Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Fidel Castro ya no es el que era… pero sigue siendo

Pese a ese distante segundo plano en que está ubicado, la capacidad de veto y bloqueo que tiene Fidel Castro sobre el futuro de Cuba se mantiene incólume

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A comienzos de septiembre de 2010 Fidel Castro retomó una de sus actividades favoritas: el contacto directo y sin intermediarios entre el líder y las masas. Tras cuatro años de dura enfermedad y ya, según todas las evidencias, presuntamente recuperado de los males que lo aquejaban, la actividad febril desarrollada por el líder máximo de la revolución en las últimas semanas ha desatado todo tipo de interpretaciones. Sin embargo, el Castro que hemos visto en esta oportunidad no es el que era y los temas por él abordados en las últimas jornadas tampoco son los de antes. Queda entonces en el aire la pregunta de si algo ha cambiado en Cuba en el supuesto de que haya cambiado algo.

En su toma de contacto con los estudiantes universitarios hemos visto a Fidel Castro enfundado en su simbólico uniforme verde oliva, aunque sin galones, medallas ni estrellas. Quedaba atrás el chándal de marca que lo acompaño en sus cuatro años de convalecencia. En esta ocasión volvió a hablar de su tema favorito de los últimos meses, la posibilidad de una hecatombe nuclear. La cosa no quedó ahí. Para dar mayor dramatismo a su mensaje señaló que “le ha correspondido a Cuba la dura tarea de advertir a la humanidad del peligro real que está enfrentando”. Pero no nos preocupemos, ya que esta dura y pesada tarea ha recaído, por propia voluntad, responsabilidad y conciencia revolucionaria, sobre sus propias espaldas. 

 Al centrarse en estas cuestiones debió obviar, o callar, aquellas que habían sido centrales en su discurso más tradicional y en su permanente lucha en defensa de la ortodoxia revolucionaria. Si los temas abordados no eran los de antes, la imagen transmitida tampoco era la de antaño. Sus ojos han perdido buena parte de ese brillo feroz con que encandilaba a los suyos y sembraba el terror entre los tibios y los contestatarios. Incluso leyó el discurso que, cosa extraña, no se extendió más de 50 minutos. Visto lo visto, todo indica que parece estar dispuesto no a perdonar sino a que lo perdonen. Él, el que nunca se equivocaba, ya que las autocríticas estaban hechas siempre para los otros ―como mostró de manera ejemplar el caso de los fusilamientos del general Arnaldo Ochoa y del coronel Tony de la Guardia―, ahora muestra signos de debilidad. Esta vez, en un largo reportaje concedido al periódico mexicano La Jornada, si bien asumió como equivocada la feroz persecución desatada desde las más altas instancias contra la homosexualidad en los años más duros de la revolución, se negó plenamente a asumir su propia responsabilidad, con el argumento de que eran años de mucha tensión y mucho ajetreo, en los que era imposible estar al tanto de toda la agenda. Sin embargo, sí dijo que se habían excedido en el tratamiento de la cuestión.

Pese a sus actitudes recientes, lo más curioso de su intervención ante los estudiantes universitarios de La Habana, en línea con buena parte de sus recientes apariciones públicas y de sus últimas reflexiones, fue la prácticamente nula alusión a los asuntos más inmediatos. Así obvió los temas internos cubanos, los abundantes problemas cotidianos que deben afrontar sus resignados compatriotas, la seria y grave crisis económica que vive el país, el camino casi sin salida, en definitiva, en que se encuentra encallada la revolución, pese a que se repita de forma machacona e insistente el mantra de “patria o muerte”. Como si la realidad inmediata no existiera, o no interesara, Castro se dedicó a pontificar más de lo divino que de lo humano, más de lo que le preocupa al orbe global que a la urbe cubana, y así fue como se volvió a explayar sobre el riesgo inminente de una guerra nuclear, aunque sin pronosticar, en esta ocasión, la fecha exacta en que ésta tendría lugar.

