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Ventana del lector

Conversando con la abuela

Dos diferentes generaciones cubanas frente a un mismo fenómeno social sobre el cual no tienen ni voz ni voto. La revolución vista por los lentes de quienes la hicieron y quienes nacieron con ella

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Hacía años que no nos veíamos. La vi aparecer entre los pasajeros apresurados del último avión y apenas la reconocí. Su cabello está totalmente blanco y su rostro completamente marchito. La seguí de lejos con la mirada mientras un empleado de la aerolínea la empujaba en un sillón de ruedas hasta donde se recogían las maletas. Se paró con trabajo, aguantándose los años con un bastón que yo no conocía, y mientras la observaba me vinieron al recuerdo aquellos documentales dramáticos de Estela Bravo, sobre familias divididas por las noventa millas de política y orgullo del estrecho de la Florida. Jamás hubiera sospechado que a la vuelta del camino yo vendría también a engrosar las gloriosas filas de los que se fueron, dejando vacío mi puesto en el almuerzo de los domingos.

Los lentes de mi abuela han sido siempre muy diferentes a los míos. Ella es parte de una de esas generaciones que gastaron sus más esplendidos años en construir la revolución a la voz y conveniencia de su máximo líder verde olivo. Siendo yo todavía un chiquillo, recuerdo muy bien su entusiasmo y sus ganas de echar p’alante en todo lo que fuera necesario para fortalecer el proceso. Zafras, trabajos voluntarios, largas guardias, marchas combatientes, mítines de repudio, preparación miliar, charlas políticas y hasta desgarrantes comparaciones de la situación de antes y después de mil novecientos cincuenta y nueve, han sido parte del currículo de su vida. Sin embargo yo, Juan con todo vamos a ver, siempre me ha parecido que la revolución ha ido innecesariamente muy lejos y a un precio demasiado alto. Pero para ella, y en general para toda mi familia, a través de sus prismáticos esa misma revolución ha sido no solamente necesaria, sino que además los ha convencido, de tanto repetírselos, que vivir enfrentados a los vecinos del Norte es el único camino que tiene Cuba para sobrevivir.

Salimos del aeropuerto, caminando despacio entre las risas y los abrazos por el ansiado encuentro, mientras yo apenas alcanzaba a memorizar la larga lista de todas las cosas que teníamos para contarnos y que íbamos nombrando a pedazos y sin terminar ninguna. Me dijo que después de tantos años de ausencia tengo un acento distinto cuando hablo el español, que estoy más blanco, más gordo y más viejo y, hace unos días cuando conversábamos en un café, me interrumpió con indignación para decirme que además me he vuelto más gusano. Tengo que admitir con bochorno que lleva la razón en todas sus observaciones.

Escondido tras mi risa culpable, cambié el rumbo de nuestra conversación, tratando de evitar que alguno de mis comentarios terminaran por molestarla. Hablamos del café de aquí, que no es más que una borra vieja, recalentada y amarga, siguiendo la mueca desconforme de su cara. De lo limpio de todo, del silencio que hay en las calles, siempre desiertas de peatones; de lo tímido del sol de este lugar, eternamente escondido tras un manto de nubes grises; de las casas con techos de dos aguas, todas casi iguales, como si fueran hijas de un mismo padre; de lo cerca que están los americanos, apenas al final de la calle y del frío constante que se colaba atrevido por los ojales del abrigo.

No pasó mucho rato hasta que, contándonos nuestras historias, volvimos a encontrarnos en otra de esas intersecciones donde sólo había dos caminos. O doblábamos a la derecha, por donde uno tiene la libertad de opinar y decir lo que piensa, o doblábamos a la izquierda, para seguir en sintonía con el discurso premeditado del Comandante en Jefe. Esta vez sin embargo, decidí hacer una pausa, como quien no sabe por dónde tomar y le pregunté sobre qué pensaba ella de por dónde iba hoy la revolución. Su respuesta en dos palabras fue simple e inesperada. No sabía. Han cambiado el rumbo tantas veces y han dicho tantas cosas distintas y contradictorias, que aquello se ha vuelto simplemente un sobrevivir, resumí de su explicación. No dudó sin embargo en defender el proceso. Todavía piensa que los Castro son el mejor camino para la solución de los problemas de Cuba, que existe una dignidad que no se puede perder y que las carencias en que ha vivido no le molestan porque de alguna manera son necesarias y culpó por ellas al imperialismo yanqui.

Me aseguró que Zapata había muerto por su empecinamiento a negarse a comer, lo cual es lo mismo pero al revés. No tenía idea de quién era Guillermo Fariñas ni que le hayan otorgado un premio en Europa al que llaman Sajarov. Había escuchado algo sobre los presos del Grupo de los 75, pero me dijo que ellos habían decidido emigrar a España por su propia voluntad, lo cual es verdad, pero sólo a medias. De la posibilidad de un canje de 75 a 5 a favor de los espías presos en el norte, me dijo que desde el principio estuvo claro que la Isla no lo aceptaría, lo cual no coincide con lo sugirió en su diario Héctor Maseda desde la cárcel.

