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La Historia: ese personaje

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“La historia de Nuestra América pesa mucho sobre el presente del hombre latinoamericano, mucho más que el pasado europeo sobre el hombre europeo”[1].

 

Alejo Carpentier

 

Afirmación polémica que inoculará en algunos ciertos recelos sobre la naturaleza apacible de estas reflexiones, y posiblemente tengan razón.

 

Tres milenios de memoria histórica equivalen a tres milenios de memoria cultural. Difícil sería menospreciar su peso sobre el hombre europeo, la gravedad que confiere a su cultura, bien distante de la levedad —casi diríamos el júbilo— de la nueva narrativa americana.

 

Pero, por otro lado, dado el proceso de plena cocción en que se haya nuestra historia, hay una dosis nada despreciable de razón en la frase de Carpentier. Si para el hombre europeo la historia que desayuna en los periódicos es, en buena medida, como el paisaje que discurre por las ventanillas del tren sin alterar sustancialmente su marcha, para el hombre americano la historia del ayer inmediato —léase los resultados de hoy—, o la que se fragua cada día, y cuyos resultados recaerán sobre él a más tardar mañana, condicionan no sólo sus circunstancias culturales, sino su modus vivendi y, en ocasiones, su propia supervivencia.

 

De ahí que la historia sea, para el hombre americano, más que una larga sucesión de fechas y nombres y batallas, un transeúnte apresurado con el que tropieza cada día en ciudades que crecen con la voracidad de incendios.

 

Pero esa omnipresencia de la historia no se traduce de inmediato en materia culturalmente digerida; quizás porque la cultura, como la anaconda, requiere para sus digestiones un lapso de sosiego hurtado al tráfago perentorio de la selva.

 

Naciones las nuestras que no resistieron, durante su adolescencia, la tentación de “parecerse a sus mayores”, de ahí que

 

“...por razones muy diversas, nuestros grandes narradores del pasado —que de hecho los tuvimos— no llegaron a percibir, y seguramente a sentir, la realidad de nuestro continente en su exacta significación y en su justo significado. Mas no se trataría propiamente de una incapacidad intrínseca, sino más bien de una actitud histórica y, por histórica, ideológica. No podemos perder de vista, por una parte, nuestra condición de mestizos, y por otra nuestro origen colonial. Lo primero supone una novedad esencial, para comprender la cual no siempre se está dispuesto ni se posee la sensibilidad indispensable. En cuanto a lo segundo, significa un peso demasiado grande sobre la conciencia intelectual de los pueblos y los hombres de América, tanto, que ha sido necesario mucho tiempo, y que en el mismo ocurriesen muchas cosas, para empezar a deslastrarnos de ese enorme fardo.(...) Pero es evidente que en la visión e interpretación de esa realidad se colaron —porque tenían que colarse— ingredientes deformantes y mistificadores que dieron, inevitablemente, una imagen, o bien imperfecta, o bien incompleta, de nuestra esencia continental.(...) Y en una operación lamentable, pero hoy fácilmente comprensible, muchos de nuestros escritores y artistas cayeron, sin darse cuenta, en la trampa de un sui generis neocolonialismo. Y así surgieron un arte y una literatura que pretendían expresar nuestras esencias americanas, pero con una óptica europea, y lo que es más triste, con el definido propósito de mostrar al extranjero lo que se juzgaba más atractivo de nuestro mundo: su faz pintoresca, y por ello mismo inevitablemente superficial”[2].

 

A esta visión prestada de nuestra historia, que, salvo excepciones, no pasó de figurante en la literatura americana previa al siglo XX, sucede una voluntad cada vez más consciente de concederle un papel protagónico en la narrativa continental, que “ha ido enfrentándose a la realidad en los distintos modos y en los distintos sistemas de expresión formal correspondientes también a los distintos tiempos, y ha tratado de ofrecer imágenes coherentes de ella”.[3] El camino, por supuesto, no ha sido rectilíneo. Ha habido intentos fallidos, cauces ciegos, búsquedas de la autenticidad que se sumieron, casi sin darse cuenta, en un localismo ajeno a la universalidad —automática, nunca premeditada— que signa desde siempre las obras que han devenido patrimonio de todos los hombres. Pero los ingredientes de una cultura mestiza no se mezclan de la noche a la mañana por voluntad o decreto. Si “...los problemas centrales que se planteó la novela naturalista (...) fue una problemática moral, más que social”[4], como acertadamente afirma Ángel Rama, ya desde Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931) y El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, la historia deviene definitivamente personaje de nuestras literaturas en obras que alcanzan la tesitura de Yo el Supremo (Roa Bastos), la trilogía de Miguel Ángel Asturias, La guerra del fin del mundo (Vargas Llosa), El siglo de las luces (Carpentier) y sobre todo Terra Nostra (Carlos Fuentes), por sólo citar algunos casos. Línea que lejos de extinguirse con el auge de una narrativa de lo cotidiano y los afanes experimentales, continúa en las obras de Abel Posse, Denzil Romero, Lisandro Otero, Francisco Herrera Luque y cuando menos una docena más de narradores americanos.

 

Se ha insistido en considerar la historia como argumento, como materia prima de la cual se nutren los personajes; pero en una buena parte de la narrativa latinoamericana eso es sólo parcialmente cierto, cuando no diametralmente falso. En una novela como El siglo de las luces no son Esteban o Sofía o Víctor Hughes los personajes protagónicos. Ellos tan sólo cumplen un papel, declaman los parlamentos que les dicta desde la concha el personaje principal: la historia. ¿Quién es, sino la historia, esta vez en toda su pluralidad de mitos y tradiciones y herencias culturales cruzadas, el personaje protagónico de Terra Nostra?

 

Por tanto, “la novela que utiliza el acontecimiento histórico como tema, y que parte de una previa investigación de los hechos que han de novelizarse, en persecución de un rigor histórico que sirva de fundamento al texto novelesco...”[5], es rebasada al alcanzar la historia papeles protagónicos, aún cuando lo disimule en personajes que no son sino sus artilugios.

 

De modo que si coincidimos —y por lo general coincidimos— con Tibaudet en el sentido de que el argumento no tiene valor artístico, “sino como medio de llegar a la composición del carácter de los personajes”[6], al devenir la historia personaje dentro de la narrativa latinoamericana, demuele cualquier suspicacia.

 

Hemos evadido conscientemente el término “novela histórica” por tratarse de un rótulo bajo el que comúnmente se presenta aquella que emplea el pasado como materia narrativa. Si bien esto se cumple en una buena parte de la producción que erige a la historia como personaje, hay también otra historia, o protohistoria: la que opera desde el suceder cotidiano.

 

“Aristóteles nos dice que la historia nos presenta lo que ha pasado, la literatura, lo que puede pasar, lo que es general y probable, en los aspectos esenciales que el tiempo no puede alterar. Ante la literatura nos hallamos, pues, ante la eternidad de lo probable”[7].

 

Pero al incluir en el concepto de la historia esa protohistoria que actúa en el presente, resulta ella también “la eternidad de lo probable”. Porque

 

“La materia de la creación novelesca ha de corresponder necesariamente a la diversidad de los sucesos actuales, con sus frecuentes y desconcertantes acciones, o ha de entregarse a extraer del pasado, según la fórmula de Tairot, 'aquellos elementos que para el espectador actual no han perdido su capacidad de estímulo directo, o los que han perdido su capacidad emocional para hacernos actuar por vía de contraste'. La diversidad de los temas al fin y al cabo se unifican en el método, en virtud de esa unidad primordial forma‑contenido que constituye un todo irrenunciable”[8].

 

“Lo que nos importa, y lo que siempre ha importado a la novelística latinoamericana, es este grande, avasallador descubrimiento de lo real en circunstancias determinadas.[9]“, es decir, “...recibir el mensaje de los movimientos humanos, comprobar su presencia, definir, describir su actividad colectiva. (...) en esto (...) se encuentra en nuestra época el papel del escritor.[10]“, aunque Carpentier va más allá cuando afirma:

 

“Creo que el papel del novelista en este momento, del novelista latinoamericano, está en traducir esas mutaciones, esas transformaciones y esas revoluciones. Una nueva temática multitudinaria, colectiva, espectáculos de lucha y contingencia, de movimientos de masa, de confrontaciones entre grupos humanos, se ofrece al novelista contemporáneo. Creo que la actual novela latinoamericana tiende hacia lo épico. Y la futura novela latinoamericana habrá de ser épica por fuerza”[11].

 

lo que, de hecho, se ha cumplido, pero tan sólo en una parte de la narrativa continental. Otras tendencias discurren por cauces paralelos, enriqueciéndola.

 

Si

 

“La novela —dice Ortega y Gasset— con mucha justicia, es el género literario que mayor cantidad de elementos ajenos al arte puede contener'; es decir, el más capacitado para asimilar e interpretar las peripecias de un instante dado en la evolución humana”[12].

