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Economía, Socialismo

Economía socialista: ¿un oxímoron?

Cuba no actualiza ningún modelo. Va derechita (…) hacia dos de las peores formas de capitalismo: el de compinches, que concentra el poder en unas cuantas familias; y el de casino, que comienza a ser tentado por la casa del millón de dólares

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Un oxímoron es un recurso literario que consiste en situar en una misma expresión dos conceptos de significado contradictorio. Eso afirma el diccionario. Equivale a decir, en este caso, que socialismo y economía constituyen una contradicción en los términos. Intento demostrar por qué.

Como me insiste un amigo liberal ―yo soy un socialdemócrata a prueba de cualquier tentación― no existe algo así como un almuerzo gratis. En algún punto de la cadena económica, alguien asume las costas de lo que ingieren los estudiantes en sus escuelas. Se me ocurre, siguiendo el hilo de este razonamiento, que tampoco existe algo así como una economía socialista.

Economía es capital invertido para producir bienes a partir de la escasez de recursos. En este sentido, el capitalismo, como muy bien describió Carlos Marx, tiene fecha en la antigüedad romana. Los estudios modernos sobre la sociedad china, algo más vieja que la misma Roma de la república y del imperio, demuestran lo mismo: el capitalismo es anterior a la sociedad industrial británica.

La conclusión dura es evidente: la economía es capitalismo. Este puede ser comercial, industrial, productivo, artesanal, social, de servicios o de Estado; pero no parece haber nada, conceptualmente hablando, que posibilite la economía fuera del capital, del dinero, la inversión el ahorro y la innovación. Esa es la razón por la que el desarrollo de la ciencia en lo que tiene que ver con la construcción de paradigmas o con sus posibilidades epistemológicas ha sucedido solo en sociedades de desarrollo capitalista. Es axiomático que lo que distingue al capitalismo antiguo del moderno es una realidad más vasta que transformó y aceleró la comunicación en dimensiones globales: el mercado.

Si bien la discusión ―y a estas alturas todo resulta muy claro para gente bastante seria― entre el socialismo y el capitalismo en relación con la economía fue relevante desde el punto de vista político ―en los marcos del pulso de la guerra fría―, fue improcedente desde una perspectiva teórica. Lo cual significa que perdería sentido también como debate político en el largo plazo. En la sociedad moderna una derrota teórica es el camino más largo e intrincado para una derrota política.

El socialismo real no constituyó nunca una respuesta económica a las fallas estructurales y a las consecuencias sociales del capitalismo. Fue exclusivamente una respuesta moral que supuso a la larga una implosión de la economía misma como ámbito, como mentalidad y como praxis. Si, como se dice, la economía nace como respuesta humana a las necesidades ilimitadas del hombre desde la realidad de la escasez, el socialismo respondió con un modelo que pretendió limitar las necesidades del hombre ante la posibilidad de su satisfacción consumista. Desde la escasez como dato real, la economía —es decir, el capitalismo más el mercado—, responde siempre con la sociedad de consumo. Desde la sociedad de consumo, el socialismo real respondió con un dato artificial y creado: la carestía. Algo distinto a la escasez.

Si el escándalo de las desigualdades alimentó el supuesto de que el Estado podía convertirse en un actor económico más, la carestía fue el soporte estructural para el tipo de Estado que sustituye la economía como dimensión, y le permite reproducirse como una entidad corrupta y envilecida que ataca a la economía por dondequiera que esta aparezca. La lucha sempiterna de los Estados del socialismo real con el mercado negro no fue históricamente otra cosa que la lucha del socialismo contra la economía real.

En un nivel fundamental lo que ocurrió fue esto: una ilusión teórica e intelectual cuyas consecuencias prácticas para la gente, y políticas para las ideas de izquierda, han sido letales.

La crisis política y de paradigmas de la opción socialdemócrata a la que me adscribo tiene su base en nuestra incapacidad para encarar con valentía y sin complejos —con la probable excepción del laborismo británico— un hecho profundo y arraigado en todas las civilizaciones, con independencia de la rica diversidad cultural: la realidad del capitalismo como práctica y como cataláctica es decir, como mundo de intercambios.