Me dijo también que el sistema de salud pública funciona y que lo sabe de primera mano porque lo utiliza muy a menudo. Si no tenemos todos los recursos es por culpa del bloqueo, me afirmó. Que no tiene idea de cómo anda la economía del país, pero que no debe andar muy mal porque hay comida, lo cual me sorprendió. Y que incluso a los jubilados les han aumentado la pensión en los últimos tiempos y que mal que bien todo el mundo resuelve, cosa que ya me imaginaba.

Sin embargo, hay detalles que no consigue entender, ni yo. Cuando Canadá le dio la visa para visitarme este invierno, ella pensó que ya podría montarse en el próximo avión y venir de vacaciones sin tener que rendirle cuentas a nadie, como debería ser. Pero cuál no fue su frustración cuando descubrió sorprendida que Cuba se reserva el derecho a dejar o no salir del país a sus ciudadanos. No sólo te han robado ese derecho, le expliqué, me hacen pagar por él y no es barato. Canadá le dio la visa en 20 días, Cuba se demoró más de dos meses para otorgarle el insultante permiso. Le conté además que la estaba alquilando para su viaje, porque el Gobierno de la Isla me obliga a pagarle un impuesto mensual por el tiempo que ella esté aquí conmigo, y una expresión de sorpresa se volvió a dibujar en su rostro. Incluso no fui yo quien te invitó a visitarme abuela, le dije suavemente para no ocultarle la verdad pero tampoco para herirla con su filo. Cuba ni me deja renunciar a su ciudadanía ni respeta mi canadiense para irte a visitar. Así que tuve que recurrir a una amiga extranjera para que intercediera ante mi país de origen y poder encontrarme contigo. A mí me parece que allá en la Habana están haciendo mucho dinero con este negocio de las familias divididas, le comenté. Mientras más gente se vaya de la Isla, menos problemas tienen ellos y más dinero hacen allá sus gobernantes entre viajes, invitaciones, llamadas y remesas.

Durante los días que siguieron y aprovechando cada circunstancia como si vinieran solas a la mesa, seguí preguntándole sobre cómo andaba Cuba, tratando de actualizarme lo más que me permitiera su tolerancia. Me llamaba la atención lo mucho que sabía de un lado de la historia y me pareció increíble lo poco que sabía de la otra mitad. Los cubanos de la Isla no conocen a su propio Gobierno. Ni lo necesitan, porque tampoco tienen ningún chance de elegirlo.

Le mostré la Internet y su inmensa capacidad para ofrecer sin censura de todo lo que uno quiera saber. Le mostré este periódico y el otro y leía las noticias con pura desconfianza, como si ya supiera que le iban a mentir o como si hablaran sobre dos Cubas totalmente diferentes. Se sorprendió de que Huber Matos estuviera vivo y de lo que contaba sobre Camilo. Me dijo que Las Damas de Blanco son unas problemáticas a las que el pueblo no puede ver. Los cubanos de Miami para ella no son cubanos ni tienen ningún derecho a decir u opinar sobre Cuba. Todos los presidentes americanos son unos canallas, que se niegan a venderles comida y medicinas, y Hugo Chávez es el último Dios de turno desde que no hay apagones en la Habana. Nada me pudo decir de cómo pagan el petróleo o las importaciones, no sabe el valor del PIB de su país, no sabía que Cuba tuviera una deuda externa gigantesca, ni el por qué el país funciona con dos monedas diferentes, ni cuál es el valor real de ninguna de las dos.

Le gustaría quedarse, me confesó hace algunos días hablando sobre su regreso. No sólo porque ésta podría ser la última vez que nos viéramos, sino porque, además, es algo natural que todo el mundo aspire a vivir como se vive aquí, dejando a un lado la política, pero la Isla y su pasado la reclaman como una religión. Por nada del mundo ella pondría su nombre en la lista negra de los que traicionaron a la revolución, aunque probablemente tampoco sepa por qué o a quién se le ocurrió crear tan conveniente lista. Ella necesita los discursos del Comandante para justificar su vida como necesito yo mi café de las mañanas para justificar la mía. Probablemente no se pierde ninguna Mesa Redonda como tampoco se pierde las novelas de la televisión y seguramente se cree todo lo que en ella le dicen, sin darse ningún chance a cuestionárselo primero. De hecho, cuestionarse no es una palabra bien definida en el diccionario revolucionario cubano y aunque así fuera, en la Isla ellos sólo tienen una única fuente de información. La misma que paga, edita, censura y publica el diccionario y todas las demás noticias.

Ya sé cómo se extraña a la familia, llevo casi diez años en este entrenamiento. No voy de visita a la Isla por la falta de garantías y porque evito todo lo que me es posible financiarle el empecinamiento a los Castro. La familia es el precio y ellos lo tienen bien calculado. Ninguno de los dos me podría convencer de que los cubanos no somos más que peones en su estrategia de supervivencia, la cual por demás financian con aquella “escoria” que alguna vez y en medio de la plaza, gritaron llenos de orgullo que no querían ni necesitaban. Y es que cuando un político pierde la capacidad de ser líder, no le queda más remedio que aceptar lo ventajoso de llevar papelitos escondidos con las respuestas a los exámenes, algo que aprendí yo hace mucho tiempo, cuando por poco no me gradúo de segundo grado.


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