Cuba, Estados Unidos, Washington
El antiimperialismo pro-norteamericano de los cubanos [I]
La segunda parte de este artículo aparecerá mañana
Nada, que el que no entienda la frase anterior no va entender nunca a los cubanos.
Seamos sinceros, los cubanos siempre hemos sentido admiración por el vecino del norte y el asunto tiene sus raíces en el siglo XIX, no es por tanto un invento reciente. Claro esa admiración ha tenido sus altas y bajas, sus momentos críticos y en cierto sentido retrocesos temporarios. Pero, aquí también seamos francos, el antiimperialismo también tiene larga tradición en Cuba, quizás no se remonte al XIX, si exceptuamos algunas ideas expresadas por el Apóstol, pero en realidad el siglo XIX fue una época de sostenida y por ninguna razón perturbada admiración.
Ya en el XX las cosas se complicaron, lo que era de esperar cuando uno choca con la realidad concreta y con los hombres reales que operan en esa realidad. Las presiones de los procónsules americanos, las trastadas de las imposiciones constitucionales, acuerdos permanentes, de reciprocidad, el establecimiento de la dichosa “carbonera” de Guantánamo y otras malaventuras de los “yonis” dejaron espacio para el crecimiento de ese pensamiento, más que sentimiento, antiimperialista.
Pero así y todo seguíamos admirando a los de enfrente, su genio práctico, su energía empresarial, y paralelamente con ello nos burlábamos de los turistas yanquis que desembarcaban “chapullando” un mal español, en el mejor de los casos, con algunos hábitos higiénicos que nos chocaban, con una especie de candidez que buscábamos como aprovechar. Y junto con ello cada vez que algo diferente ocurría en la arena nacional nos preguntábamos en voz baja: ¿Qué dirán los americanos?
Y en eso llegó el 59 con llamamientos como el de “consuma productos cubanos”; “conozca a Cuba primero y al extranjero después”; con medidas como la de usar carros pequeños, cuando aquello aún los japoneses no habían ‘inventado’ los toyotas y los hondas, pero mirábamos hacia Europa con sus cucarachas VW, los peugeots, los fiats, y otros parientes que pretendíamos enfrentar a los fords fairlane, los chevrolet impalas y similares productos bien apreciados por aquellos que los podían adquirir.
Las nacionalizaciones apresuradas de las grandes empresas yanquis, por un exaltado paranoico que había perdido la voz, en medio de una reunión de latinoamericanos; el pretender que los siboneyes jugaban béisbol y con ello intentar cambiar los apelativos del “ao”, del “jonrón”, del “flaialpicher”, con fuera, cuatro bases, globo al lanzador, no prendieron y por tanto el deporte nacional quedó tan penetrado por el imperialismo como antes. Se hicieron entonces, como si ello fuese necesario, otros intentos en el campo de la investigación histórica para demostrar como el béisbol desde el siglo XIX era el deporte de los mambises y con ello justificar nuestra simpatía por el deporte imperialista.
Los entierros de los “tiosams”, las encendidas proclamas antiimperialistas, el sacar del baúl las diversas barrabasadas de los vecinos, el culpar a los maquiavélicos del norte de cualquier bache sin arreglar; la escasez de malanga; la rotura de una guagua; el que se fundiese un bombillo; o la falta de una medicina, se convirtió en parte importante del folklore nacional. Confesemos de que los cubanos de a pie tiraron la cosa a relajo y llegó el momento que nadie sabía si se estaba hablando en serio o todo era una coña.
Mientras todo ello ocurría, y después de una apocalíptica avalancha de películas de Europa del este, retomamos el cine de Hollywood. Empezamos a readmirar los fords, los camaros, a reconocer los suvs, y a deslumbrarnos con los corvettes. La avalancha de VCRs que inundó, si no el país por lo menos La Habana, desempeñó un papel importante en este saborear las frutas prohibidas, pero la TV Nacional, y oficial, también contribuyó, consciente o no, a esta exposición de la “sociedad de consumo”, a veces acompañada de comentarios anodinos, en ocasiones con algunos cortes púdicos, pero a la larga entreabriendo una ventanilla indiscreta hacia el odiado vecino imperialista del norte revuelto y brutal que nos amenaza.
Después llegó la ‘comunidad’ y de pronto las masas, las muchedumbres, la gente, el pueblo, la plebe, como queramos llamarlas, empezó a abandonar los grises y los azules desteñidos y a lucir los colores del arcoiris de la bisutería, la pacotilla, que traían los exparientes, los examigos y demás exenemigos y que de la noche a la mañana cambiaron, por lo menos en La Habana, el deslucido y triste ajuar de los años 60 y 70.
Los pitusas ahora eran los jean, de marca, y los tenis pasaron a ser los popis, también de marca. La dicotomía era evidente, la incongruencia aplastante: la retórica antiamericana, con las marchas del pueblo combatiente, ahora se presentaba adornada con los productos de la denigrada “sociedad de consumo” que se suponía detestábamos.
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