Actualizado: 25/04/2024 19:17
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| Opinión

Represión, Primavera Negra

La lección del Sáhara

Los cubanos debemos valorar los gestos y las perspectivas de aquellos gobiernos y personalidades con alguna influencia sobre el acontecer en la Isla, para saber con qué posibilidades contamos

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Luchar contra una dictadura totalitaria encierra, entre otros, un grave problema: como se trata de una lucha contra una “totalidad” que implica a todos los factores de la realidad material y subjetiva del país en cuestión, es casi imposible llevarla a cabo desde dentro sin alguna forma de auxilio exterior. Cuando éste no es suficiente o no existe, entonces ocurre lo que ocurrió en la España franquista, o lo que ocurre en el Sáhara Occidental respecto de Marruecos, y en Cuba respecto del castrismo: la situación de sometimiento se consolida y prolonga para mayor desgaste de los pueblos que la padecen. De ahí que se deban valorar los gestos y las perspectivas de aquellos gobiernos y personalidades con alguna influencia en la trama, para saber con qué posibilidades contamos. En nuestro caso (el de Cuba), España es sin duda uno de esos actores importantes y, por eso, lo mismo nos puede ayudar que perjudicar, según el sentido o el contenido de su conducta. Ahora mismo ese papel ha alcanzado un protagonismo notable, lo que justifica que nos ocupemos un poco de cómo ha sido concebido el “libreto” por el Gobierno de Madrid (¿o debo decir de La Habana?) y cómo ha afectado esa concepción al desarrollo de la “obra”.

Centrémonos en algo que ha sido noticia reciente en España: la remodelación hace ya algunas semanas del Gobierno realizada por el presidente Rodríguez Zapatero. De esto lo que nos interesa en principio es que el señor Miguel Ángel Moratinos, hasta este momento ministro, quedó fuera del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación y, en general, del gabinete. Y no oculto que el hecho me satisfizo. Moratinos fue el ministro español que visitó tres veces Cuba y en ninguna se reunió con la oposición; el que logró que la Unión Europea eliminase las sanciones impuestas al régimen en 2003 tras la Primavera Negra y luchó denodadamente porque eliminase la Posición Común; y el que puso a disposición de la dictadura todas las facilidades para que la solución del problema que planteaban a ésta los presos políticos fuese el destierro y no la liberación incondicional y, si de pedir se tratase, la derogación de todas las leyes represivas. Las fotos en las que aparece con Raúl Castro y el Canciller cubano son tan melosamente “diplomáticas” que resultan insultantes.

Pero, lo siento, pese a todo, no puedo brindar por el cambio. Su sustituta, la señora Trinidad Jiménez, aparece como un enigma bastante despejado.

En el poco tiempo que media entre el instante del nombramiento y el presente he seguido con interés su trayectoria. En este caso no importa que ésta sea breve; estamos ante el comportamiento de una continuidad o —como debe de ser para que la sustitución tenga sentido— de un punto de inflexión. Pues bien, lo que se observa de esa incipiente trayectoria no parece muy prometedor: apunta más bien a lo primero. Y ojalá me equivoque.

Antes de referirme a lo que tiene que ver específicamente con Cuba prefiero detenerme en cómo la nueva Ministra (y en conjunto el nuevo Gobierno) gestiona lo que sucede en el Aaiún desde el lunes 8 de noviembre. ¿Por qué? Porque allí hay un escenario de represión extrema y un grado de implicación histórica y moral por parte de España que pueden servirnos de referente.

El pasado 10 de octubre unas 10.000 o 20.000 personas acamparon pacíficamente en una zona desértica próxima a El Aaiún con el propósito de denunciar la vulneración de sus derechos sociales, entre ellos algunos tan primarios como el de acceder a un trabajo y a una vivienda. El 24 del mismo mes murió Nayem Elgarhi, de 14 años, por disparos de la policía de Marruecos. Ocho días después el Ministro de Asuntos Exteriores marroquí declara que se negocia con los representantes del campamento. El 4 de noviembre el Frente Polisario denuncia que el campamento se halla sitiado y desmiente que haya diálogo alguno. El día siguiente dos periodistas españoles son agredidos en una sala del Tribunal de Primera Instancia de Casablanca. El 6 el rey Mohamed VI advierte que “no tolerará ninguna violación, alteración o puesta en duda de la marroquinidad” de la zona del Sáhara Occidental que está al este del muro de Marruecos y que controla el Frente Polisario. Y el 8 de noviembre se produce el asalto al campamento por militares y policías de Marruecos; acción que fue calificada por el ministro de Asuntos Exteriores saharaui, Mohamed Uld Salek, de “acto de barbarie”, por lo que solicitó la intervención inmediata del Consejo de Seguridad de la ONU.

