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Cuba, Iglesia Católica

La Iglesia y la transición en Cuba

En el campo del catolicismo cubano existe una red compleja de maneras de concebir “el cambio en Cuba”

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Una dulce nevada está cayendo...
Y sin embargo sé que son tinieblas...
Fina García Marruz

Acaba de ser filtrada a la prensa, nuevamente de forma deliberada, una supuesta carta confeccionada por miembros de la Comisión Nacional de Laicos, adscrita a la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba (COCC). La misiva fue supuestamente entregada al papa Francisco en la diócesis de Holguín. El documento, que circula por correo electrónico (me la hizo llegar un amigo desde Miami), además fue publicada en el blog Somos la luz de Cuba, de clara filiación católica.

De confirmarse la veracidad del documento, la filtración intencionada de la misiva vendría a ser el más reciente capítulo de una larga serie de eventos (envíos de cartas y anónimos, filtraciones a la prensa, acusaciones infundadas y “bolas” de pasillo, cabildeo en la Secretaría de Estado del Vaticano, etc.), que han caracterizado a la política interna de la Iglesia Católica en Cuba en los últimos cinco años. La estrategia aplicada aquí ha sido muy similar a la desplegada en otros lugares del mundo: recordemos las filtraciones en torno a Benedicto XVI, la reciente filtración a la prensa de una carta dirigida al papa Francisco por 13 cardenales, con motivo del Sínodo de la Familia o la falsa información de que el Papa sufría de un tumor cerebral; por solo citar tres ejemplos.

Esta especie de “Vatileaks criollo” ha tenido como centro de los ataques a la figura del cardenal Jaime Ortega, pero también a algunos de sus más cercanos colaboradores. Actuando siempre en penumbras —con mayor intensidad desde que el Cardenal gobierna la Arquidiócesis de La Habana en condición sine die— los hacedores de este tipo de política habitualmente han utilizado a los medios de comunicación de la ciudad de Miami como “portavoces” de “lo ocurrido” y luego, con el apoyo de medios de prensa vinculados a sectores muy específicos del exilio, han intentado construir una matriz de opinión sobre el Cardenal y su andadura pastoral.

Este actuar irresponsable y desestabilizador se había sostenido bajo dos premisas centrales: 1) siempre se situaba “el ataque” como proveniente de actores colocados fuera de las fronteras eclesiales (preferiblemente en Miami) y 2) cuando se buscaba construir argumentos “de peso” para otros actores eclesiales, entiéndase la Secretaría de Estado vaticana, se recurría a cartas de grupos de católicos muy particulares, dando la impresión de que dichos grupos actuaban “en solitario”, es decir, por iniciativa propia y desvinculados del estamento eclesial dentro de Cuba.

De resultar esta carta un hecho verídico, entonces estaríamos asistiendo, por vez primera, a la confirmación de que la estrategia de aislamiento y desestabilización contra el cardenal Ortega no ha provenido realmente, o solamente, de Miami, ni de grupos católicos periféricos, sino del corazón mismo de la Iglesia dentro de Cuba. ¿Será la Comisión Nacional de Laicos de la COCC uno de los ejes desde donde se han tejido los ataques al cardenal Ortega?

La Carta

Lo primero que llama la atención en la carta de la Comisión Nacional de Laicos es el lamento porque no tuvo lugar un encuentro “cercano y profundo” entre “las partes” durante la visita del Pontífice a Cuba. Debemos intuir como “las partes”, de un lado, al “laicado católico cubano” —evidentemente encarnado en dicha Comisión— y del otro, al propio Francisco. Este primer dato es revelador, sobre todo si tenemos en cuenta que el Papa sí se reunió con cientos de jóvenes laicos católicos en las afueras del Centro Cultural Padre Félix Varela, así como con numerosas familias católicas en la catedral de Santiago de Cuba. Y no solo se reunió con ellos, sino que uno de esos laicos, en La Habana, planteó al Papa su visión sobre desafíos muy concretos de la realidad cubana.

Luego de una primera lectura, queda clara la inconformidad de un sector muy determinado del laicado. Y no se trata de un sector cualquiera, sino de un grupo sólidamente empoderado, que habla desde la máxima estructura laical de la Iglesia (la Comisión Nacional de Laicos, adjunta a la COCC). Es evidente que los autores de la misiva no se sintieron cómodos con el “formato” escogido por los organizadores de la visita para que los laicos interactuasen con Francisco en la Arquidiócesis de La Habana; salta a la vista que tampoco se sintieron representados por el joven que se dirigió a la multitud frente al Centro Cultural en la Habana Vieja.

