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| Opinión

Carlos Fuentes

Infidelidades

Después del apoyo inicial a la revolución cubana, una posición común a la de otros escritores de la época, Carlos Fuentes se convirtió en un fuerte crítico de la represión imperante en la Isla

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Yo llegué a La Habana el 2 de enero de 1959, acompañado de Fernando Benítez, Manuel Becerra Acosta y el editor Juan Grijalbo. Fidel Castro aún no entraba a la capital cubana. Avanzaba lentamente por la ruta de la victoria, desde Santiago, en jeep y acompañado de palomas amaestradas para posarse sobre sus hombros cuando peroraba. Interrumpía sus oraciones con la pregunta retórica, “¿Voy bien, Camilo?”, alusión al segundo del tríptico de jefes de la Revolución de Sierra Maestra, Camilo Cienfuegos. El tercero, desde luego, era Ernesto Che Guevara.

Ese “¿Voy bien, Camilo?” no lo dirigía Castro tan solo a su compañero de armas, sino a la sociedad cubana entera, que con la excepción de la camarilla batistiana, recibía a los jóvenes barbudos con júbilo desbordante. Todos esperaban de estos heroicos muchachos algo más que el derrocamiento de un tirano sangriento y corrupto. Acaso lo esperaban todo. Democracia política, libertad de expresión, libertad de asociación, economía mixta, fortalecimiento paralelo de la empresa y del Estado, diversificación productiva, educación, salud.

Acaso esperaban también —pueblo y gobierno revolucionarios— un gesto de amistad y comprensión del gobierno de EEUU, presidido en ese momento por el general Dwight D. Eisenhower. Una de las primeras salidas de Fidel fue a Washington. “Ike” no lo recibió. Nixon le dio una fría mano en las escalinatas del Capitolio. Acostumbrados a quitar y poner dictadores en Centroamérica y el Caribe, los norteamericanos vieron con suspicacia a este inclasificable rebelde, rarísima avis en medio de los Trujillos, Somozas, Castillo Armas y Batistas de la región. Además —oh desconcierto— el rebelde cubano había sido denunciado como “burgués” por el partido comunista cubano, que solo a última hora, debido a la jamás desmentida inteligencia de Carlos Rafael Rodríguez, le reconoció carácter revolucionario a los incontrolables rebeldes.

Castro lo tenía todo para hacer la patria libre prometida. No era el menor de sus apoyos el que le brindaba la comunidad artística e intelectual del mundo entero. De Jean Paul Sartre a C. Wright Mills, la intelligentsia mundial veía en Cuba la posibilidad de una renovación revolucionaria original, liberada de los dogmas y deformaciones impuestos por la tradición bizantina césaropapista a un marxismo que no nació pero sí murió en la Rusia ortodoxa (el Partido) y zarista (el Estado).

Acaso, en la Polinesia, esto hubiera sido posible. En Cuba, vecindad era fatalidad. Última colonia de España en América, junto con Puerto Rico, colonia de facto de Estados Unidos durante y después de la Enmienda Platt que autorizaba a Washington a intervenir en los asuntos internos de la Isla, Cuba, por primera vez, dejaba de ser colonia. Pero seguía siendo vecina. La época contó. En plena Guerra Fría, aunque con menos brutalidad maniquea que Bush, Washington también decía: “El que no está conmigo está contra mí”. Pero si estar con “ellos” significaba someterse a ellos, Castro no se sometió e inició reformas que solo podían ser vistas, en la Casa Blanca de Eisenhower y su gobierno de magnates y halcones, como “filocomunistas”. Como México de Carranza a Cárdenas, Castro nacionalizó, expropió pero, al contrario de México, no negoció. La escalada de enfrentamientos con Washington condujo a la ruptura de relaciones en 1961. En vez de fortalecer a la burguesía nacionalista, Castro le cerró las puertas internas y le abrió las del exilio: la pérdida de talentos y energías fue inmensa. La prensa fue sofocada. Los partidos políticos, barridos. El poder se consolidó en torno al Movimiento 26 de Julio y se inició la ronda fatal de la escalada entre la Isla y EEUU. A mayor agresión norteamericana, mayor dictadura cubana. A mayor dictadura cubana, mayor agresión norteamericana.

