Como el partido de Martí entregó a Cuba a su peor enemigo
Los acontecimientos que la posteridad ha resignificado no son los más importantes del período, tampoco las cosas ocurrieron como nos enseñaron en la escuela
Podría esperarse que, con el fin de la soberanía de España en Cuba, tras la guerra civil, y su cortejo de atrocidades, tal y como ocurrió en el resto de Hispanoamérica, las relaciones entre rebeldes nacionalistas y realistas en Cuba estaría marcada por un largo periodo de ajuste de cuentas, donde los vencidos sufrirían las consecuencias de su lealtad a España y al orden constitucional. Sin embargo, no sólo no se produjeron actos masivos de venganza, sino que los “vencedores” tan bullangueros a la hora de criticar la administración española, aceptaron mansamente las reglas del juego que imponía el ocupante; ligado cara a las potencias europeas por el Tratado de París, y en lo interno, por la enmienda Teller santificada por el Congreso.
No está de más recordar que para nadie era un misterio que ya en 1899 Estados Unidos nunca se marcharía completamente de Cuba. Por eso llama tanto la atención que los belicosos insurrectos aceptaran el nuevo orden que se avizoraba sin ofrecer algo de resistencia. No olvidemos que hasta bien adentrados en año 1900, los rebeldes filipinos seguían, de la mano de Emilio Aguinaldo, dando una guerra sin cuartel al mismo ocupante que teníamos en Cuba; el mismo que para acabarla no dudó en proceder a la exterminación de poblaciones enteras, llegando según fray Manuel Arellano Remondo, autor de Geografía General de Las Islas Filipinas, a un millón de muertos en el archipiélago. Muy lejos estamos pues, de las improbables cifras de crímenes que la posteridad histórica insular achaca a la gestión de Valeriano Weyler en la Isla.
Llama poderosamente la atención que, de todas las atrocidades cometidas por las potencias en las guerras imperiales (las emergentes y las ya establecidas) en aquellos años (guerra anglo-boers por no citar que ésa), sólo se recuerde la más improbable de todas: la cometida por España en Cuba.
No vamos a ocuparnos en desmentir aquí la manipulación histórica inventada por un connotado fabricante de historietas como Rafael Martínez Ortiz, a quien se debe esa fantasía explotada por la Leyenda Negra y los enemigos de España hasta hoy; dejemos que sea Ramiro Guerra quien ponga las cosas en su sitio: “La población total de Cuba, incluyendo la Isla de Pinos y las otras islas y los cayos adyacentes, el 16 de octubre de 1899, fecha en que se tomó el censo, era de 1.572.797 habitantes. El último censo realizado bajo el gobierno de España, en 1887, había arrojado una cifra superior: 1.631.687. En doce años, pues, la pérdida sufrida por la población cubana ascendía a 59.842, es decir, al 3.6 por ciento de la cifra alcanzada en 1887”.
Y aunque luego el acreditado historiador nacionalista da por buenas las elucubraciones de Martínez Ortiz, una simple lectura de su razonamiento demuestra que ambos exageraron el número de fallecidos por razones propagandísticas. Veamos “A juzgar por los datos que se poseían —las estadísticas anteriores y el indudable exceso de los nacimientos sobre las defunciones que acusaban los registros del estado civil había motivos para pensar que la población cubana aumentó desde 1887 hasta los comienzos de la guerra y que, por 1887 ascendía a pocos menos quizás de 1.800.000 habitantes. Era posible entonces afirmar que las pérdidas directas e indirectas causadas por la guerra y el sistema de reconcentración, ascendieron a un total de 200. 000 almas. Y prosigue Ramiro Guerra, “Martínez Ortiz proclamó, empero, sin temores a incurrir en error, que la población de Cuba en los inicios de la guerra por la independencia subía a más de dos millones, y que las pérdidas positivas, por defunciones y por emigración, pasaron, en los cuatro años, la cifra de 500.000 habitantes, lo que era, a su juicio, un cálculo prudente y conservador.” Con esto queda demostrado que uno de los pilares fundamentales de la leyenda antiespañola en Cuba, mil veces repetida, el del exterminio de sus pobladores por Weyler es una exageración sin fundamento real. Lo mismo tiende a demostrar el reciente trabajo de Andreas Stucki: Las Guerras de Cuba: Violencia y campos de concentración (1868-1898) y por supuesto, el clásico Guerra y genocidio en Cuba de John Laurence Tone. En todo caso, en ninguno de los periódicos en circulación de la época se hablaba del asunto. Sólo hemos encontrado una referencia en el DLM, el 15 de noviembre de 1899, refiriéndose a la necesidad de reubicar a los reconcentrados que todavía quedaban merodeando por la ciudad y de la encomiable labor del dispensario La Caridad donde fueron atendidos.