 

cabría coincidir con Carpentier cuando asegura: “Por lo demás, nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica”[13]. O, al decir, de John Updike: “Mi narrativa de ficción sobre la vida diaria de gente normal contiene más historia que los libros de historia...”[14]. Claro que también “En mi opinión, la realidad no debe ser más que un trampolín”[15], porque “...el arte es siempre discriminación y selección, en tanto que la vida es toda ella inclusión y confusión”[16].

 

¿Cómo opera este proceso dentro de la narrativa cubana contemporánea?

 

Ante todo, un vistazo nos muestra a la última colonia española en tierras americanas, que alcanzó su independencia casi un siglo después que las restantes. Treinta años de la guerra más sangrienta que se entablara en América por la libertad, culminaron en lo que se ha insistido en denominar la guerra hispano‑cubano‑norteamericana, sentando con la Enmienda Platt las bases para un proceso de neocolonización inédito aún en América y que en el plano económico ya venía instaurándose en Cuba desde medio siglo atrás. Durante la primera mitad del XX fueron creciendo la norteamericanización de la sociedad cubana —admitida con júbilo por una burguesía subsidiaria— y un sentimiento antiimperialista de raigambre popular. Caldo de cultivo idóneo para el triunfo, en 1959, de una revolución de marcado acento nacionalista que pondría en práctica, dos años más tarde, un sistema socio‑económico diametralmente distinto al de las restantes naciones americanas.

 

De hecho, un siglo de altísima intensidad histórica cuyo reflejo en la literatura no tiene lugar de inmediato en el cuento o la novela, que tras algunos intentos más o menos felices, pero no definitorios, a fines del XIX, cursa por un naturalismo ya en desuso en Europa a inicios del XX. Si fuéramos a indagar en los orígenes de nuestra narrativa, hallaríamos en autores como Miró Argenter, Manuel de la Cruz y en especial en ese nombre mayor de las letras americanas que fue José Martí, una literatura de campaña de altos quilates, deudora de la cual es la literatura testimonial fraguada en la Cuba de los 60, pero no sólo ella, como veremos más adelante. A la literatura de campaña se suma la labor como cronista de José Martí, que va componiendo con su periodismo un enorme fresco de la época. Hacedor él mismo de la historia, sagaz observador de su circunstancia, prosista y poeta cuya muerte lloró Darío, no es raro que los artículos que componen Nuestra América puedan leerse por momentos con la asiduidad de una novela. Y qué decir de su diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, sin dudas la pieza narrativa más alta de la literatura cubana del XIX y una de las mayores de América.

 

No es hasta 1933, con la publicación de Pedro Blanco, el negrero, de Lino Novas Calvo, su cuentística de los años 40 y, cerrando este despegue magnífico, El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier; que la historia entra a la narrativa cubana por la puerta ancha.

 

Hombres sin mujer, de Montenegro y La trampa, de Serpa, se componen del hoy protagonista, que aparece también, aquí y allá, en la cuentística de Hernández Catá, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier —la noveleta El acoso (1956) y Guerra del tiempo (1958) son los más altos ejemplos. Aunque en cuentos como El camino de Santiago, en El reino de este mundo y en Pedro Blanco, el negrero, de Novas Calvo, aparece la historia como rescate, como parte de un proceso mayor de recuperación de la memoria histórica de la raza, adulterada por siglos de colonialismo y mimetismo (que es el peor de los colonialismos). Proceso mayor al que concurre una ensayística no sólo de altos valores reflexivos, sino también composicionales. Don Fernando Ortiz, Lezama Lima, Ramiro Guerra, Jorge Mañach, Moreno Fraginals, etc., van componiendo el paisaje de las ideas, del que se nutrirá la narrativa y viceversa, por un proceso de vasos comunicantes.

 

Con el advenimiento de la Revolución, confluyen y coexisten en una narrativa que se vuelca ante todo hacia las formas veloces del cuento, tanto ese rescate de la memoria histórica, como la protohistoria en su devenir cotidiano. No es casual que Carpentier apuntara:

 

“Obsérvese que en la literatura cubana contemporánea, en lo que se refiere a la novelística, al cuento, al relato, hay como una necesidad de pintar el mundo de antes, a la par que el mundo del después. 1959 es crucial...”[17].

 

E. Wilson y Ángel Rama ya han subrayado el vacío literario que se produce inmediatamente después de todo cambio socio‑político radical. Hacer la historia es en esos casos una ocupación excluyente, que sólo paulatinamente va cediendo paso a la escritura, comenzando por la crónica, el menos reflexivo pero el más cercano a la narrativa de los géneros periodísticos. Piezas que lindan con el cuento y el relato comienzan a ser publicadas por autores cuya narrativa ya ha sido sancionada por los lectores (Onelio Jorge Cardoso), o por escritores emergentes (Eduardo Heras León, Norberto Fuentes, entre otros) que más tarde escribirán, con las manos recién sacadas del fuego, la narrativa cubana más apegada a la historia en pleno devenir.

 

Caminos semejantes, determinados por una fuerte transfusión de realidad, cursa la literatura testimonial que, a partir de El Cimarrón, de Miguel Barnet, entra a escena con sólidas credenciales.

 

Una novelística anémica salvo excepciones se centra en el ayer inmediato (materia histórica ya digerida) y no logra despegar, aunque ciertos momentos la justifiquen. Otra, hecha desde la perspectiva del hoy mismo, ofrece dispares resultados, en ocasiones inolvidables, como algunos pasajes de Memorias del subdesarrollo (Edmundo Desnoes), caso raro de novela superada con creces por la película homónima de Tomás Gutiérrez Alea, uno de los mejores, sino el mejor largometraje cubano. Hasta tal punto que una segunda edición de la novela fue modificada en la dirección de los resultados artísticos del filme.

 

Es curioso subrayar que en pleno hacer la historia en detrimento de la literatura, dos obras que se venían fraguando desde mucho antes son editadas. No dos obras, sino las dos mayores obras de la narrativa cubana de todos los tiempos: El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y Paradiso (1966), de José Lezama Lima.

 

Pero no es hasta fines de la primera década revolucionaria que la narrativa se repone de la perspectiva abierta por el asombro y literalmente estalla en cuatro libros que son claves para comprender su ulterior evolución: Los años duros, de Jesús Díaz, Condenados de Condado, de Norberto Fuentes más La guerra tuvo seis nombres y Los pasos en la hierba de Eduardo Heras León, todos ellos colecciones de cuentos. Literatura de la violencia, donde la guerra, y por tanto la historia, es el personaje protagónico. Conflictos de alto dramatismo, formas rítmicas veloces y lenguaje de sobreentendidos que implica una complicidad, una comunidad de vivencias entre el lector y el escritor, es una cuentística más babeliana que hemingweyana, cruda, incisiva, y que evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Una literatura que tendrá sus continuadores directos durante los 80: Montañas, de Miguel Mejides, da inicio a lo que podría llamarse “la literatura de la otra guerra”, con los sucesos de Angola y en menor medida de Etiopía y Nicaragua, como catalizadores y protagonistas de los conflictos. Aunque esta segunda literatura de la violencia conjuga una búsqueda de los resortes morales y éticos del hombre, que será la tónica de la narrativa más reciente.

 

Como epílogo, La última mujer y el próximo combate, novela de Manuel Cofiño, inicia en los 70, lo que Ambrosio Fornet llamaría “el quinquenio gris” de la literatura cubana.

 

Durante la segunda mitad de los 70 irrumpe en nuestra novelística José Soler Puig, que va componiendo, mediante libros como El pan dormido, una crónica tenaz de Santiago de Cuba, que entra con él como ciudad en la literatura. De Santiago es también —hijo de gato caza ratones— Rafael Soler. Sus libros Noche de fósforos y Campamento de artillería inauguran la nueva épica, literatura del cambio donde el suceder cotidiano, las transformaciones no (explícitamente) violentas de la sociedad, confluyen con las búsquedas ético‑morales de los personajes.

 

Al mismo tiempo, se produce una nutrida —aunque no con frecuencia feliz— novelística que indaga en los resortes del pasado, e ilumina zonas no exploradas por la literatura.

 

Los 80 equivalen a un segundo aire dentro de la narrativa cubana contemporánea. Literatura rica en matices, diversa desde el punto de vista formal, enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

 

En esta narrativa de los 80, la historia, o la protohistoria, asume un lugar clave desde la perspectiva de lo cotidiano. Libros como Donjuanes de Reinaldo Montero, Se permuta esta casa, de Guillermo Vidal, Un tema para el griego de Jorge Luis Hernández, o Cuestión de principios de Eduardo Heras, por sólo citar algunos ejemplos, develan los resortes de la historia que será, en una zona de riesgo, dado de que “Lo que representamos no es la realidad misma, sino fragmentos y parcelas de realidad reflejadas por nuestro narrar”[18]. Riesgos de los que no siempre se salva, dado que

 

“...el novelista corre el riesgo de convertir su obra en una mera acumulación sociológica, preocupado solamente por su significado ideológico con desmedro de su valor estético. La confusión puede ocurrir cuando se olvida que el arte acciona por el mecanismo sicológico del sentimiento, proceso en el cual suele ser cualidad adventicia el entendimiento. Por aquella posibilidad de incluir elementos ajenos al arte que Ortega hacía referencia, los peligros son siempre mayores para la novela que para ningún otro género literario. Por eso han de ser mayores los resguardos del novelista”[19].

