Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Intelectuales, Represión

Elogio de los cobardes

La Habana ha llevado a cabo un proceso de apropiación del nacionalismo posmarxista, mediante un culto casi místico a la figura de José Martí, al tiempo que intentado la despolitización de escritores y artistas

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El mecanismo de terror en una dictadura falla solo con un grupo social: los intelectuales.

No es que los intelectuales sean los ciudadanos más valientes. Puede que se encuentren entre los más cobardes, pero demuestran una mayor capacidad de asimilación y resistencia. Son además los que trascienden.

Jorge Edwards, en su biografía de Pablo Neruda, Adiós, Poeta, dice: “A Fidel siempre lo encontré irritado frente a los escritores, desconfiado, como si ese precario poder que ellos manejan, el que les confiere el uso y el arte de la palabra, amargara de algún modo, en su núcleo más vital y sensible, el poder suyo”.

En la biografía sobre Stalin de Edward Radzinsky se narra la preparación de un juicio a Babel y Meyerhold, que involucraría a figuras como Eisenstein, Katoyev y Ehrenburg. Pero en el curso de los interrogatorios, Stalin pierde la fe en que los intelectuales jueguen su papel tal y como estaba planeado. Deja de confiar en el proceso, ya que, por ejemplo, Babel lo admite todo y luego se retracta. Stalin decide que los artistas son tipos impredecibles, a un grado sumamente peligroso: que admitían demasiado fácil culpas inventadas, pero que con igual facilidad negaban lo dicho un minuto antes. Entonces optó por matarlos en forma callada.

En Cuba, quien plantea de forma más descarnada el conflicto entre los intelectuales y el Gobierno fue Ernesto Che Guevara, al expresar: “el pecado original de los intelectuales cubanos es que no son verdaderos revolucionarios”. La frase pudo haberse invertido: el primer pecado de los revolucionarios cubanos siempre ha sido que no son intelectuales (con perdón de Martí), o peor aún que son intelectuales falsos, pero el Che era un hombre orgulloso.

Con el triunfo de la revolución, se les impone a los intelectuales este complejo de culpa. Roberto Fernández Retamar (¿volverá a ser católico Retamar?) lo expresó en un verso infeliz: “Quien murió por mí en la ergástula? Nosotros los sobrevivientes, a quién debemos la sobrevida”.

El complejo de culpa por no haber sido un terrorista o un tiratiros se extiende durante la primera etapa de la literatura cubana posterior al primero de enero de 1959 ―dominada por el existencialismo de Sartre―, y se transforma en complejo de clase proletaria, por no ser un trabajador manual, en las generaciones literarias posteriores.

Tras más de medio siglo del triunfo revolucionario, años que también han marcado el fracaso ―por el exilio, Estados Unidos y una buena parte de la comunidad internacional― a la hora de ofrecer una “ilustración democrática” fundamentada en la libertad, y al posibilitar la existencia de un gobierno representativo como contrapartida a la “ilustración socialista”, erigida sobre un proyecto frustrado de justicia social, el régimen sigue siendo unipartidista y persiste en autodenominarse “marxista-leninista”, pese a las muestras de agotamiento de dicho modelo.

Sin embargo, el agotamiento ideológico del modelo marxista-leninista no ha desembocado en un desmoronamiento del sistema, ni mucho menos ha permitido una mayor influencia externa. Si quienes viven bajo el socialismo cubano son sujetos moldeados en la creencia de que el Estado debe realizar una amplia distribución de derechos y beneficios sociales ―algo nunca logrado y siempre justificado con el pretexto más a mano: subdesarrollo, bloqueo, fin del campo socialista, crisis económica internacional― también han sido condicionados socialmente en la constante prórroga del momento en que ejercer sus derechos civiles y políticos en condiciones de libertad.

El Gobierno de La Habana ha hecho todo lo posible por mantener esa condición, timoneando de acuerdo al momento pero sin soltar el control del rumbo. Para llevar a cabo esta maniobra, el régimen de La Habana no solo ha llevado a cabo un proceso de redefinición y apropiación del nacionalismo posmarxista —apoyado en el culto casi místico a la figura de José Martí―, sino también desarrollado una táctica fundamentada en la despolitización de escritores y artistas —marcada por el paso del “intelectual orgánico” al creador neutral— ejemplificada en el olvido cuasi oficial del poeta comunista Nicolás Guillén y la canonización del católico José Lezama Lima y la revista Orígenes.

Para sostener estos ajiacos ideológicos, el régimen de La Habana ha necesitado tanto controlar la lectura como la escritura. Aunque en ambos casos se han producido avances en Cuba, más allá de casos específicos, géneros mencionados y momentos históricos, aún el Gobierno cubano y los intelectuales que lo defienden fundamentan su política cultural en una administración territorial de la creación y en practicar una aduana ideológica, que permite pasar a unos y a otros no. Si bien lo no publicado en Cuba no puede considerarse sinónimo de lo no leído en la Isla, la presencia de libros, temas y autores marginados no es lo suficientemente fuerte como para romper la lógica de la exclusión.

En este sentido, Cuba entra a formar parte de otro mundo, en buena medida extraño a Occidente: una especie de África, donde al tiempo que existen las condiciones para la preservación de la especie hay una banda de forajidos disfrazados de guardianes de parque, que obedecen las órdenes del gran cazador. Aquí los intentos de desvalorizar el papel del intelectual son más graves por varias razones.

Mientras que, por una parte, las complejas relaciones de los escritores con el proceso revolucionario son aún motivo de disputa en la Isla y el exilio, existe una labor de borrón y cuenta nueva por parte del régimen de La Habana, que pretende diluir la necesidad de una orientación moral y cívica en el país. Se intenta una banalización de la censura: un ministro de cultura que exhibe una melena de antiguos rizos, conciertos de rock y rap, una estatua de John Lennon inaugurada a bombo y platillo, la aparición de obras prohibidas o de autores exiliados ya muertos.

Actos y gestos tardíos. Una política de jaulas con las puertas abiertas, pero con vigilantes en las cuatro esquinas. Zoológicos al aire libre para turistas. Como contrapartida, un esfuerzo sistemático por domesticar al grupo. Una táctica de no usar el látigo sino la zanahoria.

Porque a diferencia de Europa, donde la capacidad de influencia de la clase intelectual se vio disminuida a consecuencia de los cambios políticos y sociales —lo que ha beneficiado a gobernantes y empresarios—, en Cuba se asiste a una campaña gubernamental de sustituir la represión contra escritores y artistas, siempre que sea posible, por una permisividad controlada. Difieren las circunstancias, pero el objetivo es el mismo: limitar el poder de un grupo social.

Controlar a los intelectuales sigue siendo un interés del régimen cubano, y no desestima esfuerzos al respecto. El Gobierno de La Habana no se siente seguro. Entre sus temores se encuentra que en cualquier momento el intelectual diga: “A un lado camarada máuser”, y tome la palabra.


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