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Chile, Nueva York, CIA

Aquellos 11 de septiembre

En realidad no hay un 11 de septiembre, sino dos

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Cuando cada 11 de septiembre la prensa mundial recuerda los ataques a las Torres Gemelas de New York, yo pienso en los costos de la amnesia política que caracteriza a la sociedad contemporánea.

Porque en realidad no hay un 11 de septiembre, sino dos. El primero ocurrió hace 41 años, en Chile, y ha quedado como una fecha de recordación local. El segundo tuvo lugar hace algo más de una década en New York y fue ejecutado por “los otros”. Por ello es conmemorado con insistencia, como un recordatorio de que la guerra no ha terminado. El primero es recordado con tristeza por una izquierda democrática que trató de cambiar al mundo y sucumbió a la barbarie fascistoide. El segundo es festejado por el mundo conservador como una confirmación de que asistimos a un choque de culturas, una nueva versión del enfrentamiento entre la civilización occidental y la barbarie de los otros.

Pero en realidad ambos 11 de septiembre están conectados, y éste segundo, el conmemorado, tiene sus raíces en el resentimiento y el odio que acumulan hechos como el primer 11 de septiembre.

Cuando ocurrió el brutal ataque a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, yo estaba iniciando lo que fue una agradable estancia dominicana de tres lustros. Por una razón que no recuerdo, yo estaba esa mañana en un edificio de oficinas gubernamentales que los dominicanos llaman jocosamente El Huacal, cuando comenzaron a llegar las noticias del crimen terrorista que inicialmente se enunciaba como un bombardeo a New York. En medio del estupor, súbitamente, un hombre con uniforme de mensajero empezó a gritar de alegría:

—¡Les dimos!, gritaba, ¡Les dimos!

Y gritaba ante la pasividad de todos los presentes, que eran muchos, hasta que una mujer le increpó recordándole que en NY vivían muchos dominicanos y seguramente muchos familiares de quienes estaban allí. Es decir que estaba refutando al hombre simplemente porque podían morir dominicanos y especialmente, familiares de los presentes. Nada más.

Nunca más vi al hombre o a la mujer. Supongo que el primero tuvo tiempo de reflexionar sobre la gran tragedia humana que ello representó, los cerca de tres mil muertos inocentes que ocasionó, y la manera como este acto bárbaro y extremista legitimó a la ultraderecha americana y le permitió llevar adelante acciones agresivas internacionales al costo de muchas decenas de miles de muertos. Los terroristas de Al Qaeda se dieron la mano gozosos con los derechistas obcecados atrincherados en la Casa Blanca tras el fraude electoral de la Florida.

Los secuestradores de los aviones que derribaron el World Trade Center no eran chilenos. Pero, pudieron haberlo sido, si acaso alguna de las muchas víctimas de la represión fascistoide patrocinada por Estados Unidos en 1973 hubiera creído que podía vengar aquellos desmanes matando gente inocente en New York.

En 1970 ascendió al poder en Chile por la vía electoral, una alianza de fuerzas de izquierda llamada la Unidad Popular, que se proponía una revolución pacífica y democrática. Estaba encabezada por Salvador Allende, un reconocido político de izquierda convencido de que era posible mostrar al mundo un experimento exitoso de cambio social, sin sangre ni violencia, y que el socialismo tenía que estar unido a la democracia.

La Unidad Popular hizo avanzar numerosas medidas de beneficio popular y profundizó muchas de las acciones nacionalistas y redistributivas puestas en marcha por el gobierno democristiano precedente. Podrá argumentarse sobre errores políticos o interferencias lesivas —como esa visita impertinente de Fidel Castro— pero no es posible negar una realidad: a pesar del boicot económico del empresariado, de la hostilidad del gobierno americano y de la agresividad de la derecha local, la izquierda chilena pudo aumentar sus bases electorales en las elecciones parciales que tuvieron lugar en meses sucesivos. E hicieron todo con un apego fundamental a las normas democráticas e institucionales.

Pero aún así, fueron derrocados mediante una asonada militar que contó con el apoyo decisivo del gobierno de Estados Unidos. La derecha republicana jugó la carta golpista desde el mismo 1970, y, a través de la CIA, entrenó a grupos fascistas paramilitares y alentó a los conspiradores, al mismo tiempo que estrangulaba económicamente al gobierno popular en connivencia con un empresariado que prefirió “un final terrible a un terror sin fin”.

La historia final es conocida. El presidente Salvador Allende resistió durante varias horas desde el palacio presidencial de La Moneda —un edificio discreto y elegante del siglo XIX— pero finalmente se suicidó para cerrar drásticamente el espacio a la rendición. Tras su muerte se desató en Chile un terror de varios lustros, a cargo del execrable Augusto Pinochet. Cinco mil chilenos fueron muertos o desaparecidos, y decenas de miles fueron torturados y encarcelados. Millones fueron lanzados a la miseria mediante un brutal ajuste neoliberal que hizo a los ricos fabulosamente más ricos y a los pobres mucho más pobres, y que hoy algunos continúan alabando como si fuera un milagro económico. Un costo trágicamente alto, aritméticamente más alto que el derivado de la demolición brutal de las Torres Gemelas.

Un costo que aún la sociedad chilena está pagando con situaciones de desigualdad, mercantilización y deterioro social intolerables. Y que trata de cambiar, nuevamente para espanto de neoliberales y pinochetistas aggiornados.

La amnesia política que invisibiliza este 11 de septiembre se explica: se omite un hecho particularmente incómodo para los grupos dominantes a nivel planetario, que, por lo demás, solo cobró la vida de izquierdistas y de gente de pueblo, todos tercermundistas. Del tipo de gente que regularmente no se contabiliza.

Pero el olvido no exonera: un 11 de septiembre trajo al otro. Y podrían venir muchos más. Aunque parezca un exabrupto romántico de mi parte, creo que con su suicidio, Allende no solo optó por cerrar el paso a la rendición, sino también a la barbarie y al olvido. Lo hizo ofreciendo su “lección moral” contra “la felonía, la cobardía y la traición” de quienes perpetraron el crimen en 1973. Y de quienes, aún hoy siguen batiendo palmas desde las pocilgas neoliberales.


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