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Cuba, Internet, Leyes

Internet cubano en tiempos totalitarios

Una vez más, el Estado —como siempre en Cuba reducido al gobierno— determinará lo que es contrario no solo al interés social sino a la moral y las buenas costumbres

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Si uno se detiene a leer, ver o escuchar los discursos del presidente cubano Miguel Díaz-Canel —ante todo, reconozco el esfuerzo—, por lo general asiste a una mezcla de afirmaciones, “sugerencias” y dictados en que a veces destaca el aparente heredero del legado totalitario castrista, mientras otras todo lo dicho se reduce a los conceptos de un tecnócrata. Al borde del abismo entre ambos extremos transita hoy Cuba.

Las regulaciones publicadas en la Gaceta Oficial el jueves pasado, “sobre la informatización de la sociedad en Cuba”, que entrarán en vigor el 29 de este mes, son un buen ejemplo de ello.

El gobierno cubano destaca que se trata simplemente de “normas jurídicas que permiten la implementación y ordenamiento de la política de informatización de la sociedad en Cuba, que ya había sido aprobada en 2017”.

Así que según el gobierno nada nuevo, más de lo mismo, algo que ya había sido aprobado dos años atrás.

Esta lectura simple que se pretende comunicar se aleja de la realidad en varios aspectos claves.

Se trata más bien de “normatizar”, convertir en un texto legal una política que, en muchas ocasiones a empujones, viene elaborándose desde hace algún tiempo (en esto no miente la información oficial), pero que ahora queda fija y con un código de sanciones. Pero como siempre en Cuba, con zonas de confusión y duda, que permiten el clásico avance-retroceso que por décadas ha caracterizado a la situación en la isla, tanto en lo económico y social como en lo político.

Así tenemos al menos tres lecturas de estas normas jurídicas.

Lectura totalitaria

Para el régimen de La Habana, las normas están destinadas a “elevar la soberanía tecnológica en beneficio de la sociedad, la economía, la seguridad y defensa nacional” y a “contrarrestar las agresiones cibernéticas”.

Si este lenguaje recuerda los tiempos de Fidel Castro, lo que viene después es peor, porque se amenaza con la penalización por “difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas”.

Una vez más, el Estado —como siempre en Cuba reducido al gobierno— determinará lo que es contrario no solo al interés social sino a la moral y las buenas costumbres. Es decir, que ese Estado va más allá de los principios de seguridad nacional e integridad social y vela también por “las buenas costumbres y la integridad de las personas”, pero como un poder omnímodo, no como una guía de conducta con el consecuente equilibrio de poderes y contrapoderes institucionales. Normas dictadas por esa especie de Estado-gobierno-iglesia (partido) que desde hace décadas impera en Cuba.

Lo que se busca es disfrazar el control y la censura como una “metodología para la gestión de la seguridad informática en todo el país”.

La formulación totalitaria avanza más mediante otras prohibiciones: la negativa a “hospedar un sitio en servidores ubicados en un país extranjero, que no sea como espejo o réplica del sitio principal en servidores ubicados en territorio nacional”; la utilización “prioritaria” de aplicaciones informáticas de código abierto y de producción nacional en los teléfonos móviles que se comercialicen en territorio cubano; una aplicación (app) para “todo el comercio electrónico”; y la obligatoriedad para las personas jurídicas del uso de antivirus cubanos o de uno extranjero autorizado por el Ministerio de Comunicaciones (Mincom).

Toda esta serie de medidas, donde el control, la fiscalización y violaciones de privacidad se unen a un marcado fin de aprovechamiento comercial, se enmarcan bajo el objetivo de “elevar la soberanía tecnológica” y “salvaguardar los principios de seguridad” de la sociedad cubana.

Díaz-Canel convertido entonces en el impulsador de los criterios de Fidel (Raúl) Castro en la época de internet, el gobernante que a veces elude la retórica ideológica y otras veces la invoca —como en sus palabras en el recién clausurado IX Congreso de la UNEAC, con las “Palabras a los intelectuales” como inspiración, deidad o musa—, pero que siempre reafirma la práctica y el catecismo del régimen implantado en enero de 1959.

Lectura económica

La negativa a la utilización de servidores extranjeros por sitios cubanos, contemplado en el inciso f del Decreto Ley 370, desató una alarma justificada en portales informativos independientes, blogs y espacios digitales dirigidos por activistas. Pero posteriormente el Ministerio de las Comunicaciones aclaró que, “en el caso de las personas naturales, se refiere a las plataformas y aplicaciones nacionales de servicios que se ofrecen en internet y de uso por los ciudadanos, no se refiere a blogs, sitios personales o informativos”.

La medida estaría destinada entonces a los portales que se dedican a la promoción de alojamientos para nacionales y turistas, donde aparecen clasificados de compraventa, los que promocionan restaurantes privados y los que presentan anuncios de servicios y venta de artículos en general.

Aquí el objetivo sería en primer lugar la recaudación de fondos, por parte del Estado rentista, en las diversas modalidades del comercio por internet, aunque el hecho de que el Decreto Ley es la norma legal vigente deja pendiente la amenaza sobre blogueros y sitios informativos independientes, pues la “aclaración” del Mincom puede echarse a un lado en cualquier momento o modificarse.

Incertidumbre y censura

Una vez más el gobierno cubano lanza una mezcolanza donde las supuestas buenas intenciones se combinan con el objetivo de aferrarse al poder por medio del cambio como disfraz y no como verdadera transformación del país.

La omnipresencia estatal se magnifica no solo en el alcance (¿por qué tiene el Estado que decidir el antivirus que use en mi computadora?) sino también en el detalle: las apps nacionales y no de “afuera”.

Bajo la apariencia de un cuerpo legal que busca promover la industria cubana de programas y aplicaciones informáticas, con la empresa estatal como “principal actor”, pero “complementándose con la participación de formas de gestión no estatal”, se establece otra forma de represión.

Por ejemplo, el difundir supuestas informaciones contrarias a “la moral y las buenas costumbres” se castigaría con una multa de 3 mil pesos cubanos, además del decomiso de los equipos y la clausura de las instalaciones en los casos que proceda, pero la ambigüedad de la formulación deja abierto el camino a la utilización de la norma para los fines más diversos. Habrá que esperar por la publicación del reglamente que rija a este Decreto Ley, para conocer una mayor precisión si es que se produce. Aunque el historial legislativo del gobierno cubano está lleno de ejemplos en que leyes y normas se han conservado por años o décadas en un marco de imprecisión que facilita su uso o abandono según las circunstancias.

La necesidad de reglamentos y normas es innegable en cualquier sociedad, pero en el caso de la cubana, al igual que en otros sistemas totalitarios, es el empleo y la tergiversación de los conceptos lo que cuenta.

Con mayor énfasis desde la llegada de Raúl Castro al poder total, el régimen cubano se ha empeñado en la formulación de un código legal —escrito y con la supuesta participación ciudadana— que supere los años de improvisación fidelista y permita la formulación de la existencia de un Estado de derecho reducido a su aspecto formal. Sin embargo, tal sistema jurídico por lo general excluye una condición indispensable: que cualquier poder otorgado por y al gobierno sea al mismo tiempo limitado por la ley, que condiciona no solo sus formas sino también sus contenidos. No así en Cuba, donde las indefiniciones, las dudas y los temores han sido utilizados como instrumentos represivos de probada eficacia.


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