¿Y qué hizo la nueva Ministra (por consiguiente, el nuevo gabinete de Rodríguez Zapatero)? Se limitó a pedir “calma y contención” a las dos partes. Y luego ha sido consecuente con esa actitud tibia, sin tomar partido, pese a la presión de todas las fuerzas políticas y sociales españolas y de la prensa que, por cierto, el régimen marroquí ha impedido ejerza su trabajo, atentando contra el derecho democrático de la libertad de información. Fue a finales de noviembre (cuando cabe sospechar que las huellas de lo sucedido durante el asalto al campamento hayan sido borradas por la arena del desierto y los acontecimientos posteriores) que autorizó a un corresponsal de El País y otro de El Mundo, los principales periódicos españoles, para que accedieran a la zona.

Si queremos comprender mejor la calidad de esta posición convendría conocer además los antecedentes históricos esenciales. Al menos que esta región fue colonia española desde 1958 hasta 1976, y que entonces España abandonó el territorio sin lograr que se celebrase el referéndum de autodeterminación que se había propuesto, ni que luego el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya lograra poner orden y frenar las pretensiones anexionistas de Marruecos y Mauritania (el norte para el primero y el sur para el segundo) que, como se sabe, al retirarse Mauritania por el desgaste de la guerrilla de la RASD (República Árabe Saharaui Democrática), facilitó que Marruecos se incorporase también esa parte en 1979. Después de los enfrentamientos de 1987 y 1988, Marruecos y el Frente Polisario acordaron detener las hostilidades y celebrar un referéndum. En 1988 la ONU le dio la razón al pueblo saharaui y exhortó a las partes para que se entendiesen. Lo que hasta ahora sigue pendiente y, según todos los indicios, así será ad infinitum. O hasta que estalle un conflicto entre las partes que desestabilice la zona, con todo lo que eso puede implicar no solo para Marruecos y la RASD, sino también para el sur de Europa.

O sea, que si miramos atrás, España tiene algo que ver en todo esto. Y por eso queremos suponer que debe sentir, por lo menos, una fuerte identificación moral con el pueblo saharaui. Sin embargo, el Gobierno se ha aplicado en fabricar la duda al respecto. Por ejemplo, en 2007 vendió a Marruecos alrededor de 10 millones de euros en armas; casi 120 millones en 2008 y cerca de 60 millones en 2009. Armas que es fácil imaginar contra quiénes se utilizan o pueden utilizarse en el futuro. Y siendo coherente con esto, ahora, después de los acontecimientos del pasado 8 de noviembre, las declaraciones de la Ministra fueron las siguientes: “Para condenar habría que tener un conocimiento completo de cuáles han sido los hechos que se han producido”.

También ha aclarado que están defendiendo los intereses de España, al tiempo que lamenta y rechaza el uso de la violencia por ambas partes. Todo lo cual está muy bien, pues en realidad no se ha podido establecer si las denuncias del Frente Polisario son del todo exactas. Está muy bien, menos por una cosa en la que debemos insistir: como ya apuntamos, Rabat —régimen no democrático al fin—, se opuso a que la prensa internacional cubriese los acontecimientos; sólo la marroquí pudo trasmitir la versión oficial. Y este detalle no es nimio. ¿Cómo, si es así, podría tenerse un “conocimiento completo” de los hechos? ¿Por qué no se apela mejor al silogismo o razonamiento deductivo categórico de la lógica aristotélica y se plantean que quien eso hace algo oculta, y que quien algo oculta merece como mínimo el perjuicio de la duda y, por tanto, que se le exija mostrar eso que oculta o, si no, debe ser condenado sin paliativos? Condenar a un régimen hermético no es, pues, como ha dicho la Ministra, “apresurar” juicio alguno; es juzgar el hermetismo en sí; la falta de transparencia tras la cual suelen ocultarse las peores arbitrariedades que, en el caso, se extienden hasta 35 años atrás.

Pero, como dije, sólo quería utilizar estos hechos a modo de referente para intentar entender desde otro ángulo la actuación del Gobierno de España y el punto a donde parece nos lleva. Y una vez hecho esto, ya podemos volver a nuestro asunto y pensar las perspectivas que el cambio de Ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación en el gabinete de Rodríguez Zapatero abren con respecto a la Isla.

Si consideramos esos acontecimientos, ¿podemos los cubanos esperar algo diferente? ¿Algo mejor?

Veamos el debut. El 25 de octubre la nueva ministra asistió al Consejo de Ministros de Exteriores europeos, y prácticamente sin matices repitió el discurso de su antecesor. Insistió en la idea de que la Unión Europea debe dar “una señal” al régimen (a Cuba, dice ella impropiamente). Y presentó como pruebas de la señal del régimen los 42 presos políticos “liberados” (en verdad desterrados) hasta ese momento y las medidas económicas que ella —como su antecesor— califica de “proceso de reformas” que, por el contexto en que lo dice, sugiere