Actualizado: 28/03/2024 20:07
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El Estado infantil

Como niños, los políticos cubanos hacen trampas, intentan que les tomen en serio, que le satisfagan sus caprichos, y olvidan lo prometido con rapidez.

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La idea de que el Estado cubano es uno escasamente serio no es en realidad una idea: es un hecho. La consistencia de las posiciones y de los actos, más la consistencia de los compromisos, son el fundamento de la seriedad, lo que conlleva siempre asumir sus consecuencias —buenas y malas— con coherencia, dignidad y, si se es maduro, sentido del humor.

El Estado cubano, visto como burocracia o biografía, no es serio mirado desde estos criterios. El último botón de muestra en este sentido lo refleja su actitud frente a la industria azucarera. Esta fue desmantelada, criticada, considerada una fuente atávica de la economía de la Isla y enterrada arrogantemente por el discurso político y el discurso estético. Por ahí circula un documental que recoge, "artísticamente", la muerte del sector.

Ahora resulta que no se debió declarar la muerte prematura de la industria azucarera, como recomendaba Mark Twain. Y no sólo eso: ella cuenta además, se dice, con todas las condiciones para asumir los compromisos internacionales, aprovechando el alza en los precios de la gramínea.

¿Una burla nacional? Quizá, pero sobre todo un índice más de la ausencia de seriedad en el poder.

¿Por qué no nos damos cuenta de esa falta en el carácter del Estado? Por su gravedad solemne, su ampulosidad retórica y cierta brutalidad en el ejercicio del poder. Todo ello da la apariencia de que estar frente a gente que habla en serio aunque se ande con rodeos.

Y da la apariencia de otra cosa más: que contamos con gente madura conduciendo las riendas del país. Pero no es así. La naturaleza infantil es el otro rasgo que caracteriza al personal político de la Isla.

Prometer sin cumplir

¿Qué pretende un niño? Casi siempre jugar con los otros, hacerles trampas, creerse que les engaña con sus promesas de portarse bien; intentar que le tomen en serio todos sus juegos, que le rían sus ardides simples y espontáneos, que le satisfagan sus caprichos, que se pongan a su altura sin importar el saber y la experiencia de los que han vivido, que les creamos para siempre mentiras de-cinco-minutos-de-duración y no asumir jamás las consecuencias de sus actos.

Esto último es fundamental, porque la seña de que se abandona la infancia, tristemente, es la certeza de que todo lo que hagamos tiene efectos directos o secundarios sobre nosotros y los otros.

Un niño no tiene ni toma conciencia de esto, y si es de origen latino, pues a aguantarse: a todos los rasgos globales de la infancia hay que agregar aquí la picardía y el ambiente de guapería, digamos que andaluz —por aquello del guapo vanidoso, quien se muestra—, que colorea la proyección de nuestros infantes.

Con calco pasmoso, el Estado cubano reproduce el período infantil por el que atraviesan todos los seres humanos. Los ejemplos sobran. Voy a limitarlos por razones evidentes.


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