 

Aunque el riesgo mayor, el de una literatura fugazmente inmediata y que será, por lo mismo, fugaz en la memoria de los lectores, ha sido sagazmente evadido por un puñado de autores, dado que la indagación se produce en los resortes ético‑morales que mueven la circunstancia histórica, no en el anecdotario del día. Su inmanencia reside en ese abordaje, más allá de cualquier consideración temática. Pero no sobran las precauciones, ni prestar oído a las advertencias que ya nos hacía Carpentier:

 

“...¿Qué lenguaje es ese? El de la historia que se produce en torno a él, que se construye en torno a él, que se crea alrededor de sí, que se afirma en derredor suyo. No se trata, evidentemente, de tomar la prensa de todos los días y sacar de ella una conclusión literaria, sino que se trata de ver, de percibir lo que, en su propio medio, le concierne a uno directamente, y de mantener la cabeza suficientemente fría como para poder escoger entre los diferentes compromisos que nos solicitan.

 

‘Los peligros son grandes, lo sé. Hay malos compromisos. (...) Uno puede equivocarse y hasta muy seriamente. Dejar en ello el fruto de toda una vida intelectual”[20].

 

Y precaverse no significa cejar ni dedicarse a una literatura menos “comprometida”, menos arriesgada —sobre todo ante la perspectiva de una materia narrativa no sancionada por el dictamen del tiempo—, equivale a asumir, como un buen buzo o un paracaidista, los riesgos del oficio, porque

 

“Apropiarse del mundo es apropiarse de la realidad, pero es, más que nada, descubrirla. El novelista es un aventurero, un explorador de la realidad: no la recibe consolidada y explicada, no la recibe interpretada; a él cabe hallarla, y la halla en los lugares menos publicitados, muchas veces en los más esquivos. Y encontrarla es lo mismo que explicarla, ambas funciones corren paralelas, y ellas a su vez deben entroncar con las raíces subjetivas. Se busca lo que se ha de encontrar”[21].

 

y los que miran desde la platea a quienes ejercemos el oficio de las palabras, jamás podrán adivinar lo que para nosotros es riesgo de cada día: una página desnuda es una zona en blanco, una cartografía inédita. Los ríos espumosos aparecen de repente, al doblar un recodo; los puentes se levantan sobre la marcha; los cruzas y se esfuman. No hay señalización ni caminos, ni coordenadas, ni señales. No hay a quien preguntar en esa tierra de nadie que es la literatura. Todo puede ocurrir.

 

“La historia: ese personaje”; en: El Caimán Barbudo, año 27, Ed. 274, julio-septiembre, 1993, pp. 27‑29.

 

“La historia: ese personaje”; en: Revista El centavo, Morelia, México. v. XVI, enero, 1993, pp. 6‑10.


 

[1]Chao, Ramón. Palabras en el tiempo de Alejo Carpentier Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 43

 

[2]Márquez Rodríguez, Alexis: La Luna de Fausto y la nueva novela histórica latinoamericana, en: Casa de las Américas No. 144 La Habana, mayo‑junio, 1983. p. 172‑173

 

[3]Rama, Angel. Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas Número Extraordinario: Diez años de la revista Casa de las Américas (1960‑1970) La Habana, julio de 1970 p. 34

 

[4]Idem. p. 35

 

[5]Márquez Rodríguez, Alexis. Op. Cit. p. 174

 

[6]Henríquez Ureña, Camila. Esencia y forma del arte novelístico, en: Esencia y forma del arte novelístico Ministerio de Cultura. La Habana, 1980 p. 25

 

[7]Henríquez Ureña, Camila. Invitación a la lectura Ed. Pueblo y Educación. La Habana, 1975. p. 15

 

[8]Agosti, Héctor P. Los problemas de la novela, en: Defensa del realismo. Ed. Lautaro. Buenos Aires, 1963. p. 90‑91

 

[9]Rama, Angel. Op. Cit. p. 34

 

[10]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 178‑179

 

[11]Carpentier, Alejo. Un camino de medio siglo, en: Razón de ser. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985 p. 36

 

[12]Agosti, Héctor P. Op. Cit. p. 86‑87

 

[13]Carpentier, Alejo. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 160

 

[14]Updike, John. En: Conversaciones con los escritores The Paris Review, 1974. p. 346

 

[15]Flaubert, Gustave. Carta a Iván Turgueniev, en: Miriam Allot: Los novelistas y la novela Ed. Seix Barral. Barcelona, 1965 p. 234

 

[16]James, Henry. En: Idem. p. 402

 

[17]Chao, Ramón. Op. Cit. p. 30

 

[18]Conrad Kurz, Paul; Metamorfosis de la novela, en: Esencia y forma del arte novelístico. Ministerio de Cultura. La Habana, 1980. p. 62‑63

 

[19]Agosti, Héctor P.; Op. Cit., p. 89

 

[20]Carpentier, Alejo. Papel social del novelista, en: La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985. p. 177

 

[21]Rama, Ángel; Op. Cit., p. 31



El sabor de la intolerancia: ¿fresa o chocolate?

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A esta hora imprecisa anclada sobre los techos de La Habana, entre paredes blancas, cerámicas, libros y serigrafías, vigilado de cerca por un equilibrista en su cuerda floja, bajo un ventilador de techo que echa más ruido que fresco, en una butaca de malaca, me espera Senel Paz —narrador y guionista de Fresa y chocolate, nominada al Oscar a la mejor película extranjera—. No ama las entrevistas, pero es débil ante el acoso de los amigos. Y uno se aprovecha.

 

Siendo posiblemente el más popular de los narradores cubanos de las recientes promociones, cabe hacerte una pregunta: ¿Qué puede hacer a un escritor popular?

 

Dentro de eso hay cosas que meten miedo. Ser un escritor popular no tiene que coincidir para nada con la buena literatura, y viceversa: ser popular no te condena a ser un mal escritor. Para que un escritor sea popular hay factores importantes: los temas, las historias y, determinante, el estilo. En el ámbito cubano y latinoamericano, creo que en lo referido al estilo hay un gusto por la literatura sentimental, que acude a las emociones y los sentimientos. Una literatura que tenga una dramaturgia cercana al teatro, al cine, que genera algún tipo de tensión. Y también un estilo con peculiaridades muy reconocibles y, en particular, una musicalidad. Pienso en los casos de Guillén, Cofiño, Onelio. Casi siempre literaturas sencillas o aparentemente sencillas. Y esto es una introducción, lo que quería decirte es que creo que la comunicación es un valor importante para la literatura, pero no definitivo, y se puede convertir en un cáncer cuando se quiere lograr a toda costa. Pero cuando los escritores responsables son agraciados con la popularidad sin proponérselo, bienvenida sea; sin dejar de ser consecuente consigo mismo. Buscarla creo que es un grave peligro, porque se tiende a dejar de escribir como uno escribe, para complacer un gusto. Creo que la prosa de Lezama reúne muchas características para ser una prosa popular. ¿Por qué no lo es? Porque necesita un lector de una formación cultural de media a alta. Pero tiene una prosa inconfundible y musical, sensual. Se puede decir de un párrafo suyo: “Esto es un Lezama”. La popularidad cumple con una fórmula muy vieja: sencillez y acudir más a los sentimientos que a la razón. Creo que mi literatura tiene algunos rasgos que le permitirían ser de muchos lectores, por razones de tema, estilo (musicalidad), el elemento del humor, la carga emotiva y, al menos en lo que he publicado hasta ahora, una lectura sencilla (aunque puede ser técnica y estilísticamente más complicado de lo que parece). Hay otra literatura cuyo encanto reside en la complejidad, en la dificultad de descodificarla, y es una de las tendencias contemporáneas más fuertes. No es mi proyección más natural, pero tampoco soy indiferente a esos juegos con la estructura y el lenguaje. Pero aún en textos con esas cualidades, persiste en mí una cierta voluntad de claridad. Aunque aparentemente el lector de hoy es más racional, yo noto que las formas clásicas —el cuento en tercera persona, por ejemplo, con exposición, nudo y desenlace— son eternamente efectivas.

 

Quizás el lector encuentra en esa literatura un escudo contra ese racionalismo que impone la cotidianía. A veces hasta una novela empalagosa es necesaria. Hay como un déficit vitamínico, una hipoglicemia que viene a suplir.

 

Es un rasgo esencial del ser humano y quizás sea eso lo que le falta a la literatura más cerebral. Aunque el talón de Aquiles de la prosa más sensorial suele ser la falta de profundidad, pero no creo que sea algo consustancial a ella. También hay un lector más especializado que espera de la literatura placeres mucho más intensos y complejos. Un lector mucho más profesional. En general, uno recoge la opinión de que el lector se ha reducido pero, al mismo tiempo, se ha convertido en más inteligente y más exigente.

 

¿Cuáles son los lectores que a ti te interesan? ¿Tiene eso algo que ver con la función de la literatura?

