Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Cuba, Exilio, Miami

Dichos de muertos, verborrea de vivos

La clave del problema radica en esa tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio

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El pecado original de algunos exiliados anticastristas es que no son verdaderos demócratas. Frente al régimen de La Habana, gracias a las semejanzas que en ocasiones acompañan a los contrarios, encuentran su definición mejor. Ocurre en Miami y también en otros lugares. Además de una vocación caudillista que nunca los abandona, se aferran a tácticas y puntos de vista caducos. Su ideal es ejercer el monopolio del pensamiento opositor y viven en un mundo donde la guerra fría no ha terminado. Este tiempo detenido puede que les llene de esperanza —desde un punto de vista existencial—, pero solo contribuye a que su visión de la isla tenga validez en círculos muy reducidos: una casa, una cuadra, una Calle Ocho, algunos comentarios entre conocidos o en el intercambio nostálgico y belicoso entre pastelitos, tazas de café cubano y, en el mejor de los casos, algún habano que en realidad es dominicano.

Ese afán por aferrarse al pasado hace que sean los únicos herederos de la política de Washington de la época de Eisenhower y los hermanos Dulles, cuando era preferible un tirano anticomunista a un gobierno progresista. La época que propició la existencia de Odría, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez, Trujillo, Somoza, Stroessner y Batista. Mentalidad que luego los llevó a apoyar a Pinochet y Fujimori, sin olvidar otras diversas dictaduras militares de un pasado más o menos reciente y una melancolía fervorosa por la España de Francisco Franco.

A esta estrategia de los años cincuenta del siglo pasado se ha unido la paranoia de algunos ex, que durante décadas se han incorporado al exilio, y que al tiempo que se identifican con el pensamiento de sus antiguos enemigos, son incapaces de librarse de la lógica del partido: dedicados ahora a aplicarla en la dirección contraria.

La tendencia hacia el totalitarismo es visible en el interés por anular toda opinión contraria y ejercer la censura en bibliotecas, escuelas, periódicos, revistas y sitios en internet; también en la incapacidad para admitir la independencia de poderes y en una voluntad empeñada en imponer sus criterios. Imposible que las ideas democráticas estén a salvo entre quienes no son demócratas.

El anticastrismo totalitario soñaba a diario con la muerte de Fidel Castro. La imaginaba semejante a la partida de Batista de la isla. Muere el dictador y el reloj da una marcha atrás vertiginosa. Incapacitado frente al futuro y prisionero en la arcadia del presente, solo le quedaba mirar al pasado. No ocurrió así, pero persiste en su ilusión. Ahora ni siquiera se plantea la desaparición de Raúl Castro. Simplemente aguarda.

Lo insensato es negarse a ver la realidad de que está cambiando ya. ¿Cómo y cuándo? Ni en la forma que muchos esperaban ni tan rápido como se desea. Pero no hay que sentir temor a reconocer que el país no es el mismo que hace unos años atrás. No por voluntad de sus gobernantes sino porque el tiempo, la biología y ese desarrollo vago e incierto, que a veces se llama historia y otras destino, terminan por imponerse. Sin embargo, ante la falta de respuestas precisas o agradables, algunos prefieren refugiarse en la fantasía.

Los que solo se preocupan por echar a un lado las opiniones contrarias y mirar hacia otro lado, frente a una nación que lleva años transformándose para bien y para mal, no tienen grandes dificultades en Miami. Lo poco que queda de la radio del exilio y algunos programas de televisión siguen alentando rumores y dedicando su espacio a satisfacer el odio, la venganza y las quimeras de quienes entretienen su vida con fábulas y sueños torpes.

Este atrincheramiento se justifica en frustraciones y años de espera, pero ha contribuido a brindar una imagen que no se corresponde con la realidad de esta ciudad. Por décadas, un sector del exilio miamense se ha identificado con las causas y los gobiernos más reaccionarios de Latinoamérica. Al contar con los medios y el poder para destacar estas posiciones, no solo se han manifestado en favor de las más sangrientas dictaduras militares, sino defendido y glorificado a quienes colaboraron con estos regímenes, incluso en los casos de terroristas condenados por las leyes de este país.

En un intercambio de recriminaciones y miradas estereotipadas, en muchos casos la prensa norteamericana se ha limitado a mostrar las situaciones extremas y destacar las acciones de los personajes más alejados de los valores ciudadanos de este país. Al mismo tiempo, los exiliados han observado esa visión con ira y rechazo, pero también con un sentimiento de reafirmación.

Ni Miami es siempre tan intransigente como la pintan, ni en ocasiones tan tolerante como debiera. Olvidar que es una ciudad generosa con exiliados de los más diversos orígenes resulta una injusticia.

Quizá la clave del problema radica en esa tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio, donde falta o es muy tenue la línea que va del castrismo al anticastrismo, palabras que por lo demás sólo adquieren un valor circunstancial.

De esta forma, ser de izquierda en esta ciudad se identifica con una posición de apoyo a Castro, mientras que los derechistas gozan de las “ventajas” de verse libres de cualquier sospecha.

No importan los miles de derechistas, reaccionarios y hasta dictadores de ultraderecha que, en Latinoamérica, Europa y el resto del mundo se han manifestado partidarios del régimen de La Habana y colaborado con éste. En Miami estas distinciones no se tienen en cuenta.

En igual sentido, cualquier posición neutral o de centro es vista con iguales reservas. Resulta curioso que mientras en Cuba se ha perdido parte de esta retórica ideológica —no en la prensa oficial pero sí en las opiniones cotidianas y en puntos de vista no gubernamentales, aunque tampoco oposicionistas—, aquí nos mantenemos anclados en nuestro fervor “anticastrista”.

El problema con estos patrones de pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de Cuba. El “castrismo” —no importa lo diluido que se encuentre como ideología— actúa como un espejo en que aún reflejamos nuestras acciones y actitudes. En realidad, es un espejismo.

Los cubanos nos hemos destacado en agregar una nueva parcela al ejercicio estéril de ignorar el debate, gracias a practicar el expediente fácil de despreciar los valores ajenos. Aquí y en la isla nos creemos dueños de la verdad absoluta. Practicamos el rechazo mutuo, como si sólo supiéramos mirarnos al espejo y vanagloriarnos.

El encuentro de la diversidad de criterios ha quedado pospuesto. La apuesta reducida al todo o nada. Antes que discutir o aceptar diferencias, abogar por la uniformidad. Mientras tanto —y gracias al apoyo de diversos gobiernos en Washington, tanto demócratas como republicanos, ajenos a los verdaderos problemas de Cuba y poco deseosos de encontrar soluciones reales— se han reafirmado los cotos cerrados. Tras el paréntesis fugaz de los últimos años de la administración estadounidense de Barack Obama, la política de plaza sitiada ha vuelto a alimentar los discursos en La Habana, en Miami y en Madrid, complaciendo las frustraciones de muchos exiliados, aferrada en apoyar emocionalmente a una comunidad que en buena medida continúa girando en esa retórica gastada, aunque le renueven los disfraces a payasos y actores.


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