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Ventana del lector, Cuba

El gusano ruso

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Ya sé que me criticarán que al menos tuve una bicicleta, porque todo lo que a uno le dan allá en la Isla tiene que ser con agradecimiento a la revolución que nos dio la oportunidad. Pero por esa misma razón mi bicicleta fue una bicicleta rusa.

Una mañana, por el tiempo del básico, el no básico y el dirigido, mi madre se apareció en la casa con una flamante bicicleta rusa, de esas que le llamábamos 24. Verde, con olor a aceite soviético recién estrenado, con su bomba, su maletica de herramientas, su farolito y su dinamo. Guardafangos blancos, rayos lustrosos y hasta un timbre muy gracioso y sonoro.

No podía esperar por la hora de irnos al parque a montar mi nueva bicicleta. Corría como el viento, frenaba con un chillido sobre la acera que atraía la mirada de todos y me llenaba a mí de esa clase de orgullo que disimulamos con indiferencia. Y si era un verdadero placer correr mi bicicleta por el día, mucho más lo era en la oscuridad de las ocho de la noche que su farolito rompía, iluminando el concreto del camino por venir.

Le daba trapo tres veces al día, antes de irme a la escuela, luego de la escuela y antes de irme a dormir. Brillaba como una estrella y aunque el apartamento era pequeño y nosotros éramos muchos, nadie podía acercarse a ella sin recibir mi mirada indagadora y mi no solicitada explicación de para qué era aquel tornillo en particular.

Vivíamos en el segundo piso de un edificio de puntal alto y escaleras estrechas y empinadas que lo hacían parecer el ascenso a pie a un rascacielos. Mi bicicleta apenas cabía por aquellas escaleras que, además, con su peso en el hombro, parecían interminables. Pero eso jamás fue un impedimento para bajarla y subirla tantas veces como oportunidades tuviera de correrla en el día.

Y todo fue maravilla hasta que comenzó a perder el aire de las llantas. Tenía que bombearla todos los días y luego hasta tres veces al día para mantener el aire en las cámaras, hasta que finalmente el aire se escapaba por su gusano ruso con la misma rapidez con que yo lo había empujado hacia adentro con la bomba.

Algo debía estar roto. Mi padre, yo y luego todos los vecinos del barrio examinamos aquella válvula de interesante diseño. Era una manguerita de goma negra alrededor de un cilindro de metal que terminaba en un cono hueco, con un huequito a un costado, por donde debería entrar el aire pero no salir. Y funcionó, al menos el primer mes, luego de eso la manguerita jamás volvió a ajustar en el cilindro y el aire que había sido empujado hacia adentro se escapaba nuevamente sin encontrar resistencia, como para inflar mi frustración de ciclista sin bicicleta. De todo pusimos alrededor de aquella manguerita, esparadrapo, tape eléctrico, un cablecito de teléfono, un pedacito del nailito del pollo de los domingos, todo cuanto se nos ocurrió y todo además en vano. Para colmo, la bomba de tanto usarla también se rompió. Su zapatilla se había vuelto hilachas de un material negro y grasoso, que se desintegraba dentro del cilindro por donde corría, sin lograr empujar el aire, sino sólo jugar con él. Ahora para probar cada nueva idea de cómo remendar el gusano ruso tendríamos que caminar casi tres kilómetros hasta la única ponchera que tenía el compresor funcionando en el barrio. Muchas veces hice ese periplo más de dos veces en el día, empujando mi triste bicicleta sin aire, que tal parecía caminaba sobre rocas de ir aplastando las gomas desinfladas en cada vuelta.

Un día de esos en que nos sentamos en el contén de la acera, frustrados y vencidos, sin saber qué más hacer para aguantar el aire dentro de las gomas, alguien nos dejó caer al lado del oído, como para que lo agarráramos si queríamos, que aquellos gusanos rusos eran una mierda. Búscate unos americanos, nos dijo.

Levantamos la mirada hasta aquel hombrecito sencillo que nos guiñaba un ojo confidente mientras señalaba para las llantas de su 28, llenas del preciado gas que se le escapaba a las mías, mientras lucía unos estirados y eficientes gusanos cilíndricos con una especie de aguja en el centro y que él había identificado con aquel nombre políticamente incorrecto.

Comenzamos aquel día la vuelta a casa, empujando la bicicleta sin aire, en medio de muchas preguntas que mi padre se tomaba tiempo para responder. Técnicamente aquello podría ser posible pero ideológicamente era un disparate. ¿Cómo podría ser que los gusanos americanos fueran mejores que los gusanos rusos? Los rusos sin dudas eran más inteligentes y sabían más que los americanos, como me habían enseñado en la escuela. Los rusos habían ido al cosmos primero que los americanos y tenían barcos más grandes y los mejores aviones y hasta mejores carros, así que no era posible que sus gusanos no aguantaran el aire. Sin embargo, era un hecho que mis gusanos rusos no funcionaban y una vez más en aquella tarde calurosa como tantas, nos turnábamos para empujar de vuelta el desinfle, mientras otros con gusanos americanos pasaban por nuestro lado, montados en sus bicicletas con aire.

Pasarían muchas cosas y mucho tiempo antes de que todos descubriéramos que ni los rusos eran tan inteligentes ni los americanos tan malos. A los rusos se los comieron sus propios gusanos y dejaron de ser soviéticos. Supongo que se les desinflaron las mentiras. Los americanos, tampoco es que fueran tan buenos, pero si algo positivo han tenido es que son los peores críticos de ellos mismos, algo que a los gusanos de la Isla les tienen prohibido y por eso a nosotros también se nos va lentamente saliendo el aire, como le pasó a mi bicicleta.

Ya sé que un día tendremos que cambiar, como hice yo, para los gusanos que siempre hemos querido ignorar porque son los únicos que al parecer funcionan. Sí, porque además les cuento, que increíblemente en la Habana había una tienda que vendía aquellos ideológicamente incorrectos gusanos americanos que todo el mundo andaba buscando y que desde que se los instalé a mi bicicleta rusa el aire de sus llantas dejó de ser un problema, como siempre debió ser, y sólo entonces yo volví a ser un niño feliz y me olvidé de la política.


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