Durante más de medio siglo el liberalismo económico se batió teóricamente en falso contra unos presupuestos económicos que, pese a su vestimenta teórica y su traducción al lenguaje altamente formalizado de las matemáticas, podría reducirse muy bien a la “Economía Faraónica” (EF) o a lo que el mismo Carlos Marx denominó, sin mucho rigor científico, como Modo de Producción Asiático (MPA); para referirse con este concepto a los modelos de producción del Asia y de algunos lugares del Medio Oriente antes de la revolución industrial.

La economía soviética, y por extensión la de todos los países que imitaron su modelo, puede entenderse mejor a partir de esas referencias a la EF o al MPA: modelos de supervivencia y grandiosidad extensiva en los que no hay economía propiamente dicha porque no hay medición de recursos escasos, no se basan en la productividad, están de espaldas a la oferta y demanda del mercado, reproducen la carestía mediante el control de precios, producen medias solo para las reinas, gastan sus escasos recursos en obras de status y prestigio, y redistribuyen los bienes según una estructura de privilegios.

Por eso el “más” moderno economista Kenneth Galbraith pierde frente al “menos” moderno economista austriaco Ludwig Von Mises. Donde aquel fundamentó una supuesta convergencia entre dos modelos contrarios bajo el supuesto de que constituían caminos distintos hacia un mismo oasis de industrialización y desarrollo, este deconstruyó la teoría económica fundada en el valor-trabajo para situarla sobre el concepto de utilidad marginal, resolviendo de cierto modo el viejo dilema del agua y los diamantes. En efecto, un bien adquiere su valor no por su utilidad objetiva sino por otros dos valores combinados: su escasez y su capacidad para la satisfacción subjetiva. Donde hay agua suficiente, el precio baja irremediablemente. Por el contrario, el diamante siempre valdrá más en razón tanto de su rareza como de su valor estético.

En otras palabras. El mercado determina más en la estructura de precios de determinados bienes que el trabajo mismo. Por eso en la economía soviéticaet al la cantidad de trabajo empleada en la producción de tuercas se perdía junto a la inutilidad de las mismas tuercas. ¿Y la excelencia del radio Selena de fabricación soviética que hizo furor en Cuba por allá por las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado?, preguntarán algunos cubanos de los “viejos tiempos gloriosos”. Averigüen por la Gründing alemana, respondería yo, a quien los soviéticos copiaron hasta el hartazgo.

Economía socialista es por tanto un oxímoron. Y los liberales contentos. Si el pensador neocomunista Slavoj Zizek, un franco-esloveno que se ha convertido en la pesadilla de los socialdemócratas y de los social-liberales —no hay pensadores a su altura en mi propio campo de convicciones y elección— anda diciendo que el capitalismo financiero es la realidad y la socialdemocracia un imposible, entonces el neoliberalismo puede dormir tranquilo pese a las turbulencias de los mercados. Más tranquilos aún cuando los indignados optan por las derechas políticas: aquellas que afirman que el bienestar social es un resultado automático del derrame de riquezas que provoca el capitalismo sin comentarios.

Y esta derecha política es hábil cuando llega a las orillas del tercer mundo. En Cuba, por ejemplo, se sigue vistiendo de socialista y revolucionaria y moderna. Y nos dice, sin el menor recato y con mucho desenfado, que la tarea es actualizar el “modelo socialista” y fundamentar teóricamente su posibilidad. Ya esto no es una ilusión como irrupción de la utopia en el mundo, sino una estafa como recirculación del poder para detener su inevitable expulsión de la historia. Cuba no actualiza ningún modelo. Va derechita, con algunos comentarios despectivos, hacia dos de las peores formas de capitalismo: el de compinches, que concentra el poder en unas cuantas familias, como en la Guatemala de los 80 del siglo pasado; y el de casino, que comienza a ser tentado por la casa del millón de dólares. Frente al mar Caribe.


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