 

En un congreso parece que la literatura tiene una alta función, vital para la sociedad; pero a ratos a uno le parece comprender que la función de la literatura y del arte es entretener, suavizar la vida. Eso pasa en el cine. Obras que reflejan la vida y los problemas, muy buenas, pero nadie las va a ver. Orientarse por eso es la locura. Lo único que puede orientarlo a uno es uno mismo. Pienso que el público siempre agradece al artista que le haya ofrecido una experiencia auténtica. Ser popular, tener éxito es algo para lo que hay que estar preparado. A mí no me produce placer. Por suerte un escritor no es un actor, ni está inmerso en eso que se llama popularidad. Una cosa al parecer tan bella puede convertirse en la peor tragedia del mundo. Hay que tener una personalidad preparada para eso. No es mi caso. A mí me desconcierta y me descontrola que alguien me conozca o se acerque a mí ya con ideas de mi persona, que se acerquen a mí para contarme historias, con la aspiración de que yo las cuente de otra manera. Y traten de “hablarme bonito”, no en su lenguaje corriente, que es el propio. Y eso es una tragedia: perder el lenguaje de la gente, el modo de decir.

 

¿Por dónde anda el buen camino de la narrativa cubana? ¿Van los narradores por él o han tomado algún desvío? ¿Qué acusan las más recientes promociones?

 

Creo que el camino es hacia una conquista superior del lenguaje, una experimentación y búsqueda mucho más amplia. Anda también en una mayor objetividad, serenidad y profundidad en el análisis de la realidad cubana. El mismo hecho de meditar sobre el país ha dejado de ser una decisión consciente, una alteración de la espontaneidad. Se ha creado una relación cómoda, orgánica, entre la escritura y la realidad, de modo que todo aquello de literatura comprometida, de autocensura, ha sido superado y el acercamiento es más fresco, más sincero. Incluso algunos escritores ante la dificultad de enfrentar la realidad, nos abstuvimos, en términos de “si no lo voy a hacer bien, si no tengo resueltos mi amor y mis dudas, mejor me abstengo”, como otros escritores se acercaron a esa realidad desde una óptica demasiado política, demasiado histórica, y que también...

 

Hicieron un poco literatura de denuncia.

 

Buscando premeditadamente una literatura vinculada a los destinos del país, lo que es válido únicamente si lo haces desde la literatura. Hoy creo que hemos llegado a esa realidad a través de la literatura. Y por eso estamos en mejores condiciones que nunca antes para hacer buena literatura, donde lo que sea cuestionador, político, el amor, el canto, se integren armónicamente.

 

He notado en gente muy joven que esa voluntad de denuncia va cediendo paso a la asimilación de la sociedad como un todo con sus virtudes, defectos y conflictos. Realidad de la que la literatura es reflejo e instrumento de análisis, pero nunca el manifiesto para cambiar aquello.

 

Los autores más jóvenes están acertando a resolver ese problema desde el principio. Ha sido un problema muy complejo de resolver en la literatura cubana, dada la conmoción que significa una Revolución, donde volverte a colocar con objetividad y madurez, sin exaltación, ha sido casi traumático, más cuando se ha creído en el uso de la literatura para llenar un vacío en la discusión de problemas sociales o políticos; con lo que se ha adulterado su naturaleza. Muchos de esos factores han desaparecido, pero otros no.

 

¿Crees que entramos en una situación nueva con la falta de papel: una literatura condenada a la oralidad o a proyectarse hacia el exterior?

 

Eso es un problema más grave para el escritor que para el lector. Lo sería para el lector si ese período se extendiera mucho. Puede que signifique un retraso, pero suponiendo que el lector se dedique a leer sólo la literatura publicada hasta el 90, ya tendría buen trabajo. Podría producirse una fase de desactualización, pero no sería un daño irreparable si hubiera mecanismos eficaces de distribución y acceso a la literatura existente. Diez años sin literatura cubana, redescubriendo o descubriendo a Proust, a Joyce, serían fructíferos. Para los autores es otra cosa, porque publicar un libro es completar un ciclo, enfrentarse a la crítica y los lectores. Por lo demás, hoy tú puedes encontrar escuelas donde grupos completos de estudiantes no han leído en los últimos 5 años ni una obra de narradores cubanos contemporáneos. Tampoco la publicación en el exterior sería una solución para los autores, porque se verían privados de su lector natural, incluso de su crítico natural.

 

Si bien la más generalizada reacción internacional hacia la literatura cubana es el desconocimiento, ¿en qué medida puede o podría nuestra literatura confluir con la avidez de un lector potencial que en América Latina está creciendo?

 

Tengo la impresión (no la certeza, para la cual no poseo datos) que el lector en América Latina también se ha ido haciendo elitista. Cuando uno piensa que en Ciudad México una edición de la obra de un gran escritor consta de 3.000 ejemplares, y los precios de esos libros, y los niveles de vida, se da cuenta que la lectura ha quedado para determinados estamentos de la sociedad, que posiblemente no incluyen a ese lector al que uno aspiraría. ¿Quién es el lector? Bueno, sea quien sea, la carta de triunfo radica en la calidad de la literatura. Es cierto que el interés por Cuba es un factor, pero que se agota muy rápido... La gente que lee literatura no lo hace buscando información, aunque hoy hay un retorno de Cuba como foco de atención, lo contrario de lo que ocurrió hace unos pocos años. El mercado es favorable pero no perdurable. Pero coincide con que hay muy buenos síntomas de calidad en la literatura cubana contemporánea, que nos permitirían ganar el espacio que nos merecemos, sin exagerarlo, dentro del lector latinoamericano y mundial. A los consabidos nosotros se están sumando nuevos nombres (las listas nunca son largas) y confío en que los escritores cubanos se van a ganar un lugar. Y si las editoriales extranjeras vinieran buscando, encontrarían. Lo primero es abrir la puerta y eso se decide con los textos. La propia poesía tiene mucho que ofrecer. Pero a veces nos gusta, preferimos pensar que si la literatura cubana no tiene más impacto en el extranjero se debe al aislamiento político. Y eso no me parece correcto. El cine cubano tuvo mayor espacio desde el momento que se constituyó en un cine más interesante. Aunque haya aislamiento, que también ocurre entre Venezuela y Colombia o México. Mas fácil es hallar en Quito el último best seller de Europa y Estados Unidos que las mejores o más actuales obras de los países colindantes. La época del postboon ha conllevado un desmantelamiento de la comunicación literaria entre nuestros países e incluso la comunicación entre autores, cosa que no pasaba hace diez o veinte años. No conocemos a nuestros iguales. ¿Quién es el Luis Manuel o el Senel de Argentina, de México? Y existen. Yo lo descubrí en México: Un grupo de escritores con obra, incluso con una posición social en las universidades. Están creadas las condiciones para un nuevo lanzamiento de la literatura latinoamericana. Tiene que haber una revisión inmediata. Y tendrán que aparecer los mecanismos promocionales, porque el boom no fue sólo un fenómeno literario, sino también editorial, comercial, de promoción. Lecciones que no hemos aprendido. Europa es otro caso, porque su interés hacia América Latina ha disminuido y está fijándose continuamente en sí misma.

 

En “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (que ganara el premio Juan Rulfo en París y, por supuesto, en la película Fresa y chocolate que se basa en el cuento, han visto o creído ver una narrativa de aprendizaje, una exculpación de la homosexualidad, y hasta una hipercrítica (qué palabreja más fea) a la Revolución, que concluye de un modo raro, con pioneros y flores (el cuento, creo que el final de la película está mejor resuelto). Si hubiera que rotularlo, me remitiría a él como alegato contra la intolerancia, pero hasta eso me desdibuja el relato, donde lo temático es menos trascendente que lo conmovedor, humano y tan próximo, de sus situaciones y personajes. ¿Cuáles son las opiniones más disparatadas que has recibido sobre el cuento y sobre la película, cuáles las más inesperadas y, por fin, cuál es la tuya?

 

Mi opinión está redactada sin que le sobre ni una coma en la opinión tuya. Ha habido opiniones disparatadas y también inesperadas. Parto de que a pesar de su difusión tan limitada (dos mil y tantos ejemplares en Cuba en publicaciones especializadas en contraste con los 100 000 ejemplares de México) este cuento ha gozado de una alta popularidad, pasándose incluso de mano en mano copias y fotocopias. La valoración más disparatada ha sido la de gato por liebre, en el caso de lecturas prejuiciadamente politizadas: El cuento tiene el final que tiene para poder decir lo que dice. Esto es, el cuento es hipercrítico pero con un final que le permite pasar. Y Dos: Pongo lo del medio para poder decir el final, siendo entonces un cuento de apoyo irrestricto al gobierno, ante todo diciendo que en Cuba se puede escribir un cuento como éste. A veces me parece necesaria una declaración al principio de todo lo que escribo: “Ojo con el gato y la liebre”. Yo no practico el camuflaje de determinados criterios para que me pasen por la aduana. Mi operación literaria es limpia. El que se deja pasar gato por liebre es porque quiere.

 

En México, Venezuela y Francia, ¿cuáles han sido las opiniones predominantes?

