Enfermedad, Muerte, Literatura
Estar enfermo
¿Moriremos porque estamos agobiados de tanto sentir la vida?
Para la joven doctora mexicana Karina Itzel
La enfermedad se relaciona con la desdicha: malestar donde la expectativa se nubla: no hay llanto, la mirada busca el horizonte, una línea infinita se pierde en el vislumbre. Releo las páginas del poemario A la salud de los enfermos de Juan Domingo Argüelles, donde hay una cita de Propercio: “Y no podré ofrecerte ayuda, aunque la pidas pues ni yo tengo cura para mi enfermedad”. La soledad ronda el espacio de los insalubres: “Amable soledad, ¡cómo te envidio!: /a dulces y virtuosos das asilo / como se ofrece a la navaja el filo”, subraya Domingo Argüelles.
El cuerpo se harta de nuestras miserias: féculas apestadas, secreciones inmundas, aleves esputos: “la noche de los cuerpos, / como la sombra del águila la soledad del páramo” (Octavio Paz). “Soy mi cuerpo. Y mi cuerpo está triste, está cansado. Me dispongo a dormir” (Jaime Sabines). Los enfermos arruinan el insomnio; pero, también soportan su presencia en los silencios. Pienso en Chopin asediado por los retumbos de las lluvias y las humedades del invierno de Mallorca: la tos, la fiebre y las expectoraciones con sangre en medio de la noche. Estar enfermo: percibir el alejamiento del goce macizo, jugoso y blando del vigor.
“La salud es una cosa preciosa, y la única que en verdad merece que empleemos, no sólo el tiempo, el sudor, la fatiga, los bienes, sino incluso la vida en su búsqueda; tanto más cuanto que sin ella la vida se nos hace penosa e injusta” (Michel de Montaigne). Leo a Epicteto, asiento que mientras recorro los senderos, siento el peso del cadáver que llevo a cuesta. La enfermedad sorprende, rompe con lo usual y establece una seria plática con la muerte. ¿Moriremos porque estamos agobiados de tanto sentir la vida? La enfermedad nos advierte que “la meta de nuestra carrera es la muerte” (Montaigne).
Me asomo al espejo, veo en mi rostro las grietas disformes de la vejez. Menesteroso, prosigo el gran éxodo hacia la ruina. “La vejez no es una batalla, la vejez es una masacre”, nos dice el novelista estadounidense Philip Roth. Releo La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag; Reflexiones sobre morir y vivir; de Mark C. Taylor; y El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer, de Siddhartha Mukherjee. ¿Busco apaciguamiento en esos libros? No lo sé.
“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara”: precisa Sontag. “El vacío no es otra cosa que nuestro punto de contacto con Dios”, revela Taylor. No hay alivio: hay recelo. / Llega la noche. Shakespeare siempre me cobija. Leo en uno de los folios de Hamlet: “Los males desesperados exigen desesperados remedios, o jamás se curan”. He tomado todos los medicamentos en el horario indicado por los médicos.
El poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008) me dice: “La vejez es la peor máscara /que los dioses nos tejen. /Sólo el azar de algún milagro —si lo otorgan—/ puede que alguna vez, fuera del tiempo, / en la región donde la rosa es más efímera, / un joven cuerpo de mujer se tienda / y nos abrace, / como abraza el amor, / mucho más hondo que la muerte”. Al fin, en estos versos, encuentro alivio.
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