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Dirigente, Fracaso, Continuidad

La breve vida (in)feliz del compañero Pérez

El nuevo director de una empresa socialista va recibir una visita importante, para la cual todo se puso en función. Iba a ser un día distinto, único, irrepetible

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Un día cualquiera el compañero Pérez se hubiera levantado con la luz del alba. Este no era un día como otro. Al ser el nuevo director de una gran empresa socialista debía recibir una visita importante. Tan importante, que semanas atrás los agentes de la Inseguridad y el sindicato habían filtrado a quienes estarían en el recorrido; los del taller pintaron paredes y jambas; los de la cafetería, advertidos de que sobrara el café y los insumos para el almuerzo de bienvenida. En función de la visita, como lo había vivido el compañero Pérez desde la infancia, estaba todo y todos. Un día distinto. Único, Irrepetible. Como ese insomnio, que sin ser Celestino, lo había despertado antes del alba.

Le dijo a su mujer que planchara la guayabera azul, pues disimulaba mejor la barriga crecida a la par de la promoción como jefe de la empresa. Pero ella dijo que no. Que mirara las fotos del Órgano Oficial. Los dirigentes de más alto nivel van siempre en manga de camisa, cascos puestos, sonrientes y las barrigas a su aire, inequívoco símbolo de felicidad y poder. Hay que dar la impresión de sudar y vestir como el pueblo. El compañero Pérez sabe que la esposa tiene razón. Pero está cansado de disimular. De parecer otra cosa. Desde pequeño debe aceptar la opinión de los demás, de los maestros, los dirigentes, y ahora de ella.

Pérez dice que creía en un cambio una vez muerto quien tú sabes. En la empresa socialista todo está igual o peor porque no se puede seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes. Y ella responde que no cite a Einstein en un asunto tan banal. Aquí mentimos todos o nos hundimos todos, con la gloria que unos pocos han vivido, como cantaba el Milanés. Esto un gran teatro, y tú eres parte del elenco. No puedes estar tras las cortinas porque no apareces en el programa. Por eso vivimos donde vivimos, tenemos carro y los niños van a la mejor escuela, argumenta ella. El compañero Pérez musita mientras se marcha con la camisa de mangas cortas recién planchada: Estoy cansado de mentir toda mi vida, de tapar el Sol con todos los dedos de la mano.

Mientras enciende el automóvil, y comprueba que el nivel de la gasolina alcanzará para llevar a la familia el fin de semana a la playa, piensa que se pasó con la esposa. Es que no puede más con esta lucha interior. La batalla entre sentir, pensar y hacer en contra de él mismo. Creía haberla enterrado en tiempos de la Beca. La volvió a enfrentar en la Unión Soviética, cuando la Perestroika y tuvo el tino de callársela al regreso. Pero ha vuelto a aparecer en los últimos días, entre apagón y apagón, que por cierto, no les tocan. Otra vez la desazón: unos con luz y otros a oscuras, cruel analogía insular. Escapa de una tenebrosa oscuridad unas cuadras más abajo. Los vecinos duermen en los portales. Aquel, sobre el techo de su casa. Es el escenario de las coyunturas y las resistencias creativas. Por su cargo vive en la zona que antes llamaban “congelada”. No se va la luz ni falta el agua. Hay embajadas, estaciones de policía, mansiones de dirigentes. En fin, como las casitas del Barrio Alto que cantaba el asesinado Víctor Jara.

Al pasar frente a una parada de ómnibus la idea de que en cualquier momento volvería a luchar con el transporte público hizo que recordara, también muy pequeño, que jamás había tomado una guagua vacía, cómoda, sin pestes ni pasajeros apretados unos con otros. Sintió lastima por quienes a oscuras, apenas despuntado el día, llevaban horas esperando. Quiso parar para montar algunos. Pero sobre el auto se abalanzó la multitud, y no tuvo otra opción que seguir su camino para evitar una desgracia. Recordó los noticiarios y las planas de los periódicos: el transporte iba en camino a resolverse con la aplicación de la técnica y la ciencia. El compañero Pérez recuerda que hasta un semi-analfabeto puede ser Honoris Causa, y un impostor Doctor en Ciencias asesorado por alguien que por entonces ya olía a cadáver político.

Un edificio necesitado de reparación capital

Al edificio de la empresa socialista casi nadie ha llegado todavía. Los anuncios y los oropeles de bienvenida recuerdan las escuelas. Ese día sacaban los uniformes nuevos, el almuerzo era enjundioso, los maestros más amables no podían ser. Ahora toca a él hacer lo mismo. Se había encargado en persona de acicalar un edificio necesitado de reparación capital, y para lo que la misma visita que esperaban decía no tener presupuesto. A otra persona, nacida y crecida dentro del proceso involucionario, “esto” pudiera haberle parecido normal. No al compañero Pérez. Hay algo en él que incomoda, que no se ajusta al “encadenamiento social”. La esposa se lo ha advertido: de esa visita depende lo que tenemos y tienen tus hijos. No la “friegues”, dijo en clave mesoamericana.

La visita de altos dirigentes, con sus sonrisas y estrechones de mano, fotografías para el Órgano Oficial incluidas, fueron bien hasta entrar en el salón de reuniones. Una vez cerradas las puertas, uno de los visitantes mostró la catana de shogún tropical. Esta empresa socialista es un total fracaso. Los trabajadores hacen como que trabajan, y ellos no pueden ni hacer como que pagan. Nadie produce nada. Nadie puede pagar. Cambios, hay que hacer cambios. Urgencia de ideas y hechos. Como dijo el Designado, cita el alto dirigente: aplicar el encadenamiento, la ciencia, la técnica, la resistencia creativa —alguien preguntó si era un tipo de accesorio eléctrico— y la coyuntura.

Entonces el compañero Pérez llega a la iluminación absoluta, nirvánica, sin estar en el Jardín de Benarés. Y se desencadena sin ser Fantomas ni temerle a la Yarda Escocesa: la única manera de continuar la Continuidad, dice a los visitantes de alto nivel, es descontinuándonos nosotros mismos. Punto y aparte. Hay que hacer todo lo contrario. Para empezar, decir la verdad, lo que se ve, no lo que se desea o se imagina. Pérez tiene un plan para ser rentables, darle continuidad a la empresa socialista. Se puede ser social siendo “propietista”. Propietista-social o social-propietista. Su método es simple: los trabajadores serán responsables de los resultados y ganarán por lo que produzcan; aplicar el principio marxista de a cada cual según su trabajo y su capacidad. Y como apuntó aquel chino octogenario: hacerse rico es glorioso… También mencionó los gatos negros cazando ratones, pero en el salón puede haber algún compañero racialmente susceptible.

El compañero Pérez sigue su exposición señalando que sin sentido de propiedad no es posible producir y avanzar. Para caminar hacia adelante el hombre —y la mujer—, aclara Pérez para los misóginos presentes, se necesitan estímulos materiales, no una jabita ni un televisor chino que se “pandea”. Dinero, compañeros, el invento que ha unido a la Humanidad desde los tiempos mesopotámicos. Los salarios deben estar en relación con el esfuerzo individual, y el colectivo no puede arrastrar al fracaso a las individualidades creativas. Los trabajadores deben participar de las ganancias; ellos administrarían la empresa según las demandas del mercado, no siguiendo las directivas de los burócratas, quienes, con perdón de los presentes, vienen una vez al año para salir en los noticiarios. Agregó que el sindicato no debía ser político, y que fuera voluntario.

El compañero Pérez se sentó, y hubo un silencio que envidiaría el cementerio de Colón. Los visitantes se miraron. Como si se hubieran puesto de acuerdo, se levantaron de las sillas y a la misma vez abandonaron el salón sin estrechones de mano ni fotografías. Fue en ese momento cuando el compañero Pérez sintió, como Francis Macomber, un sonido muy cerca del oído, como una bala a modo de susurro: “Continuidad, compañero, no quiere decir olvido”.


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