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Exilio, Diáspora

Buen aniversario

No es nostalgia lo que me mueve a escribir esto. Es mera conmemoración, pues fue lo que me permitió dar a mi vida el cambio que necesitaba

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Hoy se cumplen 32 años que dejé de pisar Cuba. Digo eso porque me montaron en el camaronero “Cayman” la noche del 13 de mayo de 1980 y debido a vientos huracanados la embarcación se tuvo que mantener en el puerto de Mariel por casi 24 horas. No fue sino hasta el 15 de mayo que llegué a Key West.

Siempre pensé que recordaría por siempre cada detalle de los momentos que viví desde que entré en la embajada del Perú el sábado cinco de abril hasta el día que llegué a Estados Unidos, sobre todo porque entonces sí sabía que estaba viviendo un momento muy particular de mi historia y de la Historia. Pero la memoria puede ser, de hecho lo es, una caja de falsas resonancias. Me asombra la falta de unidad secuencial que mantengo entre los recuerdos de entonces. Son fragmentos aislados y sin sincronía. Y yo soy un memorioso.

Por supuesto que recuerdo las turbas enfurecidas, tanto las que asediaban mi casa como las que nos despedían en la recta final hacia el círculo “Gerardo Abreu Fontán”, convertido temporalmente en centro de procesamiento de inmigración antes de partir para Mariel. Es imposible olvidarse de esos rostros cargados de una expresión de un odio que no puede ser por decreto. Insultos que uno sabe no puede responder porque cualquier movimiento en falso puede provocar el ataque violento y desproporcionado.

Tomates y huevos podridos adornando la fachada de mi balcón. Las salidas a hurtadillas en busca de una embajada que nos diera una visa. Rechazado por Austria, Alemania Occidental y Canadá. Puesto en lista de espera por Gran Bretaña, cuyo cónsul me aseguró que no me preocupara, que pronto iría a los Estados Unidos.

Los amigos esquivos que no nos dedicaron ni una llamada telefónica durante este período, ni una pequeña muestra de apoyo, quizá un timorato y furtivo saludo desde lejos. Pero aunque no se me olvida, no les guardo ningún rencor por haber pactado con el miedo. La situación era entonces peligrosa y sin precedentes. Cualquier gesto podía despertar sospechas y la masa enardecida asediaba y acechaba. No puedo dejar de nombrar a Antonio Anguiano, Armando Collado y un tercero cuyo nombre no digo porque aún vive en Cuba pero que conoce de mi eterno agradecimiento, los únicos que se portaron, a cuenta y riesgo, por mi casa, llevando comida y aliento cuando ambos estaban inaccesibles.

A pesar de todo, mi situación distaba mucho de ser una de las peores, al extremo de que un buen amigo que estuvo conmigo en la embajada tuvo que huir de su casa y refugiarse en la mía dada la violencia del sitio al que fue sometido.

Recuerdo la finca “El Mosquito”, antigua propiedad de la familia Carbonell, dueños antes de 1959, entre otras cosas, del henequén y de la fábrica de cementos del Mariel, dos de cuyos miembros salieron por esta vía, testimoniando ya ancianos como se había convertido en un pequeño campo de concentración, un purgatorio pre-migratorio. Aquello estaba dividido en varias carpas o pequeños bantustanes. Unos para las “familias”, otro para los delincuentes comunes sacados de las cárceles, otro para los supuestos homosexuales y prostitutas, digo supuestos porque aunque todos parecían muchos no lo eran, simplemente habían obtenido de alguna amistad del CDR una carta que los certificaba como tales ante las autoridades, y finalmente, al centro, el de los diplomáticos, como nos llamaban los militares del lugar a quienes nos habíamos asilado en la embajada del Perú.

Los diplomáticos teníamos un tratamiento especial. No se nos daba comida, se nos obligaba a hacer fila para elegir los dos o tres que saldrían cada seis o siete horas para el puerto. La selección era hecha al azar por los guardias, y para mantenernos en orden y obligarnos a hacer una fila ordenada, se paseaban del principio al fin con un pastor alemán y una bayoneta enfilada hacia nosotros que cortaba el brazo o la pierna de quien no se encontraba en perfecta alineación.

Una vez en el barco no se me olvida que un cubano, aparentemente el que había alquilado el camaronero para buscar un familiar y a quien se lo habían llenado de 260 extraños —a pesar de que la embarcación supuestamente tenía capacidad para 35 personas— salía con una bandeja llena de quesos y jamones para ofrecer a sus pasajeros, que inevitablemente eran vaciadas de inmediato por un par de delincuentes comunes que flanqueaban la puerta por la cual el pobre hombre salía y quienes ante las quejas del indignado anfitrión, que tres veces salió enarbolando las bandejas, le dijeron: “Aquí el resto come cuando digamos nosotros” y a la tercera fue la vencida y no salió otra bandeja. También recuerdo mirar las colinas del Mariel con la convicción de que jamás volvería a ver Cuba. Nunca he regresado.

No es nostalgia lo que me mueve a escribir esto, ni un minuto de ella he sentido, es mera conmemoración, porque en medio de todo, es para mí un momento de celebración, pues fue lo que me permitió dar a mi vida el cambio que necesitaba. Estos eventos no fueron más que la culminación de la mejor decisión que he tomado en mi vida.



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