Actualizado: 18/04/2024 23:36
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La herencia como castigo

Lo peor que ha conocido Cuba es el fidelismo. Ni siquiera los esclavos aceptaron resignadamente su destino, ni exhibieron sus llagas como virtudes.

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Concentración por el 26 de julio en Holguín. (REUTERS)

Concentración por el 26 de julio en Holguín. (REUTERS)


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En la fachada de unos almacenes, situados en la avenida habanera que bordea el cementerio de Colón, han escrito "Viva la revolución, con Fidel 80 años más". Habrá que tomarlo con filosofía: por fin seremos libres dentro de 80 años.

En resumidas cuentas, no es tan desesperanzador si lo comparamos con el tiempo que, aun después de su desaparición física, nos restaría vivir bajo la sombra de lo que ya es peor que Fidel Castro: el fidelismo.

Por más que nos revuelva, hay que reconocerlo. La idiosincrasia del cubano de estos días (viva dentro o fuera de la Isla), unida a otros giros de nuestra identidad, no lograron mantenerse impermeables ante el arrollador legado fidelista.

Es una tragedia que nos hipoteca el presente y nos entenebrece el futuro. Tanto más cuanto menos resueltos nos mostremos frente el imperativo de encararla.

Desde luego que el legado excede las fronteras de la política, donde nos ha marcado con laceraciones que de momento parecen incurables. Pero mucho más graves, por lo que supuran, son las de carácter epistemológico, aquellas que se relacionan con la manera de percibir la realidad, y, claro, con la forma en que actuamos partiendo de esa percepción errónea y por lo general retorcida.

El enfado, o pesar, o rencor como reacciones ante el bien del prójimo, muy particularmente cuando éste no comparte nuestros estilos de pensamiento y de vida. La incapacidad, unida a la total falta de condescendencia para valorar las razones del otro. El recurso de asumir la competencia no mediante el análisis y la superación de los defectos propios, sino intentando desacreditar al competidor, sin reparar en miserias ni falsedades. La acción abusiva ante el más débil, en proporción con la taimada y ladina actitud de víctima ante el fuerte.

He aquí algunas, sólo muy pocas de las gemas que adornan la relación entre cubanos en este minuto, más y menos extendidas, más y menos visibles, de acuerdo con los estratos y los sitios en que actuamos, pero siempre identificables entre los rasgos de reciente incorporación a nuestro comportamiento.

Son los patógenos del fidelismo. Los más, fruto de la influencia directa del líder, o del sistema que él alimentó y aún excreta, según su absoluta imagen y semejanza. Los menos, resultado de la influencia por vía indirecta, o sea, anticuerpos que desarrollamos para sobrevivir a merced, o a pesar, de Fidel Castro.

La procacidad como supuesta manera de hablar claro. La ofensa a ultranza, en tanto alarde de falsa valentía, sobre todo, cuando se está amparado por algún poder o por la distancia. El talante de fullero, jactancioso, arribista, postalita, trepador, soberbio y déspota, como patrones de conducta para conquistar el éxito.

Hablamos en términos de generalidades. De modo que nadie debe sentirse ofendido si no se reconoce dentro del prototipo. Lo excepcional complementa la regla.

Idiotizados por la ideología

El cubano no es un pueblo político, nunca lo fue; pero hoy estamos gravemente ideologizados, en el sentido más pernicioso, es decir, idiotizados por la ideología.

Y sobre tal idiotez se yergue la facha de agresivos. Hace tiempo que no se escucha ya en la Isla aquel pavoroso grito de "paredón", inoculado por el fidelismo en el flujo cerebral de las masas. Pero la sustancia del grito permanece intacta, agazapada en la agresividad y en la intolerancia.

Dicen que el bien seduce por el gesto y el mal por la palabra. Tal vez sea así, pero no lo ha sido en nuestro caso. Los patógenos del fidelismo nos han llegado por igual mediante el gesto y la palabra. Y para mayor escarnio, a lo largo de toda una vida, impunemente, dejándonos la moraleja de que el mal no paga sus deudas.

La carencia de ánimos para reafirmar y defender nuestro ser individual, mediante esa noción (manipuladora) de que resulta egoísta pensar en uno mismo. La falta de opiniones propias y el excesivo temor para defenderlas cuando las tenemos. La solidaridad como demagogia o como picaresca, sin auténticas sustentaciones éticas. La desestimación de la familia en tanto tradición y fundamento. La pasmosa apatía con que nos avenimos a vivir sin libertades, al punto que el régimen sabe que con garantizarnos los frijoles basta y sobra.

Es el castigo que a manera de herencia nos lega el fidelismo. Posiblemente no habíamos conocido otro peor, por su repercusión en la moral y en el espíritu, desde los tiempos de la esclavitud. Con la diferencia de que los esclavos de entonces jamás aceptaron resignadamente su destino, ni exhibieron sus llagas como virtudes.


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