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Homosexual, Gay, Desfile

El rostro triste de la vida alegre

¿Cómo hemos llegado a esta grosera distorsión de una mera preferencia sexual que este año —particularmente en Nueva York durante el emblemático desfile— alcanzará inéditos niveles de estridencia?

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Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren la puerta de la bacanal.
F.G. Lorca

El domingo 30 de junio, o en fecha cercana, tiene lugar en muchas ciudades del mundo el llamado “Desfile del Orgullo Gay”, que este año ha de ser particularmente notorio al cumplirse medio siglo de la protesta en el Stonewall, un centro nocturno del Greenwich Village de Nueva York, donde los parroquianos, casi todos homosexuales, se enfrentaron a la policía, dando lugar a un movimiento, en pro de mayores derechos a la expresión libre de la sexualidad, que hace tiempo se ha extendido por todo el mundo.

Desde el principio, los militantes adoptaron la palabra “gay” para referirse a los individuos que preferían las relaciones íntimas con personas de su propio sexo. El término, de antigua raíz provenzal que significa “alegre”, tal vez ya circulaba desde hacía tiempo en los corrillos homosexuales norteamericanos tomado en préstamo de las mujeres de la noche, a quienes alguna vez se les llamó “de vida alegre” [women of gay life]. Ya era, desde el comienzo, una manera frívola y burlesca de abordar una preferencia sexual y de acentuar la irrespetabilidad y el desdén que el resto de la sociedad les profesaba.

Con el tiempo, el llamado Gay Liberation Movement se fue transformando en una suerte de subcultura, o “contracultura”, heredera del hippismo de la década anterior, que se empeñaba en imponer una estética, si no una ética, que dinamitara la sociedad convencional: una manera “gay” de proyectarse, de expresarse, de vivir… del mismo modo que empezó a producirse una literatura, una música, un estilo de decoración y de conducta, de activismo social y de política que también debían reflejar esa gayness. La sencilla preferencia sexual, que tenía todo el derecho a existir y a ser respetada, se iba convirtiendo en un ariete para intentar derribar la puerta de lo establecido, con una pasión que era mucho más religiosa que sexual.

Aunque el llamado movimiento gay era muy amplio e incluía a gente de muy distinto pelaje, prevalecieron desde el principio —como es usual en toda facción popular— los más vociferantes, es decir, lo más canallesco; y si bien es verdad que los homosexuales podían presumir de contar en sus filas con una impresionante lista de personas cultas y refinadas, los que más se destacaban en el movimiento y en estos desfiles conmemorativos tenían aspecto de rufianes, por sus atuendos, por sus tatuajes, por sus gritos.

Las mujeres, celosas de su preeminencia (en este caso las lesbianas) no tardaron en reclamar un puesto separado y primero (ladies first). Al parecer no querían identificarse tan sólo como “gays”, no fuera que alguien las confundiera con las chicas alegres de otra época. Además, las lesbianas no suelen ser frívolas, son más bien graves, aunque, en estado de militancia, tan o más agresivas que sus congéneres varones. A estos “órdenes” de mujeres y hombres vendrían a sumarse los mal llamado “bisexuales” —cuya definición mejor sería la de “ambisexuales”, bisexuales son los hermafroditas— y los transexuales. Así surgió esta omnipresente sigla (LGBT) a la que hace poco ha venido a añadirse una “Q”, que sugiere rareza o duda, e incluso un signo +, que promete su extensión arbitraria.

¿Cómo hemos llegado a esta grosera distorsión de una mera preferencia sexual que este año —particularmente en Nueva York durante el emblemático desfile— alcanzará inéditos niveles de estridencia?

No sé, tal vez se deba al mal gusto imperante en la sociedad contemporánea que tiñe o potencia cualquier manifestación de protesta o disidencia. No dudo que los actos de calle ayudan a la promoción de una causa, y que tienen mérito los que decidieron enfrentarse a seculares prejuicios por afirmar su derecho a una sexualidad “otra”, sobre todo los pioneros. En la actualidad, cuando la mayoría de esos derechos están consagrados, la algarabía del desfile del “orgullo gay” no pasa de ser una chabacanería y una afrenta.

El que usted prefiera ayuntarse con alguien de su propio sexo es — en todas las grandes democracias— un derecho indiscutible que no precisa de estas marchas que van dirigidas contra los demás, como si nada se hubiera logrado o conquistado, y que tienden a provocar el rechazo de las mayorías. El espíritu de confrontación no es sano y agrede el mismo fin que, desde el principio, se ha intentado alcanzar: respeto a la diferencia e igualdad. En mi opinión, estos desfiles sirven mal a la causa que dicen defender, especialmente por su fealdad visible. Frente a ese vergonzoso espectáculo, no dudo en suscribir lo que una vez dijera el recién fallecido Franco Zeffirelli: “Soy homosexual, no lo escondo, pero no gay, una palabra que me parece ofensiva y obscena”.

Vicente Echerri es un escritor cubano que reside en EEUU.


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