Hasta cuándo funcionará en Miami la política de la nostalgia/guerra fría
Mientras en otras partes la oferta de un proyecto distinto se percibe como esperanza, añoranza o amenaza, en Miami se vive ajeno a esos sobresaltos
En Miami la política —como ejercicio para llegar al poder legislativo y a las administraciones locales— sigue aún girando sobre una nostalgia/guerra fría que rinde buenos dividendos debido a dos factores fundamentales.
Uno es la permanencia del régimen cubano tras 63 años. Otro es el aprovechamiento del flujo de capitales extranjeros que encuentran un clima propicio para negocios, que no brindan un desarrollo económico y social al área, pero permiten la sobrevivencia a los inmigrantes en llegada constante, quienes tienen así la posibilidad de desempeñar labores en la esfera de servicios y trabajos de construcción y mantenimiento.
No hay que menospreciar que en esta ciudad incluso los ancianos encuentran trabajo en supermercados y cafeterías, algo que no suele ocurrir en otras ciudades del mundo.
A ello hay que añadir el beneficio adicional de la entrada de personal calificado —o en parte calificado— proveniente de Cuba para cubrir plazas en el campo de los servicios médicos y de salud en general.
No hay ejemplo mejor de la perpetuación del discurso nostalgia/guerra fría que las constantes declaraciones de los tres congresistas cubanoamericanos del área que se desempeñan en Washington.
El discurso cotidiano de dichos legisladores prioriza una agenda internacional sobre los problemas locales. Pero la permanencia de tal práctica y el triunfo en las urnas que algunos de ellos y otros anteriores han recibido —en la actualidad y en el pasado— continúa siendo la clave para aferrarse a dicho empleo.
A diferencia a Latinoamérica, donde cada día cobra mayor fuerza la búsqueda de una definición y un desempeño en gran medida alejado de los patrones ideológicos tradicionales —sobre todo desde las actuales posiciones de la izquierda—, en Miami el anquilosamiento sigue siendo la palabra de orden.
A ello no es ajeno que los centros económicos y de poder —que aquí coinciden— se beneficien de esa rémora ya no poderosa pero aún rentable que se siente o es desplazada en Latinoamérica por movimientos o tendencias políticas más progresistas.
Son en especial esos capitales que incluso en los momentos de mayor efervescencia en sus países de orígenes buscan emigrar en la búsqueda de su “paraíso” en Miami, en especial mediante la inversión en bienes raíces.
Es por ello que por general el argumento de la necesidad de cambio fracasa aquí. Mientras en otras partes —en especial Latinoamérica— la oferta de un proyecto distinto, con el cual se puede estar de acuerdo o no, se percibe como esperanza, añoranza o amenaza, en Miami se vive ajeno a esos sobresaltos.
Desde hace muchas décadas quienes vivimos aquí nos hemos quedado sin proyecto, y no parecemos interesados o preocupados por el hecho.
La explicación del asunto no se limita al vórtice de la ciudad sino también a su periferia.
Ejemplo poderoso son los migrantes cubanos llegados en las dos últimas décadas, cuyas percepciones y expectativas —a menos las que se desprenden de las conversaciones que se escuchan en esta ciudad— difieren de las generaciones de exiliados que los antecedieron en un punto clave: la ausencia en su caso de un eje de ruptura, un antes y un después.
Conversaciones donde el viaje a Cuba, la llegada del familiar o el posible envío han sustituido cualquier otra perspectiva, en la que un continuo o una permeabilidad de fronteras no parece incluso haber sido interrumpida —aunque quizá sí ralentizada— durante la presidencia de Donald Trump.
Un Trump al que incluso, algunos o muchos de ellos, parecieron adoptar con la misma facilidad con la cual acudían a la Plaza el 1º de mayo.
Esta simulación convertida en virtud de adaptación, ha sido desarrollada como un arma de supervivencia ante un rumbo inédito y un exorcismo frente a la posibilidad de un “período especial” en un futuro incierto o un pasado lamentable.
Sin el peso de la nostalgia de quienes le precedieron en la llegada a Miami, les resulta fácil adoptar o fingir nostalgias ajenas.
Sin embargo, no todo han sido causas y consecuencias locales.
Cuando en Latinoamérica se emprendió el experimento de una derecha más empecinada en batallas culturales —aunque por supuesto, esa lucha nunca ha sido ajena a la búsqueda de ganancias monetarias—, con Jair Bolsonario imitando a Trump, ese triunfo del momento luego se vino abajo con las derrotas de las candidaturas del Kast en Chile y Fujimori en Perú, que dejaron rumiando a figuras como Mario Vargas Llosa, obligado al abandono de un encubrimiento neoliberal y adoptando ahora el comportamiento y lenguaje de una derecha extrema.
Sin embargo, en Miami, que siempre ha prescindido de un soporte ideológico por empecinarse en el discurso caduco de la república cubana pre 1959. Y gracias además a que en Estados Unidos las fuerzas progresistas ganaron en las urnas —aunque no solas: acompañadas de un deseo de vuelta a la normalidad—, pero no han logrado imponerse sobre las teorías conspirativas y las fuerzas reaccionarias, el discurso político sigue girando en torno a la ausencia de un proyecto político que rechace tanto la izquierda arcaica como la derecha intransigente.
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