Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Disidencia, Exilio, Oposición

Impotencia e ilusión

Entregar el destino del país a la biología no deja de ser la ilusión de la impotencia

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Entre la denuncia de actos represivos y el anuncio de planes o propuestas de unidad transita el estancamiento del movimiento opositor en Cuba.

Uno de los problemas que enfrenta la disidencia en la Isla es que la táctica represiva puesta en práctica por el gobierno de Raúl Castro resulta muy eficiente a la hora de implantar el terror: reprimir de forma limitada, solo lo necesario, pero al mismo tiempo no permitir que se olvide o se pierda el miedo. A la vez, a la hora de la denuncia, queda clara la naturaleza abusiva del régimen, pero lo ocurrido no logra despertar una alarma internacional o desencadenar una activa repulsa mundial. La cualidad represiva del régimen amparada tras la búsqueda de cuantificaciones: ¿cuántos muertos, desaparecidos, torturados? Y salen a relucir los casos de las nutridas manifestaciones dispersadas a balazos, chorros de agua y bastonazos de los destacamentos antimotines en cualquier lugar del mundo.

Esa vendría a ser la mitad de la ecuación. La otra mitad radica en la existencia de horizontes alternativos, que hace que todo cubano lo piense dos veces —y hasta cuatro y cinco—, antes de unirse a un grupo disidente.

Para neutralizar o acabar con sus enemigos, el régimen castrista nunca ha dudado en ejercer la represión, pero también ha desarrollado hábilmente la práctica de dejar abierta una puerta de escape a los opositores —siempre que existiera esa posibilidad— y de anticiparse a las situaciones límites.

La alternativa entre la cárcel y el esperar la oportunidad de partir hacia Miami u otro país define desde hace décadas la realidad cubana.

Frente a la evolución del movimiento opositor, de una disidencia tradicional e ilustrada ―y cuyos líderes superaban los 50 años de edad― a un grupo menos encerrado en categorías, embriones de partidos políticos y organizaciones de nombres presuntuosos, el enfoque represivo del régimen continua similar al patrón reafirmado con violencia en la primavera de 2003. Los cambios que ha experimentado ese enfoque han sido más bien de adecuación de un modelo —mientras mantiene intacta su esencia—, que es castigar con dureza cualquier acción que considere va en detrimento de “la independencia del Estado cubano” así como de la “integridad de su territorio”.

Si bien no puede negarse que en la actualidad el régimen es relativamente más permisivo en actividades de denuncia o periodismo independiente —labores que llevaron al encarcelamiento de muchos opositores en 2003— mantiene la barrera de impedir que llegue “a la calle” cualquier manifestación de crítica o rechazo, por leve que sea.

Mientras tanto, la bipolaridad continúa siendo una de las tragedias del exilio cubano de Miami.

En esta ciudad no hay términos medios. Los caminos son dos: o te defines anticastrista declarado —y entonces sacas banderitas, saludas a los congresistas y llamas a la radio local— o te catalogan de castrista solapado; y te miden cada palabra que pronuncias, para descifrar señales ocultas desde La Habana, gestos destinados a dividir a la comunidad e intenciones torcidas.

En Miami siempre han estado desvirtuadas las actitudes de “confrontación” y “acercamiento”, ya que no ha sido posible el desarrollo de un grupo que postule la no confrontación desde una actitud que sea al mismo tiempo anticastrista y antireaccionaria. Este anticastrismo no se asume en el sentido tradicional de la beligerancia contra los centros de poder asentados en la Plaza de la Revolución, sino en uno más amplio, de desacuerdo fundamental con el estilo de gobierno imperante en la Isla. No por falta de un fuerte rechazo al régimen imperante en Cuba, sino por la necesidad de marcar distancia con una agresividad vocinglera que puede tener diversos objetivos, pero se limita al papel de brindar la peor imagen de un exilio cavernícola y fanático.

El acercamiento a la realidad cubana, por otra parte, ha sido desvirtuado a través de los años, en muchos casos reducido a la categoría de complicidad —o peor, de colaboracionismo— y encerrado en un cuarto donde el gobierno cubano dicta las pautas y solo escucha lo que con anterioridad ha dejado en claro que quiere escuchar. Luego, a veces, añade un brindis con mojitos.

La última muestra de esta actitud empecinada ha sido el apoyo indiscriminado a los inservibles planes en favor de la democracia en Cuba de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID). No importa que se trate de proyectos fracasados desde el inicio, ¿qué más da el despilfarro de dinero?; échese a un lado el que solo han servido para dar municiones al régimen de La Habana; no se preocupe cuando alguien afirma que tales disparates pusieron en peligro a jóvenes mal preparados, incapacitados para ese tipo de misión: si son anticastristas, tienen que ser buenos.

Por décadas, el maniqueísmo de La Habana ha definido la dicotomía en Miami. El simple hecho de ser simpatizante o miembro del Partido Demócrata resulta sospecho. Si además uno está en contra del embargo se arriesga a ser declarado un peligro para la comunidad y si a todo esto se añade que apoya los contactos entre quienes viven a aquí y allá, se gana un puesto en la lista negra.

Pero cuando se mira al otro bando el panorama es aun más desolador. Quienes denuncian la intolerancia del exilio, desde una posición cercana a Cuba, son a su vez igualmente intolerantes. La llamada radio alternativa de esta ciudad es incapaz de la menor crítica hacia el gobierno de los hermanos Castro, y se limita a repetir —o incluso a exagerar— el discurso de La Habana.

Triste el hecho de abandonar Cuba para convertirse en caja de resonancia.

Si una parte del exilio de Miami se empeña en identificarse con las causas más reaccionarias y glorifica a terroristas que nunca han pagado por sus crímenes, en igual sentido otro sector critica esa situación, pero se niega a denunciar también los crímenes y la represión del régimen castrista, aplaudió los disparates de Hugo Chávez y ahora ensalza a Nicolás Maduro, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, Cristina Fernández y otros personajes de la opereta latinoamericana.

Lo que es peor, esos que gritan denuncias sobre la falta de libertad de expresión en esta ciudad, se niegan a salir en defensa de los disidentes encarcelados, condenar las violaciones de los derechos humanos en la Isla o a rechazar la permanencia en el poder de los hermanos Castro. Para ellos, nada es más fácil que recordar los crímenes de Pinochet y Videla y olvidar los del régimen cubano.

Lo lamentable —y que al mismo tiempo hace perder las ilusiones— es que pese a indicios aislados, la dicotomía entre anticastristas y simpatizantes de Castro continúa dominando el panorama, no solo en esta ciudad sino en la nación. Pese a cambios demográficos, la llegada de nuevos exiliados cada año y el desgaste del gobierno cubano, las discusiones vuelven una y otra vez al todo o nada, la política de avestruz recíproca.

¿Existe una salida democrática en el caso de Cuba? La efectividad de la represión y el peso de la indolencia en la Isla hacen que no se vislumbre en el movimiento disidente. Desde el exilio, la única posible solución parece radicar la apuesta hacia un futuro incierto, determinado por la muerte de los hermanos Castro, lo que puede ocurrir en uno, cinco, diez o más años. Entregar el destino del país a la biología no deja de ser la ilusión de la impotencia.


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