba supercambiado. Tenía la cara deformada. Nosotros éramos bastante chicos y se nos preparó, se nos dijo que no iba a ser igual que antes.

 

—¿Los impresionó?

 

RF: Impresiona.

 

R: Lo que pasa es que nos habían exagerado, y lo vimos hasta más lindo de lo que pensábamos. Esa fue la única vez que lo vimos en “Libertad”. Después lo sacaron en septiembre y empezamos a verlo en los distintos cuarteles.

 

—Entonces, ¿ustedes no tienen recuerdos de él en familia?

 

RF: No. Pero, a pesar de eso, nuestra relación era, y es, una relación normal de padre‑hijo.

 

—¿Cómo ocurrió para ustedes el cambio de visión desde padre hasta líder político?

 

RF: Hay un proceso de descubrimiento. Claro, nosotros partimos de una educación en la casa. Mamá nos explicaba que era bueno y que por eso era tupamaro. Desde chiquitos sabíamos que él tenía razón. Lo que no sabíamos...

 

—Hasta dónde llegaba esa razón.

 

RF: No sabíamos bien por qué. Pero, además, en la convivencia de la visita uno aprende a odiar a los fascistas. Uno aprende que ellos son la injusticia en el poder. Entonces se odia y uno no puede evitarlo. Empezamos a valorar a papá a partir del conocimiento de la Revolución Cubana y de lo que él quería hacer, que es esto. Además, conocer su biografía completa. Así empezamos a valorarlo. Es un proceso que no termina, porque se evalúa mejor en la medida que él representa una concepción cada vez más válida para Uruguay.

 

—¿Es difícil ser el hijo de un héroe?

 

—RF: Es difícil, pero tiene sus ventajas.

 

—¿Por qué es difícil y por qué tiene sus ventajas?

 

RF: Bueno, la ventaja es que uno tiene un ejemplo cerca, y es difícil, porque hay que estar a la altura de ese ejemplo. La meta es ser continuador: materializar las ideas de papá, que son las que ya aparecían en la Segunda Declaración de La Habana: Lo que hay que hacer es hacer.

 

Defender es vivir”; en: Somos Jóvenes, n.º 64, La Habana, febrero, 1985.