Democracia, Autoritarismo, Estado
Apuntes para distinguir culturalmente al autoritarismo de la democracia (II)
Segunda y última parte de este texto
5. El espíritu participativo es central en la cultura democrática, mientras que está ausente, o incluso es satanizado en la autoritaria.
En democracia el individuo participa porque le es una necesidad vital básica. En el autoritarismo solo participa cuando ve restringida su limitada área de vida elemental; la cual ha pactado con el gobernante, no con sus vecinos.
En el autoritarismo es precisamente la naturaleza de ese pacto la que determina que el área de vida privada solo pueda restringirse más y más con el paso del tiempo, hasta dejar al individuo atorado en un pequeño espacio insuficiente para ser persona. Sin lugar a duda ese atoro, esa reducción, es facilitada por el interés en ello connatural a todo gobernante, pero causado en última instancia por la actitud de cada uno de los gobernados hacia sus congéneres.
El caso es que en el autoritarismo el individuo es siempre lo suficientemente inconsciente de su escaso poder individual, frente al gobernante, como para albergar el anhelo irrealista de pretender pactar en solitario con este su espacio vital. En la esperanza de que así conseguirá más para sí que sus vecinos gobernados. Esta ficción central en la cultura autoritaria resulta creíble por lo que ya antes hemos dicho: que en dicha cultura el gobernado cree mantener una relación personal con el gobernante.
En la cultura democrática, por el contrario, el ciudadano está consciente de su posición desfavorable frente al gobernante; y más que nada de su relación con él de carácter impersonal. Por lo que su principal interés es hacer que el área de los asuntos comunes le permanezca abierta, para así poder consensuar con sus conciudadanos sus respectivas áreas vitales. Al pretender esto el ciudadano da pie a un ciclo autosostenido que refuerza más y más toda la estructura democrática de la sociedad. Ya que al preferir pactar con sus conciudadanos, crea las condiciones necesarias para después pactar unidos con el gobernante, desde la posición de fuerza que les da la unión consensual. Con lo que se reduce al gobernante al papel de la autoridad mandatada a quien se le encarga el mantener el orden en el ágora, para que en ella los ciudadanos puedan consensuar sus asuntos comunes, y los lotes de libertad respectivos…
El espíritu participativo es, por esta vertiente, consecuencia de la comprensión de la desfavorable situación de cada ciudadano aislado frente al gobernante, y del carácter impersonal de la relación establecida entre ambos. Por su parte la falta de comprensión de ello en la cultura autoritaria se deriva de la creencia folklórica en la naturaleza personal de la relación entre gobernado y el gobernante, que lleva al primero a intentar obtener ventajas a costa de su vecino.
6. En el autoritarismo el individuo acepta restringirse a un área vital estrecha porque ya de hecho el mundo cultural en que vive intelectualmente es estrecho. Es el área vital, personal, del hombre conforme en lo instintivo, limitada solo a sus intereses privados, en que se incluyen además de los de él mismo los de sus familiares cercanos y amigos. Para el hombre autoritario el mundo más allá de los límites de su aldea, de su gueto urbano, es algo abstruso, demasiado lejano, amenazante. Y ante esa amenaza no se encuentra otra manera de responder que al dejarse en manos de autoridades salvadoras que sí saben cómo hacerse cargo de sus asuntos, en esas zonas tan alejadas de lo instintivo.
Manifestaciones de este mundo cultural muy limitado lo son las culturas de pobres, de la que el corrido es su versión rural más conocida en nuestro mundo latinoamericano; su versión urbana, la de los barrios bajos de las ciudades contemporáneas, la cultura de los guetos, reflejada en el reggaetón o el rap; pero también la de los revolucionarios positivistas, quienes aceptan la dictadura de ciertos especialistas políticos (Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba, de Roberto Fernández Retamar, 1967)[i], o la de ciertas clases medias, en las plutocracias que pasan por democracias, cuyo ideal es aislarse con su familias en corrales de oro desde los cuales consumir como cerdos satisfechos (nunca vivir como Sócrates insatisfechos).
En la cultura autoritaria el individuo, con su rango existencial y una consecuente percepción del mundo más reducida ya de origen, está por sobre todo interesado en obtener para sí más de lo que consigue su vecino. Para ello no tendrá remilgos en pactar con un poder superior, el gobernante, el que se haga de la vista gorda en su caso, para así sacar ventaja de su vecino; lo cual es en definitiva la aspiración máxima en cualquier vida aldeana.
Pacto gracias al cual el gobernante obtiene el derecho a imperar sobre el área más allá de los intereses instintivos y privados de los gobernados, en el área no inmediata de la cual estos solo perciben la amenaza, y que consecuentemente no valoran. Es desde esa área desdeñada por el hombre autoritario que el gobernante utilizará como base para reducir aún más en su espacio vital al gobernado, al contar para ello con la ayuda de sus vecinos, con quienes habrá cerrado pactos similares (y por supuesto: de resultados también idénticos para esos vecinos).
Por el contrario, en la cultura democrática el ciudadano, con unas miras existenciales infinitamente más amplias, ve el verdadero peligro en el gobernante y no se limita a solo ansiar molestar a su vecino inmediato, a pretender ganar un mínimo espacio vital a costa del de este, al lograr hacer correr de sí las cercas que lo separan de aquel. El ciudadano imbuido en una cultura democrática ve más lejos, mucho más lejos que el entramado de su aldea o de su barrio urbano, de las cercas inmediatas que lo constriñen de modo concreto, material. Por ello prefiere pactar con el vecino antes que con el gobernante, para así reducirse en común de modo que a todos toque más o menos lo mismo, pero en realidad lo óptimo posible, a la vez con unas mayores posibilidades de ser conservado en el tiempo.
