Kcho y el cretinismo parlamentario
Después de todo, a veces en el parlamento cubano se producen discusiones
Cuando leí a Kcho desvariando en público sobre impuestos y tributos, tuve que detenerme a pensar sobre la función de los parlamentos.
El nuestro, obviamente, no es un parlamento. Ni siquiera está pensado para serlo, pues no legisla. El país en realidad se gobierna por decretos y solo se convierten en leyes algunas piezas, pero con aprobaciones casi automáticas. En sus comisiones los diputados corrigen detalles nimios y luego votan como han hecho casi siempre, por unanimidad.
Aunque la ley les da derecho a elegir lo que en realidad debe elegir el pueblo soberano —al presidente y al consejo de Estado— tampoco elige nada, sino que sanciona la candidatura que le presentan. Nada más.
Tampoco los diputados son tales. No digo que sean malas personas. He conocido a muchos que son dechados de virtudes humanas, y superan en probidad a muchos parlamentarios latinoamericanos que actúan como comisionistas parlanchines. Pero no son diputados porque no son resultados del voto popular libre, ni pueden representar otros intereses que los de la élite política, al menos que quieran dejar de ser diputados.
Y es por todo eso que Kcho está en el parlamento, como antes estuvieron los recientemente fallecidos Héctor Rodríguez y Teófilo Stevenson. O el menos conocido Fefito, un abnegado delegado municipal de Chambas que un día, antes de aprobar una rifa en la empresa que administraba, me preguntó angustiado si la suerte era una categoría filosófica marxista o burguesa. Ningún diputado tiene que hacer algo relevante, ni siquiera tienen que hablar como hizo Kcho. Fefito, por ejemplo, nunca habló.
Pero Kcho habló, y lo hizo con toda la incoherencia de una persona que no solo tiene un rating mínimo de oratoria, sino que también carece de parámetros mentales básicos para el análisis. Su lenguaje es otro —la pintura, buena o mala— y por eso debe estar pintando en lugar de jugar a legislar.
La virtud de Kcho fue recordarnos con su despropósito que la Asamblea Nacional existía y que de vez en cuando podía pasar algo que rompiera el tedio de los discursos monocordes a cargo de diputados alelados. Pues realmente eso a veces pasa, y quiero ponerles un ejemplo que contradice la idea de que en la ANPP no se debate, y que todas las votaciones son unánimes.
Durante un tiempo estuve vinculado como investigador del CEA a una comisión del Consejo de Estado para la reforma municipal (le decían perfeccionamiento), como resultado de un libro que escribí con otros dos investigadores sobre los municipios cubanos. Eran los tempranos 90, en que la crisis arreciaba, Fidel se ausentaba del escenario público y nadie sabía qué hacer. Y en tal contexto, el libro era leído y comentado como una buena cosa hasta que en 1996 todos cambiaron de opinión. Pero en el interín fui invitado varias veces a presenciar los debates de la Asamblea Nacional, incluyendo el debate para la reforma constitucional.
Una mañana, casi al comenzar la sesión, el diputado Jesús Montané pidió la palabra para proponer que se suprimiera del preámbulo constitucional una alegoría a “los indios que prefirieron el exterminio a la sumisión”. Basó su propuesta en que había indios en América Latina que no habían sido exterminados pero que no por ello deberían ser considerados sumisos; lo que otra diputada apoyó argumentando que los indios también se habían muerto de enfermedades, según ella había leído en un libro de Fernando Portuondo.
Al parecer aquello estaba totalmente fuera del guión, pues de inmediato provocó una repulsa total de otro grupo de diputados pro-indios y que abogaba por dejar la dedicatoria como estaba. Decían que los indios habían combatido hasta el final y que Guamá y Hatuey habían sido los dos primeros guerrilleros y antecedentes de la gesta del mismísimo Comandante. Aunque no estoy seguro, creo que el líder de esta banda era Faustino Pérez.
Tras varias horas de discusión, tomó la palabra Fidel Castro, quien comenzó a explicar Historia de América desde Anacaona hasta Tupac Amaru. Fueron momentos difíciles para los contendientes, toda vez que la suerte de sus argumentos dependía de la decisión final del comandante, y nunca era saludable quedar en la oposición siquiera en materia de indios exterminados cinco siglos atrás. Pero el Comandante, haciendo gala de su tremenda habilidad jesuita para manejar escenarios, no se pronunció, sino que terminó su perorata invitando a todos a una merienda.
Yo no merendaba con los diputados, pero si pude tomarme un excelente café expreso y disfrutar de algunas conversaciones con otros invitados que me tomaron más tiempo del debido. Y cuando regresé al salón ya habían tomado la decisión y discutían otra cosa.
Nunca supe como lo hicieron, pero cuando vi la nueva constitución, noté que decía algo así como “los indios, que muchas veces, prefirieron el exterminio a la sumisión”. Era lo que se llamaba una solución insulsa a un tema intrascendente. Pues en realidad lo que se discutía no importaba a nadie: ni a los diputados, ni al país que se debatía en una crisis espantosa, e imagino que tampoco al Comandante estupefacto ante el estropicio que el mismo había creado.
Diría incluso que ni a los indios, reducidos desde hacía medio milenio a toponimia y a algunos corpúsculos de ADN que según dicen los antropólogos nos hacen algo diferente a la mezcla binaria de españoles y africanos. Y por eso, pienso yo, nos gusta la yuca y dormir en hamacas sobre todo a orillas del mar. Y si con buenas compañías, mucho mejor. Como haría cualquier indio, que no estuviera expuesto al dilema de tener que optar por el exterminio, por la sumisión, o por un discurso de Kcho.
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