El nacimiento torcido de un imperio
Podría considerarse que el primer gobernador militar de la Isla, junto con el secretario de Estado Elihu Roth fueron los inventores de la política exterior moderna de Estados Unidos, ya que el novedoso concepto de “intervención humanitaria”, empleada por primera vez en su bando dirigido al pueblo de Cuba, se ha convertido en la piedra angular del argumentario que ha justificado todas las intervenciones posteriores de Norteamérica durante todo el siglo XX y principios del XXI, insistiendo tal y como sucedió en enero de 1899 con la de Cuba en que dicha ocupación “se propone dar al pueblo (…) la protección necesaria para que vuelva a sus ocupaciones de paz (…) A esos nobles fines, insiste el bando, tiende la protección de los Estados Unidos”. En ese mismo documento se establece que seguirán vigentes las leyes españolas (código penal, comercial, civil…); por cierto, muchos ignoran que esas mismas leyes se mantuvieron vigentes en la Isla hasta el año 1976. Dato curioso: hasta hace poco, los letrados cubanos graduados de La Universidad de la Habana podían fácilmente encontrar trabajo en España, porque sus conocimientos en esas materias que ya no se utilizaban en la Cuba socialista hasta los años ochenta por lo menos, eran superiores a los de los propios colegas peninsulares.
Preocupaciones de un nuevo mundo
La consulta de los periódicos de la época no deja lugar a dudas, las principales preocupaciones de los historiadores posteriores sobre los acontecimientos ocurridos en aquellos años, no tenían cabida alguna en un día a día en que las principales preocupaciones eran otras bien diferentes. La primera de entre todas, y que interesaba tanto a vencedores como a vencidos, era la reconstrucción del aparato industrial del país y la organización política de sus fuerzas vivas.
En ese sentido la prensa jugó un papel fundamental, todos los medios nacionales como el Diario de la Marina, la Discusión, El Nuevo País y hasta el Patria, que siguió publicándose durante todo casi todo 1899 y buena parte del primer año del siglo, abordaron siguiendo sus propias líneas editoriales los problemas que el cambio de soberanía les imponía a todos. El Diario de la Marina es el medio de referencia no solo por la calidad de las informaciones que difundía, sino porque una de sus secciones, “La prensa”, daba cuenta a diario de las principales noticias que publicaban los demás; lo mismo para comentarlas, como para reproducirlas en su integralidad cuando el asunto lo exigía. Las razones de su primacía, reconocidas por amigos y enemigos eran varias. En primer lugar, era el único que recibía despachos internacionales por el cable submarino y también el único que disponía de una red de corresponsales tanto en la Isla como fuera de ella, principalmente en los centros de poder, Madrid primero y Washington después. En segundo lugar, porque la familia Rivero, dueña del mismo desde 1844, poseía algo de lo que carecía el resto: la memoria y la capacidad del análisis que esta provee a quienes saben emplearla por el bien común.
