Actualizado: 27/03/2024 22:30
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| Opinión

Iglesia Católica

Dentro de la Iglesia, todo; contra la Iglesia, nada

Nuevamente enfrentamos una construcción ideológica narcisista de aspiraciones sacras y en consecuencia inapelables

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La frase anterior, sustituyendo Iglesia por Revolución, nos ha costado muy caro en el último medio siglo. En su nombre se extirparon brutalmente las disidencias y se organizaron los peores procesos estalinistas. También enarbolándola se aplastó al pensamiento crítico, de manera creciente según el concepto mismo de revolución se iba estrechando. Muchos “raros” terminaron en campos de trabajos forzados. Y finalmente, desde su contrapunteo se orquestó una interpretación binaria de buenos y malos, pros y contras, que terminó aniquilando la creatividad política de la sociedad.

El fantasma regresa ahora en medio de una polémica entre los detractores y los defensores del Cardenal Jaime Ortega Alamino (JOA) y del rol que la Iglesia Católica está jugando en el proceso político cubano. Ha sido un debate lamentable debido a las diatribas afrentosas que se han lanzado sobre JOA, en una muestra más de la pobre educación democrática y de las carencias de buenos modales que aún hoy prevalecen en sectores importantes de nuestra comunidad nacional, insular y emigrada. Todo eso es condenable. Como también es condenable pensar que la Iglesia —en cuanto institución pública con bases sociales propias— no tiene derecho a ser parte de este proceso de redefinición de un proyecto de sociedad que la nación cubana necesita. Y que lo va a hacer desde sus propios intereses y perfiles.

Pero la condena a los vituperios y las groserías no debe bloquear la discusión argumental de un asunto tan delicado como éste, que se refiere en última instancia a la calidad pluralista del proceso de reconstrucción y/o reconciliación nacional. Y que define un escenario muy complejo en que la Iglesia está asumiendo un rol destacado en el escenario público, pero no porque lo haya ganado en un proceso de competencias políticas y diálogos abiertos, sino por designación desde un poder político inapelable y no sometido a escrutinios electorales. Es decir, una designación que si bien es efectiva políticamente, padece de severos déficits de legitimidad.

La Iglesia Católica —y el bloque ideológico conservador que se genera en torno a ella— debe asumir sin resentimientos la paradójica situación en que se encuentra colocada. Debe entender que su derecho a ser una contraparte del llamado proceso de reconciliación se ha trocado, como por arte de magia, en ser la contraparte única legalizada del Estado y de la élite política cubana. Y que esta posición, aparentemente privilegiada, tiene costos que también hay que asumir. Repito que no creo que los vituperios o las anatematizaciones sean convenientes y necesarios. Pero sí creo que los juicios críticos son ambas cosas, aún cuando las críticas lleguen al fondo del asunto y hieran a más de un corazón sensiblero.

Sencillamente porque esa es la política, como decía Weber, una danza con el demonio en permanente contrapunteo con la diosa del amor. Y en tan acalorado forcejeo siempre hay que esperar pisotones, codazos y alguna que otra mala palabra.

Pero me temo que los partidarios del Cardenal —y de esa transición ordenada que cada vez me parece más orden que transición— están tratando el asunto justo como no deben hacerlo. No argumentan, sino cargan a golpe de mandoble. No explican qué quieren, sino que en su lugar anteponen la fe al entendimiento y comienzan a acercar los profanos braceos políticos de la Iglesia a la misma palabra de Dios. Y finalmente nos ofrecen una nueva disyunción binaria. Otra vez malos y buenos, otra vez pecado y virtud y otra vez un tiro maniqueo en la sien de la creatividad política. Nuevamente enfrentamos una construcción ideológica narcisista de aspiraciones sacras y en consecuencia inapelables. Obsérvese que no hablo de los rigores del encontronazo coyuntural donde está en observación la permanencia de JOA en el arzobispado y la continuación del juego aperturista, sino de algo más estructural. Algo que parece ser, lamentablemente más y más de lo mismo.

Tengo ante mí un editorial de Espacio Laical (EL). Lo primero que salta a la vista de su lectura es la descalificación en bloque de los opuestos. Espacio Laical habla de “los otros” como personas “sin proyectos claros y universales”, “cargados de odio, de prejuicios y en algunos casos de escasísima inteligencia política”, alimentados de “lecturas simplistas y unilaterales”, entre otros piropos. Pero, y esto es aún más grave, no se trata de una simple descalificación terrena, sino teologal. Toda vez que los opositores —odiosos, prejuiciosos y poco inteligentes— no enfrentan a una institución sobre la tierra, sino a un proyecto sacralizado que los redactores de EL denominan “el único camino que sacará al país de la crisis” mediante “una metodología de la virtud y la piedad” basada en el evangelio. Es un dilema binario, con solo dos opciones contrapuestas: de un lado hay un camino que nos eleva a la cima, y del otro, uno que nos hunde en la sima.