 

El de la calidad literaria del texto. Que he logrado, con Diego, un personaje importante en la literatura cubana.

 

Como en su momento el “Premio David” o el “Premio de la Crítica”, pero a una escala superior, la obtención del “Juan Rulfo” es una catapulta. Y a propósito, ¿dónde queda ese lugar intermedio entre el orgullo sin pacaterías por lo alcanzado y la inconformidad crónica con la propia obra de todo creador en crecimiento? ¿Cuál es su dosis de agonía? ¿Cómo funciona ese cachumbambé que roza en sus extremos la pedantería y la autoflagelación?

 

En mi caso el cachumbambé se inclina hacia la autoflagelación. Mi inconformidad es crónica, aunque trabajar me ha dado buenos resultados. Y que conste, prefiero aparentar ser pedante que falsamente modesto, que es la peor de las pedanterías. Creo que cada uno de mis libros ha sido lo mejor que en ese momento he podido hacer. No sería justo que yo lo analizara ahora. Cuando los escribí no escribía mejor que eso. Este cuento del Rulfo es mi nivel actual. No los tacho de “ensayos” mientras mi “gran obra” está guardada. Lo que he ido publicando me ha dado sucesivas satisfacciones. Pero no logro gozar los éxitos. Mi primera reacción es esconderme en el cuarto como los niños. Aunque ya he aprendido a fingir alegría y entusiasmo para no parecer anormal. Los premios me producen verdaderamente un extrañamiento, y eso ocurre con el libro publicado. Ni como periodista ni como escritor soy capaz de leer mis libros publicados. La relación con el objeto que es el libro no se produce, ni con la promoción, ni con las entrevistas...

 

Senel acostumbra a hacerse el bobo y suele insistir en que es ni más ni menos que un espontáneo de pura cepa, incapaz de elucubraciones teóricas, pero todos los que lo hemos leído, y aún más, los que le hemos visto la cara de zorrito cuando suelta alguna observación sobre el arte de narrar, desconfiamos de esa “ignorancia feliz” que quiere vendernos. Por eso aquella tarde (mañana o noche, quién se acuerda) le pregunto: ¿Existen vasos comunicantes entre tu labor como narrador y tu labor como guionista? ¿Cómo funcionan?

 

Sí. Muchos. Y en ambas direcciones, al extremo de que pienso escribir una novela corta a partir del guión de Adorables mentiras. El cine me aportó elementos que eran deficitarios en mi literatura: la dramaturgia, los diálogos y la tensión. Incluso no me interesaba, por ejemplo, que un texto tuviera progresión dramática, aunque pudiera darme cuenta de que lo requiriera. Siempre me interesaron más los personajes que las historias. Incluso el cine me ha influido en la prosa al hacerme consciente de elementos de otras artes menos usados por la literatura. Quieras o no, el cine te obliga a pensar en todas las artes. Si en literatura es grave adentrarse en una estructura que no hayas premeditado, e irla descubriendo, en cine es un suicidio. Y aunque no he llegado a resolverlo tampoco en el cine, ha influido en que piense más en eso que antes. Estoy convencido de que los elementos narrativos propios de la literatura que antes me eran menos interesantes, me son ahora más necesarios en el cine. Y de paso se me han quedado en la literatura. Si antes me interesaba la intensidad poética, ahora sumo a eso la intensidad dramática. Se me ha revelado también una facilidad para el humor a través del diálogo. Hasta entonces era más a través del lenguaje. Y el humor para mí es involuntario, es mi herencia (provengo de una familia sumamente cómica y he conocido a muchísimos humoristas anónimos). Mi humor nunca es buscado, me sale. Y tengo constantemente que estar quitando humor. Una película para mí implica el universo de una novela, es una novela que no se escribe, que elude el enfrentamiento con el lenguaje; aunque el argumento presenta dificultades también muy altas para mí, que me siento más cómodo en el diálogo y en la estructura.

 

Entonces, ¿cómo trabaja Senel Paz? (Esta dosis de chisme es lo que más atrae a los lectores de entrevistas, pero eso no se lo dije, porque él, como periodista, lo sabe). ¿Planeas hasta los detalles para después escribir en un rafagazo súbito? ¿Vas trazando el plan de la obra a medida que avanzas en la escritura? ¿Tienes horario o eso queda al tiempo disponible y los azares? Puedes añadir vicios, manías, traumas de chiquito y hasta anécdotas.

 

Yo creo en la utilidad de hacerse un plan y si es posible dibujar previamente el argumento; pero no es lo que yo hago. No puedo. Descanso mucho en el fogonazo, en los estados de ánimo. O más bien, en los estados de gracia. La sorpresa juega para mí un papel fundamental. Escribir sin saber a dónde voy. Y si tengo un planeamiento previo, la historia suele coger por otro rumbo. Escribo más con la nariz que con la razón. A olfato. A golpes de presentimiento. Pero trabajar por acercamientos es muy trabajoso. La razón toma su lugar después, durante la reescritura final.

 

¿Tienes un horario fijo para escribir?

 

No. Puedo escribir excelentemente a cualquier hora y puedo hacerlo durante cualquier período de tiempo. Dicen que eso varía con los años, pero a mí lo que me ha ocurrido es que ahora necesito más condiciones (silencio, tranquilidad, buena iluminación); entre otras cosas debe ser porque las tengo. La música no me ayuda, salvo excepciones. Soporto pequeñas interrupciones para tomar un trago, un té; pero las interrupciones me hacen mucho daño, me ponen de mal humor, y yo soy una persona diseñada para el buen humor, con muy poca capacidad para desintoxicarme del mal humor. Me bloquea. Me destruye el estado de gracia, el placer intenso que es trabajar, no sólo escribir, sino trabajar en general. Eso me debe venir de mi extracción campesina. Necesito escribir solo y preferiría escribir encuero. Poder actuar mientras escribo. Y no soporto, por supuesto, que alguien lea lo que escribo. Me paraliza. Esto es un retroceso en mi capacidad para escribir a toda prueba, como cuando era reportero en Camagüey y tecleaba en la redacción del periódico, o cuando concluí El niño aquel en la beca, en medio de unos juegos deportivos, no recuerdo cuáles.

 

¿Qué te induce a escribir?

 

Muchas cosas, pero puede ser un libro, una lectura, aunque no tenga nada que ver con lo que yo escriba. Hay autores que no puedo hojear porque inmediatamente me mandan a escribir.

 

¿Eso es también, como tus lecturas, un secreto para los críticos?

 

Y para los colegas.

 

“El niño este”; en: Somos Jóvenes, n.º 140, La Habana, enero, 1992.



