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Fundamentalismo, Terrorismo, París

Infiel

Lo retrógrado parece ser la argamasa que sostiene el discurso islámico, a la vez que el miedo apuntala su método, sostiene el autor de este artículo

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Es fácil indignarse con el fundamentalismo.

Es fácil porque la mayoría de los humanos intentamos llevar una vida normal —según cada particular criterio de normalidad—, navegando esa zona intermedia que está entre los extremismos de cualquier tono.

No se trata sin embargo de que estemos exentos de opiniones extremas; en dependencia del tema que se trate, los embates de lo que nos rodea nos llevan a rozar esas fronteras donde la intolerancia y la irracionalidad son la norma.

Lo de hoy parece ser tomar partido, ya sea sobre la homosexualidad, el cambio climático o la simple aceptación de otros seres humanos. Y es en esa afiliación a una u otra bancada donde, por momentos, abandonamos esa amable existencia gris de lo aceptable, lo convencional, lo político y humanamente correcto, para adoptar una opinión que para otros puede resultar demasiado radical.

Pero no hay que temer a pensar, opinar, a decir en algún momento algo que esté alejando del mainstream; eso no te convierte en un extremista: es la militancia, la permanencia en esas zonas de intolerancia, lo que transforma a un ciudadano gris en uno fundamentalista. Los cubanos conocemos muy bien ese proceso.

El fundamentalismo se aloja entonces en la periferia. Allí están desde los más inofensivos, los “activismos sociales”, por ejemplo, como el feminismo o la protección de los derechos de los animales, hasta los más incisivos, como los relacionados a la actividad política, los asuntos raciales, o a la filiación religiosa.

El fundamentalismo, que tiene áreas inocuas y círculos dantescos. Y su mismo centro, en el círculo de la intolerancia absoluta y la sinrazón bestial, se ubica el fundamentalismo islámico.

Pero, como decía, el fundamentalismo es fácil de rechazar, el islámico sobre todo. Vamos, ni siquiera los progres más ingenuos quisieran estar sentados con otros amigos progres un viernes en la noche en un café avant garde y que alguien grite junto a su mesa “Alahu Akbar” y los haga volar por los aires de felicidad, igualdad y fraternidad que respiraban hasta ese momento. O al menos eso supongo.

Lo supongo, pero no estoy seguro, porque a pesar de la evidencia de estos días aciagos cuando toda una región del planeta se ha desplomado en un abismo de violencia medieval, decapitaciones y asesinatos masivos de civiles, se escuchan en estos días junto con las gritos de dolor e indignación otras voces, las de esos progres, voces que se levantan por lo general entre doce y veinticuatro horas después de cada masacre. “Detengan ese discurso intolerante, por favor”, dicen, “Es que no todos son iguales...”, concluyen.

Y hay que admitir que tienen razón. Es más difícil indignarse con toda una contracultura.

No todos son iguales. No todos los musulmanes son terroristas; ni siquiera se puede decir que todos los terroristas sean musulmanes sin violentar las estadísticas. Pero sí se puede afirmar que el islam como cultura, como filosofía de vida, como religión, es incompatible con la civilización occidental.

No todos son iguales. Pero hay algo que está intrínsecamente mal en el islam. Es una cultura que, aun en sus variantes no radicales, fomenta la intolerancia y el inmovilismo mental.

Vamos: tan solo la idea de que más de un billón de seres humanos se rija por lo que dice un libro, o aun peor, por lo que interpreta un puñado de personas en esas escrituras crípticas que tienen más de un milenio de antigüedad, es cuando menos inquietante; lo cual por cierto es común a las tres religiones abrahámicas (judaismo, cristianismo y el islamismo), ese culto a la palabra escrita, esa fijación con un manual de instrucciones que les estructura su sistema de creencias y su modus vivendi. Como toda religión, existen por y para el dogma.

Pero no todos son iguales. Mientras las dos primeras evolucionaron —de la manera que evolucionan las religiones— para adaptarse a la vida contemporánea, el islam se estancó en sus raíces más oscuras y degeneró en un sistema de creencias y valores que se tornó en un caldo de cultivo de odio y rencor hacia Occidente: en una religión que promueve el rechazo a lo diferente, que abraza a la muerte como premio, al punto de ejercer la autoinmolación como cosa gloriosa; es una doctrina que no celebra la vida, sobre todo si es en nuestro estilo, el Occidental.

No todos son iguales. Pero lo retrógrado parece ser la argamasa que sostiene el discurso musulmán, a la vez que el miedo apuntala su método. Mientras que en el Occidente los gobiernos han emancipado a las mujeres, el islam las cubre de trapajos y les escatima igualdades; en Occidente hay total libertad de culto religioso; el islam abomina de las imágenes, y sus extremistas están destruyendo reliquias del patrimonio cultural de la humanidad en nombre de su dios; en Occidente se han promovido y siguen promoviendo leyes para garantizar la igualdad de derechos de los homosexuales: el islam los ejecuta. Mientras a mi hijo le enseñan en la escuela que lo primero es ser tolerante y amable con los demás, el islam es machista, oscuro y excluyente.

No todos son iguales. Pero el islam me cuestiona —nos cuestiona— lo que comemos, lo que bebemos, lo que decimos, mi cara afeitada, lo que creemos (o no creemos); le parece mal a sus ulemas y practicantes cómo nos vestimos —“Respeto”, le dijo a mi esposa una colega musulmana, con el dedo índice enhiesto, señalando al cielo, al conversar sobre los motivos de hiyab y burkas—; no aprueban entonces cómo tratamos a nuestras esposas, cómo educamos a nuestros hijos, qué hacemos con el tiempo libre. No comparten nuestros placeres, desprecian nuestros valores, sospechan del pensamiento laico, lapidan a los adúlteros y mutilan a las mujeres, para que no sucumban a la tentación del clítoris. El islam, por condenar, prohíbe hasta la masturbación.

No todos son iguales. Pero el islam en su mejor variante, en la pacífica, nos llama —me llama— kafir, y no me respeta como persona, ni a mi pensamiento independiente. Para ellos soy solo un impío, un infiel, y no otro ser humano.

¿Por qué entonces yo —nosotros— como miembros de una sociedad occidental, con valores que aceptamos —mejores o peores— como adecuados para nuestras vidas, valores que además estamos en la posibilidad de impugnar y cambiar si no nos convienen, por qué debemos aceptar entre nosotros a alguien que nos desprecia y condena por vivir como vivimos?

¿Por qué Sharia, por qué burka, por qué debo aceptar a quien no me acepta?

O dicho de otra manera: ¿por qué los musulmanes no regresan y permanecen en sus países, llevándose con ellos la vida y modos que prefieren?

No todos son iguales. Pero no encuentro una sola razón para ejercer la tolerancia de lo intolerable. El islam contemporáneo no tiene nada para aportar a la vida que preferimos y lo que es aun más grave: ni siquiera hay segunda mejilla que ofrecer si se quisiera ser inclusivo y tolerante; no cuando se muere ametrallado o destrozado por la explosión de un atacante suicida.

Y ya sé que no todos son iguales. Pero no profeso religión alguna, no me afilio a ningún grupo, filosofía, ni corriente de pensamiento, ni tampoco comulgo con partidos políticos, ideologías ni dogmas. Me satisface la manera en que vivo; soy nada, y soy feliz. Pero no quiero convivir con quién me mira de soslayo y desprecia por lo que soy.

Soy occidental, ateo, impío y hombre libre; soy un infiel impenitente, preocupado por mi civilización, porque su supervivencia, véanlo de una vez, está en peligro.


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