Actualizado: 23/04/2024 20:43
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“Auténtica Cuba”, para los mexicanos

Si uno nació en Cuba, y toma un taxi en la capital mexicana, es probable que el conductor del vehículo incursione en un tema recurrente: las cubanas

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Aproximadamente a finales de 1996 o principios de 1997, aquí en la ciudad de México y durante un convite al que me había llevado un amigo, en la casa de una familia que a su vez era amiga suya, sucedió una de las tres o cuatro anécdotas que quisiera citar a continuación.

Ya en medio del ágape, en cierto momento en que el tema era la “política”, una de las señoras presentes expresó: “Tan bonito Fidel [Castro], ya dijo que las prostitutas en Cuba son las más limpias e instruidas del mundos”. Era cierto, el maniático de Birán había expresado algún oprobio semejante por aquellas fechas. La señora en cuestión lo dijo entre sonrisas, con expresión de júbilo casi, como si tener putas instruidas fuera otro de los logros de la revolución cubana. No sabía la señora que había un cubano presente. Me puse de pie y me acerqué a ella, de modo que me escucharan al menos pocos de los asistentes. “Señora, ¿usted tiene hijas?”. Respondió que sí, dos. “¿Y cómo se sentiría usted si no le quedara más salida que permitir que su hija, de quince años de edad, se prostituyera para que usted pudiese, simplemente, comer? Ella se puso lívida. El esposo, que estaba a su lado, me llevó afuera y me ofreció disculpas. Luego me llamó aparte la anfitriona y me pidió que no me fuera. Lo mismo me solicitó el amigo que me había llevado. Permanecí y, si bien las conversaciones posteriores giraron en torno a las letras y las artes, yo no tuve fuerzas para decir ni una palabra más.

En el verano de 1998, fecha que recuerdo con justeza por razones que no viene al caso citar, me hallaba yo en una cafetería y escuchaba constantemente a unos jóvenes de la mesa contigua repetir la palabra “pinguero”. Por el acento, sin duda, eran mexicanos. Entablé conversación con ellos y así me enteré de que esta palabra malsonante, que forma parte del vocabulario popular cubano, había cambiado de acepción o al menos contaba con una nueva: el chulo, el controlador de las prostitutas, el “duro”. Les hice el papel adecuado y los jóvenes, eufóricos, me contaron sus andanzas con las “jineteras” cubanas. Lo buena que estaban, lo poco que cobraban, lo cariñosas que eran. Uno se explicitó en detalles y me narró cómo la suya aun lo acompañó al aeropuerto y él le regaló finalmente el reloj que traía, que a ella la tenía “fascinada”. El reloj tenía un costo de 60 pesos mexicanos, unos seis dólares según el cambio en esa época. Debí tragar en seco, contenerme todo lo posible, al escuchar cómo hablaban de aquellos objetos de fornicación con los que tanto habían gozado en Cuba, y a tan bajo precio.

Con una señora perteneciente a eso que suelen llamar clase media alta tuve un tropiezo que me costó ser rechazado para el trabajo que fui a solicitarle, que ya, antes del dicho tropiezo, lo podía dar por seguro. En medio de la conversación vino a colación el tema de la prostitución en la Cuba revolucionaria. Se me ocurrió, con cierta vehemencia, discursar sobre lo que yo sabía del caso por vista propia, más las anécdotas e informaciones que eran de mi conocimiento. Hasta ese momento yo desconocía que la clase mediera alta era castrista. Por medio de todas las tangentes posibles, mi empleadora en potencia justificó la prostitución revolucionaria cubana, aun basándose en categorías filosóficas que yo no entendí. Quizás hasta ahí la hubiera yo librado. Pero como en mi “discurso” yo había mencionado asimismo las penurias en la Isla, la señora, quién sabe por qué, terminó así su réplica: “Pero en Cuba nadie se muere de hambre”. Dejar de contrarreplicarle hubiera sido deshonesto. En ningún lugar del mundo nadie se muere de hambre. No debe existir un certificado de defunción en el que se lea: “Causa de la muerte: hambre”. El hambre, la desnutrición, matan indirectamente: los riñones, el hígado, los nervios, la anemia, el corazón, son, entre otras, las causas de muerte que aparecen en los certificados de defunción de quienes murieron de hambre. La señora me dijo que “luego” la llamara por teléfono para ajustar ciertos detalles. Esto, en buen mexicano, significa que hasta aquí llegamos.

Viajaba yo de noche y de pie en un “pesero” —es decir, lo que debería ser un microbús, pero no es más que una especie de carretón motorizado donde trasladarse no es un viaje, sino una aventura (debido a la desidia o la temeridad de la mayoría de sus conductores)—, así llamados porque antaño la tarifa era de un peso, cuando escuché a dos señores que estaban pegados a mí, alabar a las “jineteras” cubanas; buena mercancía, fresca, barata; y tan complacientes. Como pude, me volví casi de frente a ellos, a riesgo de dar un tumbo a un lado y a otro. Los miré creo que con rencor, según las miradas que ellos me devolvieron, más bien expectantes. Sonreí y les pregunté, adelantando que me perdonaran la indiscreción, en qué trabajaban. De obreros en una planta empacadora. ¿Por qué les preguntaba?, preguntaron. Es que me caen bien los obreros, soy cubano, les respondí. Ya le notamos el acento, dijo uno de los dos, y añadió: y a nosotros nos caen bien los cubanos.