7. En la cultura autoritaria los gobernados prefieren antes que la Libertad, el libertinaje, mientras que en la democrática ocurre lo contrario. Si es que definimos al libertinaje como la pretensión del individuo a vivir sin respetar ninguna restricción de las impuestas por las leyes de convivencia, en base a cualquier recurso, desde el uso de su fuerza monda y lironda, hasta gracias a sus compromisos y pactos con quienes deberían ocuparse del hacer respetar esas leyes (pero que en realidad las crean e imponen a voluntad); y a su vez a la Libertad como el conocimiento del ciudadano de la necesidad, para una mejor vida de él mismo, de respetar y hacer respetar esas leyes, que ha consensuado con sus conciudadanos de manera libre en el ágora.
La preferencia por el libertinaje en los tiempos postmodernos es consecuencia lógica de la anacrónica aspiración del individuo actual a permanecer tranquilo en el viejo mundo personal, carente de rutinas y poco regulado, anterior a la Modernidad (tranquilidad aquí es también mantener conflictos, chismes y bretes, pero solo con los vecinos inmediatos). En la pre-modernidad los gobernantes tendían a no meterse en los asuntos inter-individuales, más que nada por la falta de posibilidades tecnológicas para ello. Mundo previo al amontonamiento actual, añorado por el individuo contemporáneo, al que sin embargo la escalada exponencial en complejidad de las sociedades masivas modernas, y sobre todo la tendencia a la democratización que acompaña a ese proceso, amenaza con hacer desaparecer para siempre hasta en sus últimos vestigios, por la tendencia de la democracia a regularlo todo consensualmente.
Tendencia a la sobre regulación, no obstante, que se convierte a su vez en una amenaza para la propia democracia. Por lo que la citada añoranza no está de más incluso en ella, aunque siempre que no vaya asociada a la cortedad aldeana de la cultura autoritaria, y que por el contrario se asocie a la amplitud de miras existenciales de la verdadera cultura democrática: El individuo nunca debe de desaparecer por completo para dar paso al ciudadano, solo debe convertirse en un individuo consciente de la necesidad de una actitud cívica.
El individualismo, aunque asociado a la amplitud de miras, no deja de ser por completo válido, y sobre todo necesario, ya que tiende a evitar la tendencia al total aburrimiento regulado, y posterior paralización de la vida, a que llevaría toda democracia absoluta. La cual, sin lugar a duda, terminaría a la larga por ahogar en la estandarización consensuada el verdadero espíritu creativo, caótico, del ser humano.
8. Por último señalemos la tendencia de los individuos a asociarse espontáneamente como otra de las características distintivas de toda cultura democrática. Toda democracia sana culturalmente está repleta de asociaciones que aparecen, desaparecen, se sustituyen las unas a las otras, a impulsos de la necesidad de resolver los problemas concretos comunes que de manera incesante enfrenta la sociedad en cuestión.
La cultura democrática ideal es aquella en que la mentalidad ciudadana estima que la asociación Estado solo está para hacer respetar las reglas abstractas que regulan el proceso participativo en el ágora. Mientras es a los individuos a quienes les toca asociarse en grupos de interés dentro de esta plaza pública, real o virtual, para consensuar las soluciones a los problemas comunes.
Por tanto, la tendencia cultural al asociacionismo espontáneo resulta un claro indicio de democracia. mientras que la aceptación del Estado como la asociación preferible, y sobre todo la más saludable para evitar la recaída en el caos, lo será del autoritarismo.
En el caso de la visión del Estado como del único vínculo social legítimo para conectar a los individuos, de intermediario personal obligatorio de toda relación entre ellos, lo es del totalitarismo. A su vez, un claro signo de transición real del autoritarismo a la democracia lo será el aumento del deseo en los individuos a asociarse más allá del Estado; y la persistencia del asociacionismo espontáneo en sociedades democráticas amenazadas por la plutocracia será un buen síntoma de las escasas posibilidades de esa amenaza, de la fortaleza que a la democracia todavía brinda su sano sustrato cultural.
9. Clasificar a un régimen político en base a su cultura dominante es viable siempre que hablemos de aproximaciones a unos modelos culturales irrealizables en la práctica, por su nivel de abstracción. Nunca tendremos una cultura autoritaria, o democrática, puras, porque ellas de hecho son solo ideas, modelos mentales, que solo existen en nuestra mente. Incoherentes cual lo son todas las ideas o teorías ante el examen demasiado riguroso, pero a la vez imprescindibles para orientarnos en nuestra interacción cotidiana con la realidad en que habitamos.
Aceptado esto, es plausible que establezcamos que para ayudarnos a determinar si una sociedad dada clasifica cual una democracia, o un régimen autoritarista, y podamos predecir de qué manera ocurrirá el cambio político en ella, resulta efectivo fijarnos en la mentalidad predominante a escala social. En la actitud de los individuos ante la ley; su aceptación o no de lo impersonal en sus relaciones comunes; su tendencia o no a asociarse espontáneamente; su escaso o abundante espíritu participativo; su amplitud de miras existenciales; qué prefiere; si la libertad o el libertinaje.
[i] En este ensayo, a la pregunta del intelectual mexicano Víctor Flores Olea de: “¿por qué los intelectuales cubanos no participaban sino excepcionalmente en las discusiones sobre problemas de tanto interés como las referidas al estímulo material y al estímulo moral, a la ley del valor, asuntos que solían ser tratados por el Che, Dorticós y otros?”, Retamar responde que porque es a ellos a quienes les corresponde, como los intelectuales que se dedican a la economía y la política, al igual que a otros les corresponde ocuparse de la poesía (y solo de ella).
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