¿Es progresista un marxista?
¿Es revolucionario un proyecto social que remonta la sociedad a los tiempos de las monarquías absolutas?
Tanto en Cuba, como en Venezuela o en el planeta Marte, todo marxista-leninista se percibe a sí mismo como un revolucionario que lucha por alcanzar un modelo de sociedad superior y perfecta, sin clases sociales antagónicas, altamente desarrollada y sin desigualdades entre ricos.
En pocas palabras, un comunista —porque eso es— se presenta como un promotor del paraíso en la Tierra que menciona el himno de “La Internacional”. No importa si ya ese sistema fue sepultado en Europa por inservible. Ahí tenemos a Hugo Chávez aplaudido por sus seguidores mientras estatiza más negocios privados para edificar en Venezuela el “Socialismo del siglo XXI”, cuando en la Isla vecina dicho experimento social agoniza.
Es de respetarse un marxista que de buena fe cree aún que el socialismo es el “futuro de la humanidad”. Hay otros en Latinoamérica y Estados Unidos que evitan la palabra comunista o marxista y se autodenominan socialistas. Eso es por dos motivos: 1) comunista es un vocablo muy devaluado, y que asusta, y 2) para meterse en el mismo saco de los socialdemócratas y pasar como lo que no son, pues la socialdemocracia y el socialismo marxista no son la misma cosa.
Para empezar, un proyecto social que conduce la sociedad al pasado y no al futuro no puede ser progresista. Resulta difícil hoy no percatarse de que el socialismo —del siglo XIX, el XX, o el del XXI—, no es un avance en lo social, económico, político y humanístico —que es el canto de sirenas que atrae a millones—, sino todo lo contrario: una regresión al absolutismo estatista de las monarquías europeas del siglo XVI al XVIII.
Por entonces el Estado omnipresente lo controlaba todo y asfixiaba las libertades individuales. Era casi imposible hacer negocios, comerciar y crear riquezas de manera independiente. Nadie podía expresarse políticamente. Nada se sabía de derechos humanos y sólo unos pocos privilegiados conocían que los antiguos griegos habían inventado la palabra democracia (demos, pueblo y kratos, poder). Era, en fin, la época en la que el Rey Sol, Luis XIV de Francia, decía, y con toda razón: L’etat c’est moi (el Estado soy yo).
No había derechos civiles ni de ningún tipo. Era rampante el parasitismo de la nobleza y la aristocracia vinculada a la corona —conformaban el Estado—, que no producían nada y le chupaban la sangre a la gente con astronómicos impuestos —rezago de las gabelas medievales—, sin darle nada a cambio. Aquel modelo social inhumano constreñía a las fuerzas productivas. Por algo estalló la revolución burguesa en Francia en 1789.
Pues bien, el socialismo marxista convierte nuevamente en estatal a la propiedad privada y prohíbe las libertades individuales que hicieron realidad en el Viejo Continente y en Norteamérica la consigna liberal de laissez faire (dejar hacer) que los fisiócratas franceses lanzaron 40 años antes de la toma de la Bastilla, y que los ingleses —con Adam Smith de abanderado— y un poco antes en los Países Bajos empezaron a aplicar primero que los franceses.
Son suprimidos los partidos políticos excepto el marxista, que queda como partido único poseedor de la verdad absoluta que según el propio Marx no existe, y que decían ostentar las monarquías absolutas. Los medios de comunicación son convertidos en libelos de propaganda gubernamental.
Es decir, por su vocación estatista, controladora y centralizadora, el marxismo es retrógrado por naturaleza, es la negación del movimiento liberal que sepultó al absolutismo y la aristocracia europeos y desenterró a burgueses, agricultores, artesanos, comerciantes, inversionistas, es decir, al “sector privado” que erigió el mundo moderno que hoy conocemos y la democracia plural en la que se afinca.
Aquel avance hacia el libre mercado, la competencia, las libertades individuales y los preceptos democráticos que hundieron al Ancien Regime, como dicen los franceses, fue un proceso largo y difícil, de intensas luchas políticas, religiosas y sociales, algunas de las cuales fueron revoluciones, todas muy sangrientas excepto la Revolución Gloriosa en Inglaterra (muy pocos muertos) que restringió fuertemente los poderes del rey en favor del Parlamento e instauró la actual monarquía constitucional británica en 1688. Una de las más sangrientas fue la revolución independentista de las 13 colonias inglesas en Norteamérica iniciada en 1776.
El socialismo, que hace trizas esa lucha secular por las libertades del hombre, es la combinación actualizada del absolutismo monárquico con el despotismo ilustrado y su paternalismo, que se resumía en la consigna de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” que tanto gustaba a la fogosa zarina Catalina la Grande de Rusia.
Pero el comunismo va más allá que los Luises del “Viejo Régimen”. En plena revolución de la Internet y las comunicaciones prohíbe el acceso libre a la información, succiona la capacidad de los ciudadanos para razonar o disentir del Gobierno y los transforma en los animalitos de la Animal Farm de George Orwell.
Como “papá Estado” es el único productor y empleador, la corrupción deviene cultura nacional y quien no roba, engaña o evade el trabajo duro no es decente, sino morón. Quien lo dude que vaya a La Habana y hable con el cubano de a pie.
Al no hacer nada por sí mismo y depender del Estado para todo, desde que nace hasta que muere, al individuo se le atrofian las neuronas, pierde la conciencia de sí mismo y se convierte en zombi de propiedad estatal.
Como dijo Mijail Gorbachov en un arranque de honestidad soviética inédita hasta entonces, la propiedad social —léase estatal— “es la propiedad de nadie”. Aunque siendo más audaz debió haber dicho que la propiedad social le pertenece a la “Nueva Clase” de que habla el libro del yugoslavo Milovan Djilas.
En fin, ¿es progresista el defensor de un proyecto social que remonta la sociedad a los tiempos de las monarquías absolutas y suprime las libertades que hicieron posible la modernidad?
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