Y debo anotar que los redactores de EL tienen a su favor una buena pluma y aplomo de seminaristas. Cuando se trata de otros artículos escritos por partisanos menos aventajados intelectualmente, lo que se ha producido en el marco de esta escaramuza es algo bochornoso. He leído artículos de iniciados —y siempre los iniciados son inseguros y convulsivos— que cargan contra proyectos y figuras intelectuales muy valiosos con los peores argumentos del mundo. Es decir, que se colocan al mismo nivel de los que han vituperado al cardenal Ortega, y como ellos han paleado lodo a la Iglesia que torpemente quieren defender.

Yo creo que hay muchas razones para criticar esta movida política de la Iglesia, sin que ello signifique ser inmovilista, extremista o plattista.

Yo admito que la gestión de la Iglesia ha dado algunos resultados positivos. Aplaudo que haya contribuido a liberar a decenas de prisioneros políticos. Es cierto que la liberación se convirtió mayoritariamente en un destierro inducido, pero eso no es culpa del cardenal, sino otra veleidad del Gobierno. En todo caso el cardenal es culpable de ni siquiera pestañear. Y creo positivo que las Damas de Blanco hayan ganado algunos breves espacios, y que desde la propia Iglesia se hayan generado algunos parcos y acotados escenarios de discusión de la realidad nacional. Pero al mismo tiempo, aunque reconozco que negociar con el Gobierno cubano es como querer capturar una serpiente de cascabel con una venda en los ojos y a mano limpia, creo que ni lo que se ha conseguido —ni lo que se podrá conseguir con la actual metodología de la virtud— constituyen pasos sustanciales en la democratización del país.

Lo conseguido es muy poco y ha sido a expensas de concesiones mayores por parte de la Iglesia, por lo que se puede afirmar que más que un compromiso por la democracia lo que se ha obtenido es un pacto por la gobernabilidad que facilitará a la élite política cubana mayores márgenes de maniobras para administrar el proceso de apertura pro-mercado en su beneficio. Y la Iglesia —a menos que todo esto termine en un cataclismo político— a lo sumo podrá ganar mayor presencia en la vida pública cubana, algunas ventajas pastorales y la conformación en torno a ella de un bloque ideológico conservador fuera de los templos.

Lo que no es mucho. Y es así porque la Iglesia no entendió que el Gobierno cubano la necesita más a ella que la Iglesia al Estado, y por eso se apresuró a aceptar un compromiso que hubiese requerido cierto arte de la espera. Como también podría suceder con los emigrados si se apresuran a pactar al primer guiño de La Habana.

Hay otra razón por la que he sido crítico a este arreglo unilateral de aposentos. La Iglesia Católica tiene en todas partes, y también en Cuba, un meritorio récord en términos asistenciales y caritativos. En su seno hay grupos que han echado suerte con los pobres y vulnerables en todo el globo, y lo han hecho de una manera admirable. Pero al mismo tiempo la jerarquía eclesiástica es parte directa indirecta, de una crisis moral muy profunda —fraudes económicos, pedofilia— a la que no ha sido capaz de dar una respuesta convincente. Es una Iglesia que posee enfoques francamente medievales en temas tan sensibles como el matrimonio, el derecho de las mujeres al control de sus cuerpos y las relaciones homosexuales. Es una institución que se organiza internamente sobre principios autoritarios, machistas y “contra-natura”, ejemplo de lo cual son las posiciones subordinadas de las mujeres y el celibato. Y si todo esto es así, ¿en que se basa la idea de que la “universalidad” está de parte de la jerarquía eclesiástica, y de que sus críticos estamos alimentados de lecturas simplistas y unilaterales?.

La Iglesia Católica quiere hacer política. Y la política, desde los tiempos modernos, no es un asunto de catecismos. Dejemos los santos fuera y hablemos claro: la Iglesia Católica, como actor político, tiene derecho a tanteos y errores, y también está expuesta a la crítica. El cardenal Ortega ha hecho uso de ese derecho y creo que se ha equivocado en asuntos delicados como cuando llamó a la policía a desalojar una iglesia, cuando permitió que su portavoz escribiera en Granma una nota que, por decirlo de alguna manera, a todos pareció excesivamente enérgica y cuando descalificó a los ocupantes con los mismos argumentos —ni coma más o menos— que la que usan los servicios cubanos de seguridad. Tiene derecho a equivocarse y nadie tiene derecho a pedir su crucifixión y a ofenderlo. Pero inevitablemente eso le expone a la crítica.

Si los variados integrantes del bloque de la “transición ordenada” quieren digerir al cardenal con sus errores y todo, tienen pleno derecho. Pero no tienen derecho a considerar “odiosos, prejuiciosos y poco inteligentes” a quienes aspiran a mejores digestiones. Creo que el cardenal hubiera crecido mucho si hubiera reconocido su error, y hubiera dado a todos los políticos cubanos —del presente y del futuro— una muestra de humildad gratificante.

Y sus aliados de la Isla y de la emigración se hubieran hecho un favor a sí mismos si hubieran adoptado una posición menos dogmática y más reflexiva. Diría que más constructiva, menos maniquea, menos binaria. En resumen, menos atrasada.

Que al final, no lo olvidemos, estamos en el siglo XXI, y requerimos una sociedad política a ese mismo nivel.


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