A la vista de lo dicho y escrito por Castro en las últimas semanas se podría concluir que éste vive al borde de la conmoción por el tema nuclear, a tal punto que lo discutió en profundidad con Hugo Chávez y sus reflexiones también fueron oídas por Evo Morales. De este modo, se ha establecido una vez más un fuerte vínculo entre abuelo, padre e hijo en la revolución, una revolución que hoy es más bolivariana que socialista, pese a las soflamas de unos y otros. En esta ocasión Castro se ha plegado una vez más a la postura chavista, como muestra su cerrada defensa del plan nuclear iraní. Y así fue como se preguntó si acaso es un delito construir una central nuclear con fines pacíficos, dando por sentado que esos son los firmes propósitos que mueven al régimen iraní.

Tras su larga enfermedad, que lo tuvo al borde de la muerte, como el mismo Fidel Castro confesó, y su prolongada convalecencia, no es de extrañar la reaparición de las batallas juveniles en su relato. ¿Estaremos frente al caso del abuelo, ya mayor, recordando una y otra vez sus batallas de otros tiempos? Porque es bueno recordar que fue en 1962, y no ahora, cuando se produjo la llamada crisis de los misiles, el momento en que el mundo se encontró al borde de la catástrofe nuclear. Y si esto hubiera ocurrido, él hubiera sido uno de los principales responsables, por no decir el máximo responsable de lo que hubiera podido suceder. Su dureza se debía a que había que demostrar, adentro y afuera de Cuba, que la consigna que guiaba a la revolución, el ya citado “patria o muerte”, no era una boutade y que la revolución no iba de farol.

Las apariciones recientes de Fidel Castro han hecho correr ríos de tinta y han dado lugar a numerosas interpretaciones y especulaciones sobre las reales motivaciones y el sentido último de sus palabras, como recordaba recientemente Andrés Oppenheimer. La transparencia del régimen cubano sigue inmersa, como viene ocurriendo desde la época de la clandestinidad, en un cono de sombra del que no ha podido, o no ha querido, salir. Algunos inciden en el tradicional reparto de roles, policía bueno, policía malo, entre los dos hermanos Castro. En este caso, los asuntos de casa y los de comer le tocan a Raúl, mientras los importantes, los verdaderamente trascendentales, como los de la guerra y de la paz, recaen sobre las espaldas de Fidel. Pese a ello, no se sabe a ciencia cierta si Fidel apoya convencido, o a regañadientes, la labor gubernamental de su hermano Raúl. También están los que creen que el discurso de Fidel en torno a lo nuclear es sólo una cortina de humo para que no se hable de la muerte de Orlando Zapata Tamayo o del lamentable estado de salud de Guillermo Fariñas.

De todos modos, pese a ese distante segundo plano en que está ubicado, la capacidad de veto y bloqueo que tiene Fidel Castro sobre el futuro de Cuba sigue estando ahí y se mantiene incólume. Por eso, mientras el mayor de los hermanos siga vivo, son pocas las esperanzas de que podamos asistir a grandes y trascendentales cambios en Cuba. A lo más, seguirá el goteo de pequeñas y limitadas acciones de parcheo, aunque los economistas cubanos más lúcidos insisten una y otra vez en que ya prácticamente no hay más margen de maniobra ni más tiempo para dilatar las reformas.

La consigna del momento es que la revolución debe permanecer por encima de todo, inclusive por encima del cadáver del líder máximo. De ahí la plena vigencia de la ya repetidamente citada consigna de “patria o muerte”. Sin lugar a dudas, la revolución debe seguir siendo fiel a sus raíces, cueste lo que cueste, o sufra quien sufra. Ojalá me equivoque, pero de ser las cosas así, este lento y agónico seguir siendo de Fidel Castro arrastrará a su pueblo a más sufrimiento y a una miseria mucho mayor de la actualmente existente.



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