Si la Comisión de Laicos de la COCC hubiese quedado satisfecha con el evento del Centro Cultural, no hubiese hecho falta entregarle una carta tan particular al Papa en la diócesis de Holguín, luego de que el Pontífice abandonase La Habana. Además, quienes conocemos (desde adentro) el funcionamiento de las estructuras de la Iglesia cubana, sabemos que un hecho de este tipo (una carta de representantes concretos de una estructura de la COCC al Papa) no procedería sin el plácet de miembros del estamento eclesiástico.

Quizás lo más interesante de la carta sea que descubre la estructura de pensamiento de este sector del laicado cubano, y explicita rotundamente la visión que estos tienen sobre lo que pasa en Cuba hoy. Además, la misiva clarifica el posicionamiento que para ellos debería tener la Iglesia Católica en este contexto. En tal sentido, los firmantes exigen al Papa “su derecho a participar en la toma de decisiones” de la vida interna de la Iglesia. Bajo esta lógica, y solo después de la concesión de este derecho, es que podrían “asumir el compromiso cristiano en la vida social, política y económica”. “La salida de los templos” hacia la sociedad aparece supeditada a una “conversión pastoral” que pareciera implicar la alineación del Papa, del Episcopado nacional, y de toda la Iglesia en la Isla, tras una única proyección socio-política de un sector del laicado. Esta alineación institucional, que debería ocurrir previa a la acción laical, sería una especie de “escudo protector” para poder participar en la construcción de “una sociedad civil vigorosa, plural y dialogante”.

Vale la pena aclarar que no hace falta construir tal cosa en Cuba: gracias a Dios esa sociedad civil ya existe. Vive y trabaja en la Isla precariamente, no ha tenido que pedirle permiso a nadie para existir y está compuesta por actores políticos y sociales disímiles, que claman por una Ley de Asociaciones que saque del estado de “a-legalidad” o “tolerancia consentida” a dichos proyectos, consagrando el dinamismo que vive la sociedad insular como un bien preciado de la nación.

Otro de los elementos interesantes del documento es el diagnóstico que los laicos hacen al Papa sobre la realidad nacional. Para este sector del laicado, ¿qué es lo que sucede en Cuba hoy? Pues lo siguiente: 1) “emigración de los jóvenes”, 2) “falta de armonía entre los proyectos de vida personales y familiares con el proyecto social imperante”, y 3) “falta de libertades políticas, de asociación y expresión”. Punto. Desde esta perspectiva, Cuba es un eterno presente, una realidad estática de la cual todo ser humano cuerdo debería huir.

Ni la monumental transformación de los imaginarios sociales en Cuba, ni el traspaso de poder a manos de Raúl Castro en 2006, ni el inicio del proceso de normalización de relaciones con Estados Unidos, ni el dinamismo trasnacional de poder entrar y salir de la Isla, ni los ciber-debates que tienen lugar cada día con mayor normalidad, ni las transformaciones parciales en materia de libertades, ni la reconstrucción del periodismo cubano en Internet, ni el nacimiento de un incipiente y dinámico sector empresarial privado, entre otras muchas cuestiones positivas y esperanzadoras que tiene el país, son mencionadas en lo más mínimo.

Quienes suscriben la carta adolecen de una mirada equilibrada, que muestre las luces y las sombras de nuestro país, con misericordia cristiana y, sobre todo, con un lenguaje que “imprima” esperanza a todos los cubanos.

Esta carta, si en realidad fue entregada en nombre de “los laicos cubanos” al papa Francisco —por la visión de Cuba que entraña, por los actores que la redactaron y por el grado de representación a que aspiran a tener dentro del entramado eclesial— constituye, entonces, la mejor síntesis del drama profundo que vive la Iglesia cubana.

Radiografía del catolicismo cubano y su proyección política

Atrás han quedado los años en los que la proyección socio-pastoral de la Iglesia Católica en Cuba era el fruto de la “tensión dinámica” entre partes disímiles de un cuerpo que se asumía compacto. Las visiones políticas y pastorales de los arzobispos Jaime Ortega (en La Habana), Adolfo Rodríguez Herrera (en Camagüey) y Pedro Meurice Estíu (en Santiago de Cuba) dotaban al episcopado cubano de un dinamismo que siempre apostó por una política de ensanchamiento de espacios dentro del país. Detrás de cada Obispo cubano había laicos con publicaciones e iniciativas que daban vida a corrientes de pensamiento y acción diversas, que convivían dentro de un único cuerpo que era la Iglesia.

