El cuento de la buena pipa
El cuento es sencillo. No puedo dejar de gobernar para ocultar mis crímenes y errores y no puedo dejar de cometer más crímenes y errores para poder seguir gobernando
El mundo anda revuelto, pensaría cualquiera con asombro tras seguir las noticias de las últimas semanas. Todos se han vuelto locos, le agregaría abriendo los ojos, para terminar la idea con esa pisca de sal que hace parecer sencillas las cosas difíciles y complicadas. La gente está saliendo a las calles para dejarle saber a sus gobernantes que está bueno de injusticias y egoísmo. Se están jugando la vida para alzar sus voces entre balas y chorros de agua, que los matan y los dispersan pero que no los callan. Regímenes que han estado en el poder por años, sienten con pesar que les va llegando el momento de cerrar el negocio de vivir de los demás y en su pesadumbre se enfrentan sin piedad y con desespero a aquellos a quienes le deben la razón de su propia existencia.
No es difícil imaginarse el porqué, supongo. Uno llega al poder, sea por herencia, oportunismo o por la habilidad de juntar algunos votos, de recitar discursos llenos de falsas promesas. Luego que uno se sienta en la oficina desde donde todo se decide y se ordena, descubre apenas instantáneamente lo agradable de ser admirado y respetado por aquellos de allá abajo, a los que alguna vez se les prometió escuchar y servir. Los puede ver a todos los niveles y en casi todos los lugares. Lo veo yo cada día en mi trabajo, cuando mi jefe se siente elevado por los cielos en su sagrada misión de ser el coordinador mío y de otros cuatro gatos a los que no les queda otro remedio que hacerle creer el todopoderoso de un chinchal de computación, so pena de vivir buscando trabajo por el resto de nuestros días. Secretos, desinformación, reclamo de un respeto inmerecido son parte de la fiesta de los privilegiados, que en su danza de elegidos, todos, o casi todos, dejan de ser lo que alguna vez fueron, reservando su amabilidad solo para aquellos de su misma élite, convirtiendo la sociedad en desafortunados clanes de poder. Les estoy hablando del jefe de cuatro infelices gatos, sofocados en una oficina sin importancia, mal alumbrada y sin ventanas.
Imagínense entonces cómo se sentirá el Rey de un país inundado de petróleo o el añejo presidente de años y años, decidiendo, torturando y ordenando sobre todos los demás, cuando descubre sin placer que aquellos a quienes ha aplastado por tanto tiempo, finalmente han comprendido que ellos también tienen derechos y que juntos son prácticamente invencibles.
La vida de inmigrante me ha dado la oportunidad de ver muy de cerca cómo funciona lo que a en este mundo llamarían una verdadera democracia. Nada tiene de perfecta porque su suerte está en las manos de hombres (y mujeres) que en vez de servirla con humildad, la contaminan con sus propios intereses, haciendo muy ineficiente y cara la gestión de gobierno del país. Sin embargo, funciona porque la salva su claridad, su libertad de expresión y la idea, por cierto bastante imperfecta, de que de alguna manera todos somos iguales (aunque algunos sean más iguales que otros).
Está la democracia de los vecinos del sur, comúnmente llamados del norte, pero eso, claro, depende de donde usted viva. El presidente se ve obligado cada cuatro u ocho años a terminar su mandato con sus glorias o sus derrotas y no hay el más mínimo chance de extender sus privilegios en la oficina oval ni por una semana más de lo establecido en las leyes del país. Los de aquí arriba, como si fuera una receta mágica, tienen una idea muy parecida de mantener la democracia. Alrededor de los cuatro años, el Primer Ministro se ve en la obligación de llamar a elecciones federales, no solo porque es lo establecido en la constitución, sino también porque para haber sobrevivido a la oposición, ha cometido para entonces tantos errores que lo mejor es que se retire so pena de que su partido jamás vuelva a ganar un voto en las elecciones. Nadie tiene el chance de creerse con el genio y la capacidad de ser la única voz cantante de todo el país, insuperable por cualquier otro coterráneo, tal y como sucede en nuestra querida isla, donde compararse con el genio y la figura majestuosa del Comandante en Jefe es sinónimo de ingratitud. Único, no solo por su increíble capacidad para encontrar las soluciones más antiimperialistas a nuestros problemas, sino también por su “guinnessco” récord de haber dormido un total de seis meses en los últimos cincuenta años, nos hace pensar en lo afortunado que hemos sido por haber disfrutado de su poder absoluto, en la presencia de un ser completamente de otro mundo.