A pesar de estas tensiones, Cuba realizaba grandes avances en educación y salud. Poseía, además, las armas de David contra Goliat: la resortera de la dignidad, la grandeza del pequeño contra el grande. La operación de Bahía de Cochinos, planeada hasta sus límites por el Gobierno de Eisenhower y heredada con fatal inercia por el de Kennedy, resultó un fiasco para las fuerzas cubanas invasoras sin apoyo logístico norteamericano. Playa Girón culminó el prestigio de Cuba como vanguardia de la independencia latinoamericana. En Punta del Este, sucesivamente, Ernesto Guevara y Raúl Roa le dieron contenido moral y diplomático a la dignidad de toda la América Latina. ¿Cómo estar contra la Revolución Cubana?

Pero algo estaba podrido en este reino de Dinamarca. La creciente intolerancia interna en nombre de la seguridad del Estado pronto se convirtió en creciente dependencia externa respecto a la opción que la Guerra Fría siempre le ofreció al Tercer Mundo: el poder soviético. La crisis de los misiles en 1962 estuvo a punto de desencadenar la tercera y última guerra mundial. Solo la firmeza y habilidad de Kennedy para someter, parejamente, a su propio establishment militar y al aventurado Nikita Kruschev, nos salvó de la catástrofe. Pero, para Castro, la suerte estaba echada. “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”, no pasó de ser un slogan. El apoyo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia cerró de una vez por todas el pacto: Cuba, de serlo de España y de Estados Unidos, pasó a ser, si no colonia, seguramente Estado cliente, “satélite” de la URSS en las Américas. Si Turquía era la avanzada occidental de EEUU, Cuba sería el límite oriental de la URSS.

La intolerancia, la persecución de disidentes, “Patria o Muerte”, acaso habrían sido tolerables si a la retórica revolucionaria se hubiese añadido un mínimo de eficiencia económica. No fue así. La economía revolucionaria se inició en el desastre y terminó en el desastre. Las enormes fuerzas productivas de Cuba —capital humano vasto e inteligente, buenas cabezas económicas, riquezas inexplotadas, tierras fértiles— fueron sacrificadas a dogmas exóticos y estúpidos. La reforma agraria, encabezada en sus inicios por un hombre inteligente y patriota, Núñez Jiménez, terminó en una contradicción: en nombre de un “igualitarismo” chiflado, se privó a las ciudades del producto del campo y el campesino, sin incentivos, dejó de producir: perdieron el campo y la ciudad. Los grandiosos proyectos de industrialización a la soviética llenaron a Cuba de vieja maquinaria rusa, no solo anticuada, sino inapropiada para el trópico. No tuvo lugar la diversificación industrial. Murió, en aras del dogma, el pequeño comercio, el restorán, la tienda familiar. La riqueza pesquera no fue aprovechada. La riqueza petrolera no estaba allí. El níquel es solo el nombre de una moneda gringa de cinco centavos. Quedaba, como siempre, el azúcar.

A medio siglo del triunfo de la Revolución, Cuba sigue siendo una nación dependiente. Pero como ya no cuenta con el subsidio soviético, debe recurrir al subsidio batistiano: el turismo y la prostitución. Los males se le achacan al embargo norteamericano. Pero Cuba ha contado con un subsidio anual de miles de millones de dólares de la URSS y, ahora, con la confianza de inversionistas europeos que se apresuran a llenar los espacios económicos posibles del poscastrismo, con visible enojo de las corporaciones norteamericanas y a pesar de los dos actos legislativos más estúpidos y arrogantes de EEUU hacia Cuba. La Ley Helms-Burton, que penaliza al inversionista extranjero en tanto Cuba no regrese bienes expropiados a EEUU —ley que la Gran Bretaña bien podría aplicar contra EEUU por la expropiación de bienes ingleses durante y después de la guerra de independencia—. Y el embargo comercial que daña a EEUU más que a Cuba, pues le da a Castro el pretexto perfecto para excusar su propia ineficiencia administrativa. No le han faltado buenos consejos a Castro. Basta señalar las recomendaciones de Carlos Solchaga durante el Gobierno de Felipe González en España: un plan excelente de equilibrio entre principios socialistas y prácticas eficientes, más que capitalismo autoritario al estilo chino.