El arte de ponerse el cuerpo

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“En estos tiempos de ansiedad
de espíritu, urge fortalecer
el cuerpo que ha de mantenerlo”.
José Martí, marzo de 1883
Cierta tarde de enero —bien calurosa, por cierto— me invitaron al Instituto Superior de Cultura Física. Querían que disertara —horrible palabra, ¿verdad?— sobre la cultura y el deporte. Yo no diserté sobre nada, por supuesto, pero como para algo me habían invitado, empecé hablando de Monterroso y su fábula de Aquiles y la tortuga, donde se conjugan una teoría científica —por entonces, lo era—, el deporte y el arte de narrar, con lo que la cultura asume su verdadera función totalizadora. Más tarde leí fragmentos de las edificantes descripciones de Allan Sillitoe sobre el mejor modo de correr delante de la policía, e hice referencia a dos artículos de Martí, publicados en 1882 y 1888 respectivamente, sobre la carrera de las 600 millas en el Madison Square Garden de Nueva York: pasajes de una grandeza macabra, hombres hipnotizados, embrutecidos por el esfuerzo, los espectadores pagando para estar allí cuando alguno reventara como un caballo de carreras, la desolación de los camerinos después que hubo pasado por ellos el vaho sucio de la derrota. Dos artículos antológicos, escritos por quien sabía ver más allá de la corteza.
Y de ahí partí para una reflexión —que era al mismo tiempo una provocación: ¿En qué medida ha alcanzado al deporte el proceso de deshumanización que está teniendo lugar, a nivel mundial, en el arte, en la vida social, en la cultura humana? ¿Es acaso la cultura física cada vez menos cultura y más física?
Y como todos los reunidos eran especialistas en cultura física, investigadores, metodólogos, profesionales dedicados al deporte, la respuesta a mi provocación no se hizo esperar. Así yo, el invitado a disertar, hice que ellos disertaran. Tenían por decir cosas mucho más interesantes que las mías. Por eso no he querido que ustedes se lo pierdan:
El deporte es un arte
Omar Paula (Profesor de Metodología del Entrenamiento): Yendo a la parte conceptual: la cultura física no es solamente el deporte: forma parte de la cultura general e incluye la Educación Física (proceso pedagógico especializado) y el deporte. Incluso la cultura física se ve más allá de la enseñanza: incide en los sentimientos del hombre. En la práctica cubana del deporte y de la cultura física no está la deshumanización del deporte. El deporte es un arte. No hay que verlo sólo por su rendimiento, sino por el desarrollo de las habilidades que van adquiriendo los deportistas, por los movimientos que hacen. Juan Torena era llamado, por ejemplo, “el elegante de las pistas”. Y la gente va a ver un espectáculo, pero también a asimilar conocimientos, a disfrutar los movimientos: fluidos, bellos. Y eso incide en la cultura del hombre. Y eso ocurre en el deporte elite, que es cuando se llega a la maestría en los movimientos; pero el deporte hay que verlo también en su masividad.
Alejandro Víctor (Salvavidas): La cultura física se ha alejado ciertamente de la parte cultural para quedar en lo físico.
Aldo Pérez Sánchez (Profesor de Recreación y Turismo): Sí, hay un alejamiento del carácter cultural al lado físico de la cultura física; en Cuba y en el resto del mundo. La cultura física se está convirtiendo en una cultura de espectador. Incluso la cultura artística y literaria: la cultura de masas conduce al hombre hacia la posición de espectador. Muchos espectadores pasivos. Y escasos, pero muy especializados participantes activos. El que se dedica al deporte tiene que especializarse, y ello nos lleva al espectáculo: sumas de dinero enormes para costear los entrenamientos (partiendo de una alta calidad del atleta). Pero no hay conciencia de que el deporte, incluso como espectador, es parte de la cultura del hombre, de sus opciones recreativo culturales.
Ernesto González (Profesor de metodología de la Investigación): Sí existe una separación entre cultura física y deporte, tácitamente admitida, incluso internacionalmente. Por otra parte, la sociedad concibe la cultura como el conocimiento, no considera parte de la cultura la destreza, que es lo que desarrolla la cultura física. Y esta propia institución ha hecho muy poco para consolidar el papel cultural de la cultura física, no así el campeonismo y el deporte elite, hacia donde va dirigida. Para que la cultura física entre verdaderamente en la cultura, hará falta la ayuda de todos: las instituciones, el Estado, los medios de difusión. Todos.
Más alto, más rápido, más fuerte
Aldo Pérez Sánchez: La reafirmación en Cuba de la política del alto rendimiento responde a una prueba de nuestro desarrollo socio económico y a nuestra rivalidad con el capitalismo en el campo de las ideas. Por ello hay que permanecer en esta línea del desarrollo del deporte supe especializado, aunque responda a una base que es la educación y la cultura física. Pero la cultura física es un campo minado por el que transitamos unos cuantos zapadores; en el cual la política estatal ha sido efectiva hasta los 80, década en que no ha sido así. La primacía en nuestro país está en el deporte de alto rendimiento, a pesar de las muy buenas intenciones de llevar una cultura de masas verdadera en el campo del deporte.
Estrella Fernández (Especialista en Investigación Social):Producto de la política, acertada a mi juicio, que hemos tenido que llevar en el deporte de alto rendimiento para demostrar de qué es capaz el socialismo, hemos ido descuidando el empleo del deporte y la Educación Física como un elemento de la cultura física.
Pavel Prendes (Especialista en recreación): La cultura física se separa del campeonismo en el sentido de que la primera busca mejorar la salud del hombre, y el campeonismo, corroborar una tesis política, la confrontación entre sistemas o países. De ahí que el sistema de puntos en una olimpiada sea netamente comercial. ¿Por qué si no se invierten cuantiosos recursos en el desarrollo del deporte?
Irán Valdés (Metodólogo): Toda actividad humana se especializa cada vez más. Detrás de esa especialización está la expresión de nuestras potencialidades. Quien tiene esa potencialidad, ¿por qué no la va a desarrollar? ¿Por qué no va a ser un campeón de nivel internacional si puede serlo? ¿Es malo? No. Tenemos una sociedad que permite al hombre, al menos en el campo del deporte, desarrollar al máximo sus potencialidades, competir a los niveles máximos. Lo que mueve a la gente hacia el deporte es que tenemos figuras. Si no, nuestros espectáculos deportivos no tendrían brillo, no serían un buen medio de recreación —y en ese caso, ¿dónde vamos a meter a los cientos de miles de espectadores que van a la pelota, que es una opción legítima?—. ¿Qué puede mover más al muchacho hacia el deporte que la figura del campeón? Otra cosa diferente es habernos dedicado demasiado poco a lo otro: la cultura, la Educación Física. Y lo uno complementa lo otro. Pero tampoco los muchachos leen, o pintan, o van a exposiciones de pintura. Se refleja en esto el mismo problema que se refleja en el resto de la educación en este país. No hay otra cosa. Somos tan pecadores en ese sentido los que nos dedicamos al deporte como los que se dedican a la cultura.
¿Profesionales?
Alejandro Víctor: Actualmente el profesionalismo está en todo el mundo. No existe el atleta amateur, y no va a existir mientras el estímulo siga siendo el mismo. Se pierde el concepto de cultura física.
Pavel Prendes: Se ha hablado mucho en contra del profesionalismo, de los estímulos materiales. Pero, por ejemplo, cuando el equipo Industriales estuvo a un juego de ganar la serie nacional, todos sus integrantes recibieron casa. ¿Cuánto vale una casa en este país, con los problemas de vivienda que hay? ¿Es eso un estímulo material o no? Y eso es campeonismo, que no tiene nada que ver con la cultura física en función de la salud y el desarrollo armónico.
Ynilo Figueroa (Sociólogo. Investigador): El amateurismo en el deporte de alto rendimiento en el mundo está en crisis. Absolutamente. Y ya Samaranch, con todos sus defectos, dijo: Vamos a acabar con la hipocresía deportiva. Lo que se acerca es un supercampeonismo: Cada vez menos deportistas, pero con posibilidades extremas. ¿Y los demás qué?
Mente sana en cuerpo sano
Ynilo Figueroa: No estoy en contra de la competencia, pero el campeonismo es necesario revisarlo: ¿Hasta dónde el ser humano puede trasponer una barrera sin dañarse? Y esto es puro humanismo. ¿Han visto ustedes el tamaño de las gimnastas de cualquier equipo de alto rendimiento en el mundo? ¿Todas iban a ser chiquitas o el entrenamiento les retarda el crecimiento? ¿Qué pasa con los pesistas de alto rendimiento? ¿Y con los boxeadores? Es un deporte inhumanizable, porque en la medida que lo humanizas, pierde su sentido.
Pavel Prendes: Todo el mundo sabe que casi todos los atletas de alto rendimiento tienen problemas fisiológicos: por los anabólicos, la enorme carga física, las lesiones y sucesivas operaciones, etc. ¿Qué tiene eso que ver con la salud, con el bienestar y la armonía del cuerpo y de la mente?
Espectadoritis: ¿sí o no?
Ynilo Figueroa: La espectadoritis y el campeonismo se están viendo mundialmente como un mal. No sólo en el deporte.
Francisco Safora (Especialista en Recreación): Los espectáculos y competiciones deportivas habría que analizarlos como los festivales de teatro, donde se dan premiaciones y hay competencia. Lo físico, ¿acaso deja de ser cultura porque sea físico? El espectáculo donde hay un gran despliegue de actividad motora está de acuerdo con los intereses y gustos de las edades adolescentes, ¿no es para ellos una alternativa? ¿O es mejor que se enganchen de la guagua para demostrar esta destreza, para responder a esta necesidad de expresión corporal? Esto es parte de la cultura. Un evento deportivo es también un marco apropiado para la comunicación padres hijos.
Uno, dos y tres ¿o qué?
Yolanda Martínez (Profesora de Historia de la Cultura Física): Yo veo el deporte como un proceso de aprendizaje que culmina en el alto rendimiento, el deporte elite.
Estrella Fernández: Lo que decía Omar es cierto, pero sólo en teoría. Se ha esquematizado la clase de Educación Física: arriba, abajo, y ya. El profesor de Educación Física, el entrenador, era un eslabón importantísimo: organizaba equipos deportivos, concertaba competencias interescuelas. Iba mucho más allá de dar su clase. Y eso se ha perdido, tanto por razones económicas como de otro tipo. Y el niño no siente amor por el deporte salvo que sea escogido para entrar a una EIDE y resulte un buen atleta. El resto no ama el deporte porque recibe sólo una clase de uno, dos y tres. Salvando las excepciones, por supuesto. Los círculos de abuelos, por ejemplo, son un modelo de cómo hacer que las personas amen la cultura física, lo vean como parte de su cultura y su recreación. La gimnasia musical aerobia ha ganado en los últimos años, por ejemplo, un gran auge entre los jóvenes. Pero, ¿qué ha pasado? Iba muy bien mientras no se competía. Ahora muchos jóvenes la rechazan, porque no quieren ir a competencias, porque dicen que en las competencias los jurados no son justos, en fin, que ya ha pasado a adolecer de los problemas del campeonismo. Y se va desvirtuando su esencia, su carácter participativo. ¿Por qué hay que competir? ¿Por qué hay que ganar? En el caso de los adultos, el deporte a nivel territorial no se ha resuelto: ¿Cuántas ideas no son posibles para que la gente vea el deporte como parte de su cultura? El deporte se ve como deporte, la Educación Física, como Educación Física y, en el medio, hay un terreno de nadie que es el que propicia ese paulatino alejamiento de la cultura física de su función como parte de la cultura humana.
Margarita Arroyo (Metodóloga): Educamos al niño en el deporte como una obligación o como una meta: o se destaca y es una estrella y no nos interesamos por su cultura (no física), o lo desechamos simplemente como deportista. Nadie considera al deporte como una parte de la cultura.
Ynilo Figueroa (Sociólogo. Investigador): En general, la atención al fenómeno educativo en todas las esferas transita por una crisis, de lo que no escapa la Educación Física —más bien se agrava. ¿Qué imagen tenemos de nuestro profesor de Educación Física? Frecuentemente, la más negra. Yo tuve un profesor de Educación Física que no respetaba ningún plan de estudios y aparecía en el terreno con cascabeles, sonajeros, animación. Y un día me di cuenta de lo mucho que me divertía en aquella clase. Demasiado tarde para agradecérselo. En cambio, yo he visto profesores regañar a los muchachos por hacer ruido en la clase de Educación Física , sin darse cuenta que eso significa que la están pasando bien, que es divertido estar allí, dar salida a esa energía. Pero la hemos convertido en algo totalmente plastilínico y ortopédico. Los fenómenos lúdicos son inherentes al ser humano, y eso no lo aprovechamos para aficionar al niño al deporte a través de los juegos. Y hay cosas que, de no aprenderse, hábitos que, de no instalarse antes de cierta edad (de seis a catorce años), no se aprenderán ni se instalarán nunca. Pero los peores salarios se pagan en la primaria y es ahí donde están las peores instalaciones —donde más falta haría.
Pies de barro
Ynilo Figueroa: Cierta vez yo estaba traduciendo a un especialista extranjero la explicación que le dábamos de la curva de selección del 2% de niños con altas posibilidades para la natación. Y el especialista sólo me pedía que preguntara por los de abajo, por el 98% restante. Hubo que responderle: No se está haciendo nada con ellos.
Pavel Prendes: Mira, en Cuba, con los recursos que se dedican al deporte de alto rendimiento hay para hacer buenos gimnasios a nivel de municipio. En cualquier país desarrollado (y, al menos, en el deporte elite somos un país desarrollado) existen esas instalaciones y asistir al gimnasio después de la jornada laboral es parte de los hábitos, de la cultura cotidiana del hombre: media hora de actividad física que da salud, no campeonismo.
Ynilo Figueroa: En Europa, que no gana en voleibol, vas a una secundaria y ves a los muchachos jugando en un encuentro interescuelas y te dan ganas de preguntar si es el equipo juvenil nacional. Por el nivel de juego. Aunque su equipo nacional no esté a la altura del nuestro.
¿De dónde son los cantantes?
Ynilo Figueroa: Y no me hablen de sistema espontáneo de cultura física que genera campeones. Aquí todo el mundo sabe de dónde salen los campeones: Van a la escuela y miden antropológicamente al niño, y si da la talla, va para una EIDE, y de ahí, si sirve, para una ESPA, y de ahí, si sirve, para el equipo nacional. Por eso después del crimen de Barbados no ganamos una medalla de esgrima en quince años. ¿Por qué? Porque el resultado de todo un trabajo hecho en laboratorio estaba montado en un avión. Fíjate en la siguiente desproporción: el 92% de los trabajadores del INDER atiende al 0,02% de la población del país: los atletas de alto rendimiento.
“El arte de ponerse el cuerpo”; en: Somos Jóvenes, n.º 137, La Habana, octubre, 1991.