Espero no cansar. En otra “reunión familiar” a la que fui convidado cometí la misma pifia de introducir, desde mi posición “política”, el tema Cuba. “Lo malo es que Cuba regrese a ser el burdel de los gringos”, me cortó un nacional, expresándose en alta voz y mirándome evidentemente con desprecio. Yo quedé sorprendido un momento por la interrupción. Y todos los presentes guardaron silencio. Al fin, me repuse: “Peor es ahora, que es el burdel de los españoles, los italianos, los canadienses, los alemanes y hasta…”. En este “hasta” debí detenerme. Pero volví a pifiar: “y hasta de los mexicanos”, concluí. No hay que tener mucha imaginación para suponer lo que ocurrió luego.

Si uno es cubano y toma un taxi en esta ciudad, es mejor, en caso de que sea imprescindible hablar, esconder el acento —yo aun adopto el acento argentino, algo que, ya se sabe, es verdaderamente difícil—, o de lo contrario es muy probable que el taxista incursione en el tema recurrente: las cubanas. Y específicamente en el de las cubanas que se “dan” tan fáciles, para saborearlas allá en su tierra, o para traerlas a México. “Si licenciado, todo mundo sabe que están desesperadas por salir de allá”.

Ahora —tristemente digo yo— el “negocio” debe incrementárseles a aquellas muchachas de la tierra. La Dirección de Turismo de la embajada de Fidel Castro en México ha dado a conocer la campaña de promoción “Auténtica Cuba”, cuyo propósito es que este año visiten la Isla más de 75 mil mexicanos. Claro, no todos los visitantes en potencia son varones ni todos los varones que hacia allá fueran lo harían con el objetivo de consumir “jineteras”. Pero, sin duda, el porcentaje de “clientes” crecerá.

De México, uno de los países con más turismo hacia la tierra de Martí, partieron 59 mil visitantes en 2009; para 2010 la dictadura aspira a “por lo menos 75 mil”. Así, la campaña “Auténtica Cuba” contempla aumentar los servicios turísticos para los visitantes aztecas, de modo que ya no serán solamente La Habana y Varadero los sitios visitados y la ciudad de México el único punto de partida: en julio se establecerán vuelos directos Tijuana-La Habana y otro Monterrey-La Habana, así como un vuelo de estreno ciudad de México-Santa Clara.

En cuanto al nombre de esta campaña parece otro de los malabarismos semánticos propios del oficialismo cubano, algo así como “Período Especial” para denominar la hecatombe. ¿Qué cosa será “Auténtica Cuba”? Es claro que a los aztecas que visiten la Isla no les van a mostrar la “Cuba auténtica”, sino la que la tiranía tiene preparada para los extranjeros. No irán estos turistas —según las noticias de manos amigas que nos llegan desde allá— a los hogares donde la hambruna tiene la primera palabra; ni a los centros de trabajo donde los empleados palidecen en medio de tareas obligatorias, mítines impuestos y un calor agobiante; ni a los hospitales en los cuales los pacientes reciben una magra ración de alimentos y escasean las sábanas, las jeringas, los medicamentos.

Sin embargo, los sensuales mexicanos que acostumbran visitar la Isla ya se saben de memoria dónde están los objetivos. “Voy a tu tierra este mes a ‘limpiarme’”, me confesó en días pasados un conocido, contador de profesión. Él, como otros tantos de sus compatriotas, tiene sus cuentas claras: el dinero que invierten en Cuba para pasar dos, tres, cuatro días con una “jinetera”, no les alcanzaría en México ni siquiera para estar una tarde con una prostituta de rango. Y saben ellos que las “jineteras” son en definitiva ingenuas, no tienen información acerca del estado de su “oficio” en el resto del mundo y, en fin, están desesperadas.

Yo no apostaría a rechazar que la dictadura cubana esté consciente de que son ellas, las “jineteras”, en buena medida, una de las atracciones turísticas de “Cubita la bella”, como suelen llamarle por acá a aquella tierra.

Así, a partir de este mes, con esta nueva campaña de promoción para acrecer el turismo mexicano hacia Cuba, debemos dar por seguro que se incrementará el “trabajo” de aquellas muchachas; un trabajo que nos duele, que debe dolerle a todo el que se sienta cubano y que tuvo la esperanza de que semejante manera de ganarse la vida no repuntaría luego de décadas de sacrificios, que han resultado estériles. “Cuando Cuba sea libre, debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y los hijos de los valientes que cayeron frente a nosotros”, reza en un alegato, publicado en forma de libro, titulado La historia me absolverá.



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