A la altura del año 2000 el sociólogo Aurelio Alonso llegaba a afirmar que la jerarquía eclesiástica cubana contaba con una “inteligencia laica” que muchas veces hablaba y se proyectaba en coordinación con los propios Obispos. Nada de esto existe ya. El laicado católico dentro de la Isla vive uno de sus peores momentos en cuanto a estructuración, proyección y capacidad de convocatoria.

Los eventos de los últimos tiempos (“guerra de cartas” y otras zancadillas desleales) han rebajado muchísimo la altura con que solía manifestarse la política eclesiástica cubana, sobre todo en tiempos del “viejo episcopado”. Las intrigas palaciegas han llegado a poner en tela de juicio lo que en mi opinión han sido las dos claves del éxito de la pequeña “grey católica” en la Cuba post-1959: 1) la unidad compacta del Episcopado ante el Gobierno cubano y 2) la sintonía y fidelidad de ese Episcopado con el Pontificado, en Roma.

De mantenerse en el tiempo la desarticulación de estas dos premisas, unida a la posibilidad de que las “visiones estáticas” sobre la realidad nacional logren imponerse en la Iglesia, podríamos estar asistiendo a un escenario inédito, que de seguro desembocará en un resquebrajamiento del protagonismo católico en la Isla.

La Iglesia Católica en Cuba vive, con mucha intensidad, dos procesos interconectados que ya están marcando fuertemente su presente: la trasnacionalidad de su feligresía y la reconversión ideológica de sus bases dentro de Cuba.

La Iglesia es, de todas las instituciones de la nación, la que vive con mayor intensidad (y accidentalidad) su fuerte carácter trasnacional. Vive con un pie en la Isla, otro en Roma, y un tercero en la ciudad de Miami. Los Obispos reciben la influencia diaria de bases laicales que se formaron en Cuba y que ahora residen en Estados Unidos, y que poseen una proyección política-ideológica bastante uniforme, por lo general crítica, o muy crítica, de la actual realidad cubana.

Muchas veces estos actores son críticos de las políticas de diálogo entre el Gobierno cubano y los Obispos, y son defensores de una línea más “profética” de la Iglesia, o sea, con más énfasis en la denuncia socio-política.

Por otra parte, a pesar del flujo en aumento de católicos hacia Estados Unidos, las comunidades en el país no han experimentado un decrecimiento de su feligresía, pues han continuado llegando personas a esas comunidades, aunque no en un número tan creciente, como cuando arribó Juan Pablo II al país.

La imbricación de estos dos fenómenos —la emigración del laicado “histórico” hacia Miami y la llegada de nuevas personas a las parroquias— ha repercutido en que las comunidades católicas, hayan dejado de ser unidades ideológicamente monolíticas. El patrón típico del católico cubano —blanco, rígido ante el evento Revolución, conservador en materia moral, defensor de ciertas tradiciones político-filosóficas cercanas a la Doctrina Social de la Iglesia, etc.— se ha ido desdibujando en las parroquias cubanas.

En los días que corren, la Iglesia, en sus bases, se parece mucho al país real: allí no encajan las identidades absolutas. Sin embargo, en la medida en que se asciende en las estructuras eclesiales —tanto clericales como laicales— sí se mantiene el mismo patrón sociopolítico antes mencionado.

La transición “a secas” y la transición “fraterna”

En el campo del catolicismo cubano existe una red compleja de maneras de concebir “el cambio en Cuba”. Sin embargo, al interior de la Iglesia institucional son perceptibles dos posicionamientos poco flexibles sobre el asunto. Estos guardan diferencias con otras posturas, más articuladas, que sostienen algunos laicos católicos desde la sociedad civil.

Ambas estructuras de pensamiento conciben “la transición” como un proceso secuencial que debe avanzar por etapas preestablecidas, arribar a metas políticas muy concretas y terminar en “la reconciliación nacional”. Suelen apelar a procesos modélicos internacionales, con énfasis en “la transición española”, “la transición chilena” o “las transiciones de Europa del Este”. Consideran que si no se cumplen ciertas premisas “de partida” y “de arribo”, entonces el cambio “es falso”.