Donjuan de Ciego Montero

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En la muy ilustre Ciudad de La Habana, hay un lugar que alguien denominó "la caja de fósforos". Este sitio está integrado por salacomedorcocina y un cuarto (es un decir), distribuidos en el espacio que comúnmente ocuparía un cuarto (chiquito). Un refrigerador —el único de Cuba con la puerta invertida para que pueda abrirse— y un archivo separan la cocina del comedor. Allí es posible encontrar un carapacho de caguama, un mapa celeste en el techo —lógico, ¿no?—, un girasol de Van Gogh original —original de un socio que lo copió— y mil atracciones más. Allí los discos y los libros son tan benévolos que dejan cierto espacio a las personas, y antes del aire acondicionado, la temperatura se aproximaba a la del Kalahari al mediodía, sobre todo si eras invitado a comer y te tocaba el puesto detrás del refrigerador. En ese lugar de la muy ilustre Ciudad de La Habana vive el no menos ilustre Reinaldo Montero (tipo Borjomi), ex ciclista, ex técnico medio, ex obrero de una fábrica, graduado de Filología, asesor del grupo Teatro Estudio, ex eximio fabricante de vino de arroz, aficionado a los medicamentos chinos, buen amigo y escritor que escribe (hay también escritores que no escriben), indistintamente (o distintamente), poesía, teatro, narrativa y otros géneros aún por nombrar.

 

Reinaldo se dedica a la literatura desde aquella apacible edad en que sus condiscípulos empinaban chiringas, y se ha leído, en los últimos veinte años, 3.120 kilómetros de palabras, es decir, el equivalente a una hilera de palabras de San Antonio a Maisí (ida y vuelta).

 

El tránsito de lector a escritor fue cosa de dialéctica de las posibilidades. Así nació el “Septeto Habanero”, siete libros sobre nuestros asuntos de hoy, que en buena medida pueden ser los asuntos de siempre, y que ya va por el tercer tomo, la novela Maniobras, en camino. El primer libro, "Fabriles" fue recién publicado por la Editorial Letras Cubanas. Donjuanes, el segundo, fue premio Casa de las Américas de cuento (1986). Están además En el año del cometa (poesía), el premio David de Teatro que obtuvo en 1984 y dos películas con guiones suyos.

 

Este ya largo prólogo sólo sirve para introducir al personaje que responderá las siguientes preguntas:

 

—¿Hay alguna relación entre el agua de los famosos manantiales de Ciego Montero y el escritor Reinaldo Montero?

 

—Había una vez un niño que vivía en Ciego Montero y le gustaba mucho los encuentros con aguas, no le importaba si eran de lluvia o termales o de río o de cubo. Y por encima de las aguas posibles, el río Hanalla, que no aparece en los mapas, ni él ni el Charco del negrito que está a dos tiros de piedra del balneario o sanatorio que se llama Ciego Montero. Aclaro que entre las muchas aguas, en Ciego Montero por entonces no se encontraba la famosa agua agujereada. Ciego Montero, el balneario/sanatorio, eran piscinas tibias, calientes y que pelaban, y ofrecía la posibilidad de ser héroe de varias maneras. Por ejemplo, aguantando la respiración hasta el colmo, cosa que asustaba a Neisi, o desafiando la temperatura bárbara que aterraba a Neisi.

 

—¿Qué recuerdos te trae la palabra "bicicleta"?

 

—La Escuela Superior de Preparación Atlética, carretera, Paquito, mecaniquear, una nadadora, una piscina vacía.

 

—¿Qué hacías entre los 14 y 20 años?

 

—Uh.

 

—¿De dónde nació el libro Fabriles?

 

—De una fábrica.

 

—¿Hay teatro en tus cuentos y narrativa en tu teatro?

 

—Hay situaciones dramáticas siempre y por donde quiera, y mucho trabajo. Y nunca narrativa en el teatro, que quede claro.

 

—Has escrito un libro de poesía esperando el paso del cometa Halley, y uno de cuentos sobre los Don Juanes habaneros. ¿Hay algo en común entre esos dos temas tan diferentes?

 

—No. Hasta donde alcanzo.

 

—¿Existe algún medicamento chino que estimule la imaginación?

 

—Sí. Las Analectas, de Confucio, y El Libro de Mencio.

 

—¿Tus personajes son parte de tu familia? ¿Hasta cuándo los vas a estar explotando? ¿Son dóciles o a veces se les antoja hacer lo que les viene en gana?

 

—Qué bárbaro si ellos quisieran responderte. Te propongo una cosa. Hazle una entrevista a Angelito, o a Chen, o a El Pinto, si acceden. Después me cuentas.

 

Entonces ensayé, para variar, algunas preguntas serias:

 

—¿Qué de bueno o de malo tiene la inexistencia de escuelas y manifiestos literarios en la literatura cubana contemporánea?

 

—Yo no sabría decirte si es malo o bueno. Sencillamente no hay. Creo que, por ejemplo, la dialéctica de organizar, limitar dentro de una escuela, hasta como posición puede servir de acicate, es decir, en la misma medida en que a Paul Eluard le sirvió de acicate para separarse del surrealismo y encontrar nuevas líneas expresivas. Uno puede pensar que es nocivo a groso modo, y puede que sea así desde el punto de vista de la preceptiva, pero como posición podría funcionar. Tal vez sea mejor que no exista, pero no lo podría saber con absoluta certidumbre. Sucede también que como la vanguardia agotó, convirtió eso en moda, y nosotros estamos aún rebasando la posvanguardia...

 

—¿Será que no resulta necesario? Si fuera cierto, como algunos afirman, que la Revolución logró abolir las contradicciones entre los escritores...