Para este último las cosas estaban claras, pero no desde el fin de la guerra civil, sino desde mucho antes. Sus dueños defendían la soberanía española sobre la Isla, pero cuidado, no por patriotismo barato, sino por el interés último de la Hispanidad, cuyos valores se perderían si la Isla caía, políticamente hablando, entre las manos de Estados Unidos. Enfrentados a la nueva realidad, el empeño de los Rivero siguió siendo hasta 1960 el mismo, o sea, la preservación de los valores culturales, sociales y religiosos de la sociedad cubana, española en primer lugar. No es de extrañar que diera cabida en sus páginas a puntos de vista que coincidieran con los suyos, aunque provinieran de los mismos independentistas. Como por ejemplo este, publicado en La Discusión por uno de los llamados reformistas que en 1867 se fueron a la manigua tras el fracaso de la Junta de Información, José Ignacio Rodríguez. “Quien no parta en la Isla de Cuba del principio de que los americanos jamás se irán de su suelo, o trate de empeñarse en que la ocupación se termine, o siquiera se abrevie, trabajará en vano y perderá lastimosamente su tiempo. Desde Thomas Jefferson en 1081 hasta la fecha en que escribo, es decir, un siglo entero, la suerte de Caba está encerrada en un dilema que jamás cambió de naturaleza: o española o americana;—y el que fuera de esos dos extremos, o mejor dicho, del último, que es el que queda en pie, trate de raciocinar, podrá hacer magníficos discursos, y atraerse aplausos, y coronarse de esa gloria barata que no tiene por base sino el entusiasmo, pero imitará a Don Quijote cuando arengaba a los cabreros o deleitaba a los Duques con el donaire y agudezas de un grande ingenio”. El dilema sigue siendo el mismo 124 años después y pareciera que los actuales gobernantes de la Isla lo han olvidado.
La pax americana
La intervención norteamericana fue autorizada por la Junta de Nueva York y luego por los jefes rebeldes, una vez que los principales obstáculos a ésta desaparecieran del camino, Maceo primero y José Martí después, por no citar a los más conocidos. Una vez conseguida la muerte de Maceo, deseada como tienden a probarlo los estudios de Alina Helg por Tomás Estrada Palma y otros dirigentes históricos celosos de su popularidad, porque estaban convencidos que, si España perdía la guerra, las rencillas entre líderes provocarían la división de la Isla en dos mitades, una negra y otra blanca que se harían la guerra hasta la exterminación, como sucedió en La Española.
Pero este movimiento pro intervención no era del gusto de todo el mundo entre los simpatizantes de la revolución. Sin embargo, las pocas voces que consiguieron alzarse contra la hegemonía de la Junta de Nueva York y su órgano político, el Partido Revolucionario Cubano, fueron sistemáticamente desoídas y desacreditadas hasta hoy. Resulta por lo menos extraordinario que fueran vilipendiados sabiendo todos como sabían lo que costaría en realidad semejante “ayuda”. Y si la historia acabó dándoles la razón a los “desafectos”, sorprende que la otra vía posible, la de la autonomía, no haya sido todavía ampliamente estudiada y defendida por los historiadores de uno y otro lado del Atlántico, como el único camino viable para conseguir la independencia y la soberanía plena de la Isla en el mediano plazo. En cualquier caso, los astros se alinearon a favor de la primera opción y los cubanos tuvieron intervención y al final de ésta, tal y como se temía, la sumisión a una nueva Metrópoli, causa de todos sus males presentes. En todo caso, en julio de 1900 ya no quedaba ninguna duda sobre las verdaderas intenciones del ocupante. Cuba debería, como lo afirmó el presidente McKinley en su mensaje anual de 1900, “levantarse de las cenizas del pasado, unida a nosotros por vínculos de singular intimidad y firmeza”.
Antes de ver como se organizaron políticamente unos y otros dadas las circunstancias, cómo se hicieron cubanos los españoles de Cuba y sobre todo, cómo fueron traicionados los ideales de la revolución durante las primera elecciones municipales, terminemos esta entrega con una cita de José Ignacio Rodríguez en su vigente trabajo publicado en 1900, titulado Sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la anexión de Cuba a los Estados Unidos “Curioso es observar que un partido (el PRC) que comenzó declarándose tan abiertamente anti anexionista hubiese sido el destinado a entregar a Cuba, atada de pies y manos, a los Estados Unidos”.
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