Guillermo Fariñas Key
Una buena ocasión para rememorar al padre de un hombre bueno
A mediados de 1973, no por los azares de la vida, sino por un conjuro del orden establecido en mi país, debí trabajar, si bien en el área administrativa, en una empresa industrial. Antes, había rebotado de un sitio a otro del sector cultural, sin éxito; de todos me despedían aduciendo razones fabulosas. Hasta que alguien, bajo riesgo, confiando en mí, me dijo: no busques más por ahí, sé de buena fuente que tienes que trabajar en el sector industrial “un rato”. Así, en la empresa a la que fui a dar, conocí a Guillermo Fariñas Key, administrador de uno de los talleres, con los cuales yo, por el puesto (o puestecito) que ocupaba debía relacionarme. De todos los administradores y obreros de “abajo” que conocí, fue con Guillermo Fariñas Key con quien mejor me llevé, al extremo que, después que dejé aquella empresa y luego de que él se jubilara, siempre teníamos contacto de una manera u otra.
Cuando conocí a Fariñas Key, en los años ya apuntados, yo era un joven y su hijo, Guillermito, todavía un niño. Fariñas Key, o el “negro Fariñas”, como cariñosamente lo aludíamos, era, para definirlo sólo con dos palabras: un hombre bueno. Alto, levemente encorvado, intensamente negra su piel, jamás levantaba la voz ni siquiera para replicar; lo recuerdo en invierno con una camisa de corduroy azul oscuro. No pocas veces fui al taller que administraba —donde en algunas ocasiones me encontré, de pasada, con su hijo, Guillermito—, y allí se podía apreciar la armonía que el zapatero Fariñas Key mantenía con los obreros a su cargo. Él no mandaba a sus hombres, más bien les pedía con suma delicadeza que realizaran la tarea que fuere.
Igual armonía se podía constatar en su casa, en la calle Villuendas, pasando el llamado Parque de la Audiencia. Ya jubilado, el “negro Fariñas” se dedicaba a hacer lo que sabía: salvar zapatos del apocalipsis, algo que se agradecía sobremanera si nos ubicamos en una Cuba donde un par de zapatos nuevos podría no llegar a las manos nunca.
Un pasillo corría a lo largo de la casa, humilde, y al final, en lo que quizás vendría a ser el comedor, tenía el zapatero sus útiles. Cerca de la mesita de trabajo, si era de tarde, en ocasiones había un vasito con alcohol de 90 grados. Él me brindaba, yo a veces me daba un sorbo. Él, cuando tenía alcohol, sólo bebía tres o cuatro vasitos en la tarde, “para entonar”. Cuando yo llegaba a la entrada del pasillo, gritaba su apellido y él me respondía: “Entra, Luis” (así me llamaban en aquella empresa donde nos habíamos conocido, y donde omití el Félix en un lírico y unipersonal acto de rebelión), siempre con un tono quedo, aunque hablase en voz alta.
La esposa del “negro Fariñas”, Alicia, una mujer dulce hasta el sinfín, menos negra de piel que el marido, alguna vez le reprochó entre risas dirigiéndose a mí: “Seguro que te dijo que hoy es su cumpleaños y por eso tiene el alcoholito… Bueno, todas las tardes en que tiene alcohol es su cumpleaños”. Yo echaba una conversación más o menos larga con el zapatero, dependía de cómo estuviéramos de tiempo. Nos preguntábamos por la familia, y Guillermito estaba “en la escuela” o “estudiando”. Finalmente le explicaba cuál era el mal de los zapatos que le llevaba, y siempre había una respuesta esperanzadora: se podían salvar, cómo no. Me iba con ese dulzor que sentimos cuando hemos dialogado de tú a tú con la nobleza.
Ya en México, hace aproximadamente nueve años, un ex compañero (aquí sí cabe esta palabra) de aquella empresa, con el cual también seguí en contacto y que había viajado desde Santa Clara hasta acá invitado por alguien, me localizó por teléfono y, entre otros temas, tocó uno triste: Guillermo Fariñas Key había muerto. “Yo quería a ese negro”, dije y se me aguaron los ojos. ¿Y Guillermito? “Bueno, anda metido en la disidencia… ¡Y allá en Santa Clara!… figúrate, donde todo es tan difícil”, me respondió el viajero.
Hoy, aquel Guillermito ha recibido el Premio Andrei Sajarov por su ardua lucha en contra de la violación a los derechos humanos en Cuba. En su juventud, Guillermito fue un fiel defensor de la revolución castrista —entonces, seguramente tendría como emblema el hecho de que su padre y mi amigo, Fariñas Key, entre otras acciones, combatió junto al guerrillero Ernesto Guevara en la llamada Crisis del Congo, en 1965—. Estudió Guillermito una carrera militar en la extinta Unión Soviética y tiene heridas de guerra recibidas durante la llamada Guerra de Independencia de Angola. En 1988 se licenció en Psicología y, en 1989, disintió del proceso revolucionario en desacuerdo con el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, Héroe de la República de Cuba acusado de narcotráfico.
De modo que es una buena ocasión para, más que felicitar, agradecer al hijo su entrega por la causa de la democracia en Cuba; y asimismo, rememorar al padre, un hombre bueno.
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