 

—Yo amo el vocablo contradicción y no hay por qué temerle. Pero si el parricidio se interpreta como tendencia iconoclasta, efectivamente, no. La vanguardia también agotó eso. Si saltamos la barrera de los años 40, uno se encuentra con una posición frente al fenómeno de la cultura totalmente diferente. Después de la guerra, la posición tiene que ser otra. Un fenómeno muy singular, necesariamente. Esas tendencias iconoclastas durante las cuales por poco se queman las grandes cosas, están superadas. Pero todas esas cosas que ocurren en Cuba están en el marco de la lucha político‑ideológica, que es otra cosa. A lo que nos referimos aquí es a los problemas básicamente estéticos. Aunque nadie olvide lo político‑ideológico, porque eso, por nuestras venas corre. A lo que se refiere es a que yo pudiera censurar los cuentos de Cardoso. Jamás. Ni se me ocurre. Al margen de que yo no escribo como Cardoso ni me interesa hacerlo. Lo respeto y no pretendo quitarle su magisterio. Las disputas que tuvieron un acento muy político se llevaron a otro plano, y ocurrieron entonces los grandes problemas en la esfera de la cultura. Pero es que se ha ido por vía política a solucionar cuestiones ya no políticas. Una desviación fue eso de Lunes de Revolución, las crucifixiones. Partiendo de determinadas premisas políticas, se caía en las cuestiones culturales. Y en la cultura cubana eso no es nuevo. Por ejemplo, la polémica entre Saco y Lasagra, que es una bronca por problemas políticos en relación al poeta, no sobre si Heredia escribía buena poesía o no. Eso siempre ha estado en la cultura cubana dando vueltas, porque la cultura cubana ha sido muy convulsa y apretada.

 

Pero ya eran demasiadas cosas serias y no quería concluir así, entonces:

 

—¿Cuáles son las 10 cosas —eso puede significar cualquier cosa— que más amas?

 

1) Las rodillas de las muchachas.

 

2) La mirada oblicua de las muchachas.

 

3) La manera en que las muchachas se hacen las desinteresadas o las interesantes.

 

4) La manera en que las mismas, o la misma, muchacha(s) se deshace(n) del desinterés, y ni rastro del tono de mujer que se hacía la interesante, porque ya ha(n) empezado a ocuparse de uno, interesadísima(s).

 

5) La sabiduría que supone la variopinta tolerancia en las muchachas, sobre todo si uno cree que es buen método hacerse el inteligente o el gracioso o ambas cosas, y ellas no tragan ni en seco, miran, sólo miran, confiando en el mejoramiento humano, me imagino. Qué paciencia, cuánta ciencia.

 

6) Los lunares y lugares recónditos de las muchachas.

 

7) La combinación de cuello, o pescuezo, con movimiento de cabeza cuando de pronto las muchachas se voltean, raudas, para decirte algo, con clama.

 

8) Las diferentes voces, o el contraste de las diferentes voces de las muchachas con la única voz que puede escuchárseles mientras están amando, y la voz aún más singular que traen cuando después de amar, murmuran más amorosas, más. Qué increíble, siempre son capaces de más.

 

9) Lo poco que las muchachas necesitan las palabras.

 

10) Las muchachas.

 

“Don Juan de Ciego Montero”; en: Somos Jóvenes, n.º 132, La Habana, mayo, 1991.



Decidirse por la vida

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A una infinita distancia de los claxon y las noticias, en el sitio más apacible del universo, Daniel ha ido creciendo semana tras semana. Cumplida la número cuarenta y dos, esperábamos por él, pero una duda razonable lo retenía allí, útero adentro. Quizás porque intuía que después de transitar ese paso decisivo que es nacer, jamás encontrará otro lugar tan cálido, tan acogedor, tan íntimo como el vientre de Nury. Pero ya se habían cumplido los plazos que la naturaleza dicta y los médicos decidieron ayudarlo a decidirse por la vida.

 

Había ocurrido mucho antes, cuando Daniel no era más que un sueño, un proyecto amasado con dosis exactas de cariño y sobresalto, y al fin tuvo lugar durante algunos segundos de respiraciones entrecortadas, cuando alrededor de un hombre y una mujer giró por un instante el universo y el viejo Ptolomeo tuvo la razón sin darse cuenta. En aquel instante las ambiciones, esperanzas, tristezas, alegrías y nostalgias que componen a un hombre fueron resumidas en un punto tan desvalido que cualquier brisa de mayo lo podría barrer. Un punto que Nury guareció durante meses de las inclemencias, haciendo discurrir por él su sangre y sus almuerzos, dotándolo de una sabiduría a la que ahora, cuando empiezan las contracciones a adueñarse de su refugio, deberá echar mano.

 

Como un tsunami que devastara el apacible océano del útero, va acercándose la primera contracción. Viene desde el fondo, recorre las paredes elásticas, despereza los músculos que empujan a Daniel hacia la luz, como si no lo quisieran más en este sitio, como si lo estremecieran en esta primera mañana de su vida diciéndole “Despierta. Vas a llegar tarde a la escuela”. La oleada brutal de la contracción alcanza la vagina y una bocanada de líquido amniótico se escurre hacia la sábana. El rostro de Nury se contrae, primero estupefacto ante un dolor inédito, después haciendo toda la fuerza de que es capaz, los nudillos blanquecinos por el esfuerzo, las manos aferradas al borde de la cama. “Respira. Respira hondo”. “Puja. Puja ahora”.Y ella, después de tantos meses guareciéndolo del mundo, puja ahora con toda su alma hacia la luz.

 

La contracción se amansa y los pómulos, los labios, el entrecejo, la mirada, el rostro de Nury vuelven a su lugar en espera de la próxima contracción, que no se hará esperar, con creciente furia, como si la naturaleza se exacerbara contra el empecinamiento de Daniel, que insiste en asirse a su penumbra y su silencio, a la tranquilidad de su reducto húmedo.

 

Los médicos miden el tiempo, que se acorta lenta pero inexorablemente entre una contracción y otra. Nury las reta, las provoca haciendo cuclillas, para acostarse ya casi sin fuerzas cuando la siente venir, como si una bestia poderosa intentara abrirse paso desde el fondo de sí misma.

 

Diez, veinte, cien. Ya ha perdido la cuenta. “Respira hondo. Más hondo. Puja ahora. Duro. Ya está al venir. Descansa. Prepárate, que viene. Ahora. Así. Muy bien. Te estás portando muy bien”. Y yo con mi escasa ayuda, que es sostenerla cuando parece que el útero va a estallar, secarle el sudor y proporcionarle algunas palabras (pobrecitas en este momento las palabras). Y mi cámara tomando nota de estos instantes que, de todos modos, jamás engrosarán los anales del olvido. Hasta que ella: “Deja la cámara y agárrame, que viene, viene ahora”.

 

Diez, veinte, cien. Ya ha perdido la cuenta. Parece que discurrirán años de contracciones y espasmos en espera de que Daniel decida por fin abrirse paso, cuando el médico le ordena subir a la silla y me muestra la cabeza del casi recienvenido: una elipse surcada de venillas y el cerebro latiendo bajo la piel de la fontanela. “Ya está listo. Vamos al salón”.

 

Demasiado listo después de tanta espera. Nury apenas puede contenerse. Arrecia la última contracción. Entramos a la carrera. Daniel se ha decidido en serio y pugna por abrirse paso. En un último esfuerzo Nury asciende a la mesa. La larga aguja deja escurrir la anestesia en ciertos puntos neurálgicos. Una tijera se adentra vagina abajo, en dirección a la nalga derecha y amplía de un tajo —que me duele más a mí que a ella— el conducto de salida, para que el niño no desgarre la piel. Un chorro de sangre y la última contracción son los preludios de Daniel, que emerge ahora, mientras las manos de los médicos ayudan al cuerpo breve y tembloroso, el rostro contraído por el susto —no es para menos—, y un golpe de tijera secciona el cordón umbilical, como si cortaran el cable que une al cosmonauta con la nave matriz, abandonándolo de este modo a ese espacio cósmico que es la vida. No hace falta la primera nalgada. Tras un esfuerzo cinco veces superior al que le costará cualquier otra inhalación de su vida, Daniel respira por primera vez, llenando de un golpe miles de alvéolos pulmonares. Y llora. Un sonido largo, quien sabe si de alivio o de miedo.

 

“Varón”, dicen los médicos. Y tratan de pesarlo, pero Daniel se revuelve sobre la fría superficie y llora más alto. Todavía untuoso de sangre, líquido amniótico y vérmix, lo depositan sobre el pecho de Nury. Un corazón contra el otro, separados por dos láminas de piel. Y el niño hace súbito silencio, cesan sus temblores y espasmos, los músculos se amansan y Daniel se duerme con un gesto que bien podría ser una sonrisa sobre el pecho de la más reciente madre del planeta, como quien acaba de salvarse de un naufragio y, tras cruzar las furias de la mar, accede a una playa tibia y seca.

 

No sabe que al despertar ya tendrá nombre.

 

“Decidirse por la vida”; en: Somos Jóvenes, n.º 131, La Habana, abril, 1991.