Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Ucrania, Guerra, Putin

El Mal no viene solo de los Urales

Una de las consecuencias principales del conflicto ucraniano es recordarnos que el peligro de un apocalipsis nuclear sigue ahí presente, que no ha terminado

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No ha faltado quien me ha preguntado por qué no he escrito un solo artículo condenatorio contra la Rusia de Putin y a favor de Ucrania invadida criminalmente por el abominable oso feroz. Desde luego que se trata de una violación masiva de los derechos de millones de seres humanos —empezando por el derecho a la vida— y la destrucción de ciudades enteras que ha provocado una de las tragedias migratorias más dramáticas de toda la historia humana, y que no es casual que esos crímenes estén apañados por los gobiernos más impresentables de nuestra época, en particular, en América, por los de Cuba, Venezuela y Nicaragua, y en Europa, por el de Lukashenko en Bielorrusia, sin dejar de mencionar a los serbios, que realizaron actos semejantes en los Balcanes bajo la dictadura genocida de Milosevic.

Ya tras un viaje a Rusia en 1992, recién caída la Unión Soviética, este autor había publicado un artículo en El Nuevo Herald donde advertía que en ese país se estaba gestando una mafia empresarial y que el modelo ruso servía para ejemplificar qué tipo de transición no debíamos realizar los cubanos.

Ya nadie habla del coronavirus. La pandemia se acabó como por arte de magia. Ya no se habla de inundaciones ni de incendios forestales, ni de los crímenes del narcotráfico, ni del terrorismo fundamentalista islámico o supremacista blanco. Tal parece como si la invasión rusa, por muy detestable y fuente de muy lamentables tragedias que se nos presente, hubiera sido la panacea, el remedio maravilloso de todos los demás males.

Sin embargo, una de las consecuencias principales del conflicto ucraniano es recordarnos que el peligro de un apocalipsis nuclear sigue ahí presente, que no ha terminado.

Es preciso recordar y no perder de vista que el mal no viene solo del país de los Urales, que esa amenaza atómica ha sido una pesadilla que tuvo su punto de partida cuando en 1945 los Estados Unidos lanzaron dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki con la muerte de cientos de miles de personas, en su inmensa mayoría civiles, sin excluir mujeres y niños. Cuando funcionarios de la administración de Bush padre se hicieron cómplices de que un grupo de cubanos continuaran presos en las cárceles castristas al negarles la entrada a Estados Unidos con el pretexto de que eran “terroristas”, calificativo difamatorio endilgado por el propio Gobierno Cubano, este autor, aún recién llegado a este país, les recordó en una nota —ni siquiera era un artículo— aquel hecho, al que calificó como “el más grande acto terrorista de la historia”. Entonces se armó un escándalo y muchas voces condenatorias se escucharon contra mi persona, incluso para amenazarme con mi expulsión del país y devolverme a Cuba donde había acabado de cumplir siete años en el presidio político. Por entonces no me retracté de mis palabras y las reitero hoy.

Entonces el problema no reside solo en una nación como Rusia, o un tirano como Putin, sino que es un mal subyacente en el ser humano. Pero no se trata del ser humano en abstracto, sino del ser humano en los marcos de una determinada civilización humana: el patriarcado, y en particular del hombre “macho”, “varón”, “masculino” que plagó al mundo de miserias hace miles de años con el derrumbe de la civilización de la diosa madre del neolítico y la imposición devastadora de una nueva mentalidad que se extendió por todo el planeta como una mortaja.

No solo la guerra de Ucrania debe cesar, sino todas las guerras, llámense “frías” o “calientes”, y no solo las guerras entre Estados sino entre los seres humanos. El narcotráfico, por ejemplo, no es solo obra de personas con mentalidad criminal, sino con raíces en la miseria de los de abajo y la corrupción de los de arriba.

Es preciso, en estos días previos a semana santa, reiterar la indispensabilidad de un nuevo paradigma civilizatorio, algo que ya predicaba un insigne maestro de Galilea hace dos mil años, a quien crucificaron y luego volvieron a matar tergiversando sus ideas para levantar en su nombre las hogueras y torturas de la Inquisición y las matanzas de las Cruzadas. El cristianismo del pez nunca se hizo realidad, ni antes ni ahora, sino que fue suplantado por otro cuyo símbolo vino a ser la cruz, copiado del que usaba la caballería romana, no otra cosa que el signo de persecución y muerte de aquellos que lo habían crucificado.

El pasado año, 2021, publiqué en una editorial española, Apocalipsis, la gran Revolución Civilizatoria, un libro que pasó inadvertido en un mundo de pandemia, pero que hablaba de todas estas cosas. Por entonces no se había producido la invasión rusa, pero los marcos en que ésta se produjo ya existían desde hace miles de años: el conflicto que los religiosos llamaron “pecado original”, un paradigma de guerras, de opresión de unos por otros, de degradación de la mujer, la marginación de quienes no eran como ellos —si se habla en particular de los civilizados occidentales, los que no fuesen hombres, blancos, ricos y heterosexuales— y de explotación indiscriminada de la naturaleza que nos ha arrastrado hasta el borde del abismo en la media en que se fue desarrollando una tecnología que, más que fuerzas productivas, se ha hecho presente en forma de “fuerzas destructivas”.

Esa mentalidad se ha ido traspasando de generación en generación a través de los siglos y milenios. Ese es el verdadero pecado original del que hoy se dice en las iglesias de la actual cristiandad, que “Cristo nos liberó del pecado al dar su vida por nosotros en la cruz”. Pero no hay que ser muy inteligentes para darnos cuenta de que nadie nos liberó de nada, que ese gran maestro solo nos dejó una valiosa herencia como fórmula de liberación: una nueva mentalidad de reconciliación, fraternidad y amor.

El presidente Zelensky recordaba hace poco con amargura las veces que se habían pronunciado las palabras “nunca más” en referencia a los horrendos crímenes perpetrados por los nazis, y lamentaba que habían resultado ser una frase vacía. Tenía razón y así seguirá siendo mientras no se produzca un verdadero despertar de la conciencia humana.


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