Actualizado: 22/04/2024 20:20
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¿Desidia o zorrería?

La violencia doméstica campea en la Isla ante la mirada ¿indiferente? del gobierno.

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Visto así, podría entenderse el motivo por el cual dentro del propio pueblo abundan hoy los que creen que el régimen no se siente amenazado por ese tipo de violencia. La achacan —dicen— a expresiones comunes de nuestro carácter y nuestras costumbres. Además, como el fenómeno sólo ha tenido lugar, hasta ahora, en la periferia, al nivel de las zonas más pobres y abandonadas (realmente se ve poco en Miramar o el Vedado, que es donde viven y pernoctan los poderosos), entonces no es asunto suyo, no les afecta, no va con ellos y no tiene por qué importarles. Es lo que suele comentarse por acá, puertas adentro.

Lo de menos sería la tremenda carga de indolencia, despreocupación, soberbia y miopía histórica que esa actitud denota. Al fin, tales salidas son características del poder, de cualquier poder, más aún del que podría expresar un sistema que se ha pasado casi medio siglo dándole vueltas impunemente al monigote. Así que el argumento tiene su lógica. Pero no es el único que se maneja.

La vista gorda

Hay otro (portador de otro peligro adicional), según el cual la presunta dejadez oficial no es sino una prueba de la "confianza que la revolución tiene en el pueblo". Si están caldeados los ánimos debido a problemas ajenos a la voluntad política del régimen, y éste no interviene a fondo en el asunto, ello no significa necesariamente que no le importe, ni que ignore sus detalles, sino que no le queda más remedio que hacer la vista gorda, de momento, hasta que pueda resolver los problemas que tanto crispan a los menesterosos y que al parecer están en la base de sus reacciones violentas. Eso dicen.

Dos preguntas se caerían entonces de la mata: 1) ¿Y cómo, cuándo, de qué manera, espera el régimen resolver problemas para los que no ha encontrado soluciones durante decenios y menos aún parece estar cerca de hallarlas ahora? 2) ¿Cuánto tiempo estarán dispuestos los menesterosos (y hasta más que ellos mismos, la violencia visceral que los revienta) a seguir esperando?

Tampoco faltan los fariseos, pero hay que contarlos, porque cuentan desde las nomenclaturas de la fuerza organizada del gobierno, y porque, además, todavía pueden tupir a más de uno de acá y de acullá, no tanto por su dominio del arte de convencer, ni por la solidez de sus discursos, como por nuestra persistente debilidad (¿histórica?, ¿atávica?, ¿endémica?) ante la muela.

Según ellos, el enfrentamiento entre ricos y pobres, así como la irreconciliable crispación de estos últimos frente al poder político, es algo natural en otras latitudes, pero no aquí, donde hemos sido, somos todos como una gran familia, de modo que las diferencias resultan mucho más de forma que de fondo. Eso dicen.

Y honestamente está por ver cuántos se creen o quieren creerse todavía el numerito.

Sobre lo que sí ya nadie (entre los de abajo) debe tener dudas, porque nos está pasando por arriba como un tren de carga, es sobre las graves proporciones que hoy se gasta la violencia doméstica, al menos en La Habana.

¿Sería de esperar que en un plazo no tan lejano, como se ha previsto, quizá este fenómeno llegue a brincar las fronteras, propagándose, hasta alcanzar las lujosas residencias, los repartos exclusivos y/o los palacios y/o los búnkers?

¿Descarta totalmente el régimen tal posibilidad, o sencillamente se prepara en silencio, como tantas otras veces, haciéndose el que ni siquiera la concibe?

Y en caso de que, fatalmente, se viera venir tarde o temprano el reventón, ¿habría que confiar en lo que pregonan sobre el poder persuasivo de la revolución y en la confianza y el respeto que siempre le ha demostrado el pueblo? Incluso, ¿no sería tal vez esa confianza, aún mantenida por algunos, caldo de cultivo para un enfrentamiento fratricida con toda la traza de guerra civil?

Aquí sólo queda dibujado el panorama. Las conclusiones deben ir por cuenta del ilustre seso de los cubanólogos, o bien por la cuenta de Dios, o la del diablo.


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