El vandalismo como desafío político
Del trumpismo como la etapa superior y última del republicanismo en Estados Unidos
La imagen del lumpemproletariado insolente y violador, como fuerza motriz del trumpismo, definirá de forma implacable la esencia del fenómeno en los meses venideros. Mezcla de mascarada y terror que amenaza la democracia estadounidense.
Mala noticia para ese republicanismo no libre de culpas —los demócratas, por su parte, tampoco lo están—, que en las últimas décadas ha definido al partido, con rostros como Ronald Reagan y ambos Bush; a veces duros, otras amables, pero siempre institucionales (con independencia de comportamientos y preferencias políticas).
El auge de la extrema derecha estadounidense, de la que Trump es causa y consecuencia, se consolida en la calle como bullanguera y despilfarradora. No llega al asalto al poder; se define por su inconsistencia.
En un país con limitado simbolismo, Trump asume la marginalidad como un vandalismo disfrazado de desafío. Ordena a sus partidarios atentar contra la representación por excelencia de la democracia surgida con la nación. No para desenmascar las posibles injusticias y una latente hipocresía, sino para impedir la culminación de un ciclo electoral. Intentar un ritual fallido de persistencia.
Más allá de las imágenes de lo ocurrido en el Capitolio —algunas verdaderamente surrealistas— persiste el peligro de que el vandalismo degenere en terrorismo.
Cabe la réplica de que no todo partidario de Trump es un lumpemproletario, pero queda claro que a partir de ahora esa clase social —su inconsciencia y falta de proyecto social más allá de una perpetuación espuria del desorden— es la que mejor define a los seguidores del caos y partidarios del pillaje. Entre la turba y la mentira sale Trump de la Casa Blanca.
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