El poder crea adicción y su droga es tan fuerte como la cocaína. Renunciar a él por simple respeto a la democracia debe hacer sentir a uno como un suicida. Dejarle el puesto al que venga detrás es comparable a darle un último beso a una criollita de Wilson en la cama presidencial, en el consuelo y la resignación de que es inconstitucional seguir besándola eternamente. Comprendo cómo debe sentirse Gadafi, mirando a ese grupo de inconformes, echándole a perder el picao que por tanto tiempo le funcionó y lo llenó de tantos privilegios. Por cierto, con eso de tener una escolta personal, compuesta solamente por mujeres jóvenes, bellas y vírgenes, creo que es uno de mis favoritos y, oiga, mi amigo, le aseguro que debe de ser uno de los más difíciles a perder. Pero es también por detalles como ese que sospecho que el viejo africano no está totalmente loco. El exceso de poder por tan largo periodo de tiempo le podría haber confundido más de una neurona y por esa razón prefiere vivir en casas de campaña y vestirse como un Mustafá, pero a mí me parece que su teoría es la del corcho, flotar convenientemente en todas las aguas, no importa el mal tiempo que esté haciendo, para seguir en la gozadera. Más de una vez ha estado el viejo Gadafi en problemas con el mundo y más de una vez ha movido las piezas a su conveniencia, como hizo cuando renunció a su programa nuclear para ganarse la simpatía y el dinero de los americanos. No me parece que sea tan loco como tan sinvergüenza, tratando de aparentar no tener los pies en la tierra a ver si el mundo lo deja tranquilo y se llevan los aviones a otra parte. Viejo truco que ojalá y a su pueblo no se le haya pasado por alto.
Esos que se han robado el poder por años, encarcelando los reclamos de su pueblo por encontrar caminos más democráticos para el futuro del país, son de la clase de líderes que con las mejores intenciones del mundo detienen a la nación en un limbo aerostático, flotando en el aire y desconectada del resto del mundo, hasta un día en que las mentiras que suspendían al globo son tantas, que el invento que parecía tan estable y conveniente por fin revienta en sonora explosión. Ese día todo se viene abajo, los privilegios personales, los parches a la constitución, los votos falsificados, todo se desparrama sobre el país para sorpresa e indignación de aquellos que creían que su líder bíblico no estaba en los textos sagrados por simple e imperdonable omisión histórica.
¿Por qué gobiernos tan turbios e ilegales sobreviven por tantos años?, estoy seguro de que alguien con mas luces expondría un rosal de razones científicas, todas muy bien fundamentadas, que no arreglarían el problema pero que sin dudas lo harían lucir mucho más bonito. A mí, sin embargo, esos gobiernos simplemente me recuerdan al cuento de la buena pipa. ¿Quiere que le haga el cuento de la buena pipa? El cuento es sencillo. No puedo dejar de gobernar para ocultar mis crímenes y errores y no puedo dejar de cometer más crímenes y errores para poder seguir gobernando. Es ahí cuando se traba el paraguas y aparecen en la historia los imperios interminables que tan bien conocemos los que nacimos en uno de ellos. El día en que todo se viene abajo, la lucha por exterminarlos se vuelve entonces a muerte, como está sucediendo ahora mismo en Libia y nada tiene que ver con el patriotismo y el amor de su gobernante por la nación, sino con su miedo a la humillación de caer con sus mentiras a lo peor de la historia, allá abajo donde todos sus trucos se desvanecen y solo queda un terreno baldío de desprecio y odio por aquel que traicionó a su pueblo por tantos años para hacer con el poder lo que le dio la gana.
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