Un primer grupo —de hecho el núcleo duro del catolicismo cubano— concibe “la transición” como un acontecimiento casi cósmico que borrará de la faz de la Tierra a ese evento conocido como “la Revolución cubana”. Asumen el cambio en Cuba como un “hecho total”, al estilo del regreso del Mesías para restaurar el poder judaico y derrotar la dominación romana. En su narrativa se idealiza la Cuba de los años 50 y sitúan allí los años de mayor esplendor de la Isla. Suelen asociar “el cambio en Cuba” únicamente con “propiedad privada”, “pluripartidismo”, “elecciones libres” y “algunos derechos individuales”. No asumen la historia cubana desde una mirada compleja y dinámica. Dan por hecho que el embargo/bloqueo norteamericano es la mejor carta de triunfo para “negociar la transición”. Son extremadamente críticos de los nuevos actores moderados del exilio cubano, a quienes por lo general dividen en dos grupos: 1) “los avariciosos que desean lucrar con el dolor del pueblo cubano” (refiriéndose al sector empresarial cubanoamericano) y los “pro-castristas de siempre” (refiriéndose a la vieja y a la nueva emigración anti-embargo, de izquierda). No reconocen dentro del Gobierno cubano actores legítimos. Les cuesta aceptar la historicidad de las transformaciones que han tenido lugar en el país por más de medio siglo, las reformas emprendidas por Raúl Castro, y rechazan tajantemente que el entorno revolucionario juegue un rol en las dinámicas sociopolíticas cubanas. Asumen como natural que, si eres católico, aspires a sostener este tipo de posturas en la esfera pública. De no hacerlo, “eres sospechoso”, y estás condenado a ser: a) un “cripto-raulista” o un “laico oficialista” (en el mejor de los casos) o b) un oficial de contrainteligencia de los Órganos de la Seguridad del Estado. Los miembros de este grupo creen que el cardenal Jaime Ortega, por su política de diálogo con el Gobierno cubano es, estructuralmente, alguien que ha traicionado “las esencias” del catolicismo cubano.

En los últimos 10 años ha cobrado cuerpo dentro de la Iglesia otra manera más intelectual de gestionar “el cambio”. El concepto de “fraternidad” ha servido de revestimiento simbólico para opinar sobre el pasado, el presente y el futuro cubano, aunque posee sólidos vasos comunicantes con el mismo espíritu y los mismos fines del grupo antes mencionado. Además, ambas posturas comparten por igual el rechazo a la legitimidad histórica del entorno revolucionario. Acoplada a ciertas redes trasatlánticas de pensamiento católicas, esta tendencia ha logrado nuclear en torno a ella a varios jóvenes valiosos. Considera que el proceso social desarrollado en Cuba desde hace más de medio siglo, resulta portador de una antropología marxista destructora de la persona y de la sociedad, y asume la educación a largo plazo como un camino plausible de transformación del país. Para algunos en este grupo, Ese sol del mundo moral, libro capital de Cintio Vitier, es expresión de un “catolicismo fallido”, pues sostienen que incorpora en demasía elementos destructores del marxismo y de la tradición nacionalista más radical del pensamiento cubano. Los participantes de esta dinámica, muchas veces difusa, están desconectados de la “política práctica”, y pretenden desarrollar un quehacer más intelectual: para ellos el mejor modo de “hacer política” ahora es formar jóvenes para “el futuro de Cuba”; un futuro, además, que no han logrado esbozar. Para este sector, el apoyo recatado a la andadura del cardenal Ortega es, simplemente, un instrumento para gestionar sus fines.

Resulta legítimo que grupos humanos determinados posean las posturas que crean pertinentes. Incluso dentro de la Iglesia en Cuba podemos encontrar un arco político-ideológico plural, y es bueno que así sea. Sin embargo, resulta desconcertante que grupos de católicos se proyecten con extrema visceralidad y odio, cuando dicen anhelar una reconciliación entre todos los cubanos, basada en la misericordia. Por otro lado, es doloroso que la Iglesia en Cuba —fruto de su incapacidad para dialogar y concertar internamente una visión de país y un tipo de responsabilidad con el mismo— renuncie a darle un espacio suficiente y auténtico a estas y a otras tendencias diversas presentes en su seno, y se complazca en ir realineándose, casi hasta el infinito, en dependencia de las circunstancias y no de las convicciones.

La “transición” y el affaire Espacio Laical

El motivo central que llevó a la desarticulación de la proyección teológica-política-pastoral que se gestó desde las páginas y en los eventos de la revista Espacio Laical entre 2005 y 2014 (“la línea Casa Cuba”, como la llamaba en privado monseñor Carlos Manuel de Céspedes) fue precisamente que no era tolerada por los actores más representativos de las circunstancias antes descritas.