Se puede sospechar por ello que Fidel Castro necesita a su enemigo norteamericano para excusar sus propios fracasos, para mantener el apoyo popular y patriótico contra el imperialismo yanqui y, acaso, para preparar su propia salida del mundo en medio de una Numancia en llamas en la que mueran con él —Patria o Muerte— millones de cubanos. El hecho es que cada vez que un presidente norteamericano —Carter, Clinton— manda una paloma exploradora de paz a Cuba, Fidel se encarga de abatirla a tiros. Fidel, pues, necesita a su ogro americano. Y en George W. Bush, lo tiene como si Hollywood se lo hubiese enviado para la película sin fin de la oposición Cuba-EEUU. Pues George W. Bush, emisario evangélico del Bien con B mayor, necesita villanos para su gran superproducción “El Eje del Mal” que si se inició en Irak, no tardará en extenderse a Siria, a Líbano, a Libia, a Corea del Norte y, en las Américas, a Cuba.

Castro, por su parte, escoge el momento más álgido de las relaciones internacionales desde el fin de la Guerra Fría para encarcelar a setenta y cinco disidentes y condenarlos a mil quinientos años de prisión. Va más lejos: Ejecuta sumariamente a tres autoexiliados que secuestraron una nave para huir de Cuba.

“Hasta aquí he llegado” dice en una honesta y candente declaración José Saramago, solidario de siempre con la Revolución Cubana. Yo mantengo la línea que me impuse desde que, en 1966, la burocracia literaria cubana, manipulada por Roberto Fernández Retamar para apresurar su ascenso burocrático y hacer olvidar su pasado derechista, nos denunció a Pablo Neruda y a mí por asistir a un Congreso del Pen Club Internacional presidido a la sazón por Arthur Miller. Gracias a Miller, entraron por primera vez a EEUU escritores soviéticos y de la Europa central para dialogar con sus contrapartes occidentales. Neruda y yo declaramos que esto comprobaba que en el terreno literario la Guerra Fría era superable. La larga lista de escritores cubanos compilada por Fernández Retamar nos acusaba de sucumbir ante el enemigo. El problema, nos ensañaba, no era la Guerra Fría sino la lucha de clases y nosotros habíamos sucumbido a las seducciones del enemigo clasista.

No fueron tan débiles razones las que nos indignaron a Neruda y a mí, sino el hecho de que el Zhdanov Retamar hubiese incluido en la lista, sin consultarles siquiera, a amigos nuestros como Alejo Carpentier y José Lezama Lima. A este hecho se fueron añadiendo otros que claramente arrogaban para Cuba el derecho de decirles a los escritores latinoamericanos a dónde ir, a dónde no ir, qué decir y qué escribir. Neruda se carcajeó de “El Sargento” Retamar, yo lo incluí en mi novela Cristóbal Nonato como “El Sargento del Tamal” y mantuve la posición que conservo hasta el día de hoy:

En contra de la política abusiva e imperial de EEUU contra Cuba.

Y en contra de la política abusiva y totalitaria del Gobierno de Cuba contra sus propios ciudadanos.

Soy mexicano y no puedo desear para mi país ni el diktat de Washington acerca de cómo conducir nuestra política exterior, ni el ejemplo cubano de una dictadura sofocante, sin prensa, opinión, disidencia o asociación libres.

Felicito a Saramago por pintar su raya. Esta es la mía: contra Bush y contra Castro.



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