Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Ciencias Sociales, Cambios

“Burósofos” y talanqueras

Los burósofos son fruto de la hibridación genética de filósofos y burócratas, una especie que aún prolifera en Cuba

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“Muchas veces mis alumnos me preguntan si la hermenéutica telúrica incaica trastrueca la peripatética anotrética de la filosofía aristotélica, por la inocuidad fáctica de los diálogos socráticos no dogmáticos. Yo siempre les respondo que no”

Les Luthiers “El regreso del indio”, 1999

Una tarde lluviosa no es el mejor momento para leer ciertos textos, pues ponen nuestro humor del mismo color del cielo nublado. Eso me sucedió cuando leí, atraído por el sugerente título “Acercar el futuro desde el pensamiento”, una crónica aparecida hace unos días en el periódico cubano Trabajadores.

El entrevistado, Miguel Limia, es un rostro bien conocido dentro de la academia cubana por su desempeño como funcionario y miembro de tribunales de postgrado. Es autor de algunos textos sobre cultura política y pensamiento cubano que —con independencia de los juicios que sobre ellos pueda tenerse— formarán parte de cualquier futuro estudio panorámico de las ciencias sociales de la etapa revolucionaria. Y forma parte de un grupo de académicos que realiza grandes esfuerzos por reciclar enfoques heredados del Comunismo Científico —aggiornandolos con aportes del estructural funcionalismo y un léxico tecnocrático-gerencial— para construir algo bautizado una “Nueva Ciencia Política desde el Sur”.

En el artículo, al abordar el estado de las Ciencias Sociales isleñas, Limia regala al lector un conjunto de frases cuya forma y contenido me hizo recordar las ya clásicas presentaciones del grupo argentino Les Luthiers y las viñetas de Peter Capusotto. Haciendo gala de socrática sabiduría, el entrevistado expresó “Las Ciencias Sociales cubanas estamos defendiendo una epistemología de nuevo orden, cuya manera de producir el conocimiento se basa en el análisis de las contradicciones dialécticas de la cotidianidad”. Ante tan profunda sentencia, uno se queda pensando si acaso toda ciencia social que se respete puede hacer otra cosa que no sea atender a la evolución y contradicciones de la realidad en la cual está inmersa.

¿Dónde estarían, los fundamentos epistemológicos y teóricos de semejante innovación criolla, anunciada por el filósofo? Sin explicar los enfoques y procedimientos alternativos que abrirían las nuevas sendas de conocimiento y conociendo —por un medio autorizado— la prolija formación y desempeño del entrevistado uno solo puede intuir que la frase constituye una síntesis magistral de dos poderosas tradiciones de la filosofía occidental y latinoamericana: el gatopardismo y el cantinfleo.

Al leer aquel texto me percaté que estas alusiones de Limia eran un digno ejemplo de eso que alguna vez he llamado “pensamiento burosófico”, una suerte de sabiduría de buró donde la lógica del puesto determina la sustancia del discurso. Se trata de una forma de “filosofar” donde las ideas se presentan con el mayor grado de pompa y abstracción que ojos humanos hayan visto; donde la frase inflada sustituye al contenido ausente. Algo bien distinto al magisterio de mi vieja profesora de Economía Política, que “aterrizaba” la verdadera ciencia marxista y superaba los dogmas y la precariedad material de su existencia para llevarnos fotocopias de textos keynesianos y neoclásicos, que discutíamos con la única limitación de los escasos 90 minutos de su clase.

Los burósofos son fruto de la hibridación genética de filósofos y burócratas, cruce que produce también la subespecie de los filócratas. Estos últimos, hermanos menores obsesionados por las ventajas materiales del poder, abandonan cualquier remanente de preocupación intelectual originaria para convertirse en simples y diligentes personeros del aparato estatal y empresarial. Los burósofos, por su parte, aun sin alejarse del cortejo de la corte y la atenta mirada del mecenas, comprenden que su plus reside en la capacidad de escribir, disertar y envolver de brillo intelectual las últimas ocurrencias del poder.

Por ello no es extraño verlos participar en congresos, publicaciones y proyectos de investigación, engordando su currículum y proveyéndose de la debida inserción internacional y resonancia mediática. Constituyen —como los filócratas— una plaga de las sociedades y academias contemporáneas, insertadas en la actual etapa de globalización capitalista, donde poder, propiedad y saber tienden a concentrarse en manos de grupos y estructuras que ejercen, de forma simultánea, la dominación política, la explotación económica y la hegemonía cultural ligada al control simbólico.

Una retórica como la sustentada por los burósofos necesita aludir a “la crisis ontológica de los metarrelatos constituyentes de la modernidad y los paradigmas emancipatorios de la civilización…” Lo cual, traducido para los simples mortales, podría expresarse como “el capitalismo y socialismo históricos están jodidos”. Esto no sería otra cosa que una buena ocasión para la sorna si tales estilos no permearan, en Cuba, nuestra formación intelectual: fenómeno que una colega denomina —con terrible exactitud— el troquelaje. Y que resultaría inofensiva si no tuviera serias implicaciones para el desarrollo de una producción científica sustentada por gente decente, abnegada, y capaz, pero lastrada por los designios de la mediocridad y el oportunismo de unos pocos burósofos.

Esa ciencia social —cuyos recursos reúnen, según las estadísticas ofrecidas por la periodista, a 30 centros de estudio, 400 investigadores a tiempo completo, y alrededor de 5 mil profesores de la educación superior— ha gozado, empero, de algunas circunstancias y oportunidades envidiables, inexistentes en las vecinas naciones caribeñas[1]. Una instrucción masiva de calidad, la disponibilidad de ingentes recursos públicos —producidos por el sacrificio del pueblo— y la existencia misma de un laboratorio social como el emanado de la Revolución de 1959 son factores estructurales que no tienen los homólogos haitianos, dominicanos o jamaiquinos, nuestros vecinos cercanos. Y que —en lo referente al “estudio y disfrute de la condición revolucionaria”— hace que los colegas del Norte busquen becas y contrapartes para palpar, in situ, las contradicciones de la Mayor de las Antillas.

Por eso cuando leo frases como “Las Ciencias Sociales (…) deben desempeñar un mayor papel en la configuración de la opinión pública (…)”, “es esencial que las Ciencias Sociales se capaciten para aumentar la pertinencia de los resultados científicos (…)” y “Nuestros cientistas deben estar conscientes de su responsabilidad con la sociedad, de la connotación política de su proceder” me asalta una mezcla de indignación y desconcierto. Sobre todo, porque en estas palabras se trasluce una vocación para lanzar juicios sobre la obra de sus colegas que no corresponde con los propios méritos de quien los emite.

Nuevamente, las “causas de las cosas” para un “marxista” como el Dr. Limia, se diluyen en un difuso nosotros, en una tercera persona indeterminada, o en una responsabilidad injustamente delegada en quienes sufren las restricciones de la producción científica. Situación codificada por algún burócrata isleño mediante la fórmula “libertad en la investigación, control en la difusión”, con la salvedad de que en condiciones de control del flujo comunicativo como las vigentes en Cuba dicha libertad es anoréxica y la esfera pública —ese magma de ideas, opiniones y agendas sociopolíticas— vive condenada a una existencia precaria.

Con oportuno gracejo popular el Dr. Limia nos recuerda que “Muy en contra de esa tendencia tradicional que veía estancamiento en la ciencia, en Cuba se están rompiendo las talanqueras”. En eso estamos de acuerdo: se están quebrando los diques, pero no porque los integrantes de esa tendencia tradicional (i.e. los burósofos) hayan dejado de sentir alergia frente al pensamiento autónomo, o porque renuncien a vetar investigaciones (aunque sus autores sean revolucionarios convencidos) condenando al aspirante al pantano del ostracismo y la sospecha. Se están abriendo sencillamente porque el viejo “marxismo-leninismo”, sustento del modelo estatista, tiene para la población —y en especial para los jóvenes— el mismo atractivo que la Idea Juche o las promesas del reverendo Jim Jones. Y porque las crecientes contradicciones de la sociedad cubana ofrecen desafíos y oportunidades al desarrollo creador de diversas teorías y corrientes ideológicas, entre ellas un marxismo crítico y un socialismo libertario.

Los burósofos no han levantado ninguna talanquera, porque ello conllevaría —además del regaño de sus jefes— su desaparición como costra parasitaria incapaz de sobrevivir en un entorno de libre flujo y validación científica de las ideas. Tampoco han decretado el fin de la administración feudal y caprichosa de becas e intercambios, que margina a los jóvenes aspirantes por criterios de supuesta “inmadurez política” y permite a sus censores viajar en busca de las bondades de la sociedad de consumo. Ni han pedido disculpas por impedir o postergar la reedición de clásicos del pensamiento socialista (como Deutscher, Trotsky o Luxemburgo) o por retirar del uso docente obras como Historia del Siglo XX del marxista inglés Erick Hobsbawn.

Para rematar, nuestro insigne colega nos dice que “Los cambios que ocurren hoy en Cuba no son reformas”. Azora tanta cautela para no despegarse “ni un tantico así” del discurso oficial, en momentos en que tantas personalidades públicas (académicos y periodistas, marxistas o liberales, apologistas o críticos, residentes en la isla o fuera de ella) utilizan dicho término (reformas) para denominar los cambios socioeconómicos puestos en marcha bajo el Gobierno de Raúl Castro.

Semejante reticencia a llamar las cosas por su nombre me recuerda un intercambio sostenido con el entrevistado en el Palacio de las Convenciones —en ocasión de una conferencia de pensadores marxistas— hace unos años. En aquel foro, el Dr. Limia calificó el concepto de socialismo de Estado —utilizado en mi ponencia— como un “constructo ideológico del enemigo”, cuestionando la validez de su empleo. Le respondí que esa noción reflejaba un modelo en el cual la economía, la cultura y la sociedad eran dirigidas por un partido/estado y donde existía una burocracia al mando, invitándolo a ofrecer otro concepto más exacto para explicar la realidad cubana.

Ya que la periodista resalta en su artículo la vocación politológica del Dr. Limia, vale la pena recordar que la lógica especifica de la ciencia política (a diferencia del sesgo normativo de la filosofía política y las ensoñaciones de la ciencia ficción) supone identificar actores y procesos reales, ponderar escenarios presentes y futuros, aterrizar en análisis empíricos y minimizar las abstracciones innecesarias. Rasgos disciplinares que explican, en condiciones de limitada información/difusión, las razones que llevan a aquellos que dominan la “razón politológica” —pienso en un lúcido maestro de generaciones anclado en Pogolotti— a publicar poco y regalarnos sus mejores aportes durante una tertulia informal. Y que genera, como contraste, que la academia cobije tanto panfleto esquizoide, aderezado con frases de Max Weber, Talcott Parson o, lamentablemente, de un abusado Carlos Marx.

Sospecho que al conceder esta entrevista, el intelectual-funcionario tenía bien presente aquella sentencia que tanto gustaba repetir en clase su cercana colega Thalía Fung: “al poder no le gusta que lo estudien”. No en balde la politología es la pariente pobre de las ciencias sociales cubanas; porque necesita el acceso a unas fuentes y datos que desnudarían el rostro y los móviles del poder. Y porque sus resultados —de socializarse en encuestas y/o noticias— pueden inducir a los subalternos a comunicarse entre sí, sin las mediaciones y códigos dominantes, revelando cuan comunes y poderosos son sus reclamos y recursos.

Sin embargo, a pesar de la aburrida retórica de los burósofos y de los inquisidores que —dentro y fuera de Cuba— clasifican en bloque toda la producción social doméstica, la cartografía de las ciencias sociales de la Isla no revela un páramo desolado. En el peor de los casos, las zonas desérticas alternan con oasis florecientes, aun cuando estos no tengan la vitalidad y profusión que las circunstancias exigen. Pero amenazan con crecer, tan pronto se produzca una mayor apertura.

Hay razones para no sucumbir a un insuperable pesimismo. En los últimos tiempos, han ido introduciéndose lenta y trabajosamente —en revistas como Temas, Criterios y Espacio Laical; congresos de estudio de la Complejidad, las desigualdades y el cooperativismo y foros de debate como Estado de SATS y Observatorio Crítico— temas, enfoques y autores desterrados de la docencia y medios masivos, preludiando una paulatina actualización (para usar un termino políticamente correcto) de las élites y debates culturales isleños. El legado de Pensamiento Crítico y el Centro de Estudios sobre América, la discusión abierta en torno a “temas tabú” como pobreza, racismo, violencia de género; la vinculación imparable de investigadores a redes y proyectos internacionales, el activismo de jóvenes investigadores que persisten en impulsar sus ideas libertarias y proyectos comunitarios, aunque ello implique sacrificar la precaria comodidad laboral. Todos constituyen ejemplos a tener en cuenta para comprender “quiénes” y “cómo” se brincan las talanqueras en el panorama científico social cubano.

Además —y aunque los aduaneros de las ideas nos digan lo contrario— las ciencias sociales criollas no pueden ser encerradas en las fronteras de la Isla. Los éxitos de académicos de una diáspora cada vez más plural —con exponentes como Sam Farber, Carmelo Mesa Lago o Rafael Rojas— los encuentros y colaboraciones de estos con sus contrapartes de la Isla y ejemplos como los de María Cristina Herrera y el Instituto de Estudios Cubanos son parte de nuestro acervo común. Al final, son estas obras y empeños los que rendirán frutos perdurables y serán recordados como patrimonio de la cultura y nación cubanas, mucho tiempo después que sus censores no sean otra cosa que polvo muerto.



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