Para un acercamiento “mínimo” a los contenidos de la “línea Casa Cuba” deben ser tenidos en cuenta los ensayos: Promoción humana, realidad cubana y perspectivas, de monseñor Carlos Manuel de Céspedes; Todo el tiempo para la Esperanza, de Alexis Pestano, Roberto Veiga y Lenier González; Casa Cuba: la posibilidad de una certeza, de Alexis Pestano; De la colisión al pacto: desafíos del relevo político en Cuba, de Lenier González; Cuba Posible: pensar el futuro de la Isla, de Roberto Veiga y Lenier González; y El empeño por conocer nuestros desafíos, de Roberto Veiga.[1]

Tres días después de nuestra salida de la revista, un alto prelado explicó varias veces en privado qué había pasado realmente con la publicación. Esta era la visión de un sector de la Iglesia en junio de 2014: 1) las reformas de Raúl Castro habían fracasado; 2) el “relevo político” del Presidente sería incapaz de mantener el control del país una vez que este desapareciera físicamente; 3) ese “relevo” iría a negociar con Estados Unidos el levantamiento del bloqueo en condiciones de desventaja; 4) el “relevo” de Raúl Castro no sobreviviría políticamente a la transición cubana; 5) la Iglesia debía tomar distancia, esperar a ver quién ganaba, e ir a pactar con los ganadores; 6) Espacio Laical era una realidad suicida, que asumía y defendía desproporcionadamente las potencialidades de una creciente inclusión social y, para ello, reconocía al Gobierno cubano como un “activo transicional” privilegiado, razón por la cual mostraba a la Iglesia “demasiado cercana” al bando de “los perdedores”.

Este resulta el ABC de cómo entendieron lo que hacíamos. Sin embargo, el 17D descolocó abismalmente este tipo de elucubraciones; al punto que aún el Episcopado no ha podido pronunciarse oficialmente, de manera consensuada, sobre este acontecimiento histórico.

De esta manera, en el verano del año 2014, el tipo de cambio que defendíamos dejó de ser apoyado por el Arzobispo de La Habana, y fue desovado de la Iglesia. Antes lo habían sido también la línea católica-liberal (de Dagoberto Valdés Hernández), y también la demócrata-cristiana (de Oswaldo Payá Sardiñas).

¿Un nuevo ENEC?

Los firmantes de la carta aspiran a reunirse, del 17 al 21 de febrero de 2016, en el Santuario Nacional de El Cobre, para celebrar los 30 años del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC) y preguntarse: ¿qué laico necesita Cuba hoy? El ENEC, celebrado en 1986, fue el resultado de varios años de reflexión eclesial a todo lo largo y ancho del país. Su Documento Final, de gran sofisticación intelectual y hondura socio-pastoral, fue el resultado de los debates, consensos y síntesis de una Iglesia que, a la altura de la década de los 80, se asumía como un cuerpo plural y comprometido con el país. ¿Será capaz la Iglesia cubana, en el siglo XXI, de pensar su presente y de consensuar su futuro, desde la pluralidad de sus bases laicales? ¿Qué actores del laicado deben tener protagonismo en dicho proceso? ¿Qué rol deberían tener los laicos que viven fuera de Cuba? ¿Ellos son parte de la Iglesia en Cuba? ¿Cómo lidiarán los Obispos con la trasnacionalidad de ese laicado? ¿Qué Cuba edificar en el siglo XXI?

Epílogo

Juan Pablo II visitó una Cuba que vivía el desafío postergado del cambio. Benedicto XVI llegó a un país que lentamente comenzaba a salir de la parálisis. Francisco llegó a una Cuba en marcha, donde el cambio no está a siendo ni “a la española”, ni “a la chilena”, simplemente está ocurriendo “a lo cubano”. Llegó como Mensajero de la Misericordia, y dedicó toda su estancia en nuestra Patria a esbozar “una espiritualidad” para la convivencia fraterna entre los hombres, para que desde “la interioridad” pudiésemos sostener un modelo de inclusión y convivencia social en la diversidad. Para Francisco, “la transición” solo es entendible a la luz de los pequeños gestos: la transparencia, la lealtad, la entrega desinteresada, la reciprocidad, el perdón, la acogida al que es diferente. Su propuesta sirve para todos, más allá de confesionalismos religiosos o ideológicos, y lleva el sello profundo del más auténtico cristianismo. Desde su simpleza, es un grito radical que interpela a la Iglesia Católica en Cuba. Solo desde esas categorías se podrá construir un nuevo ENEC para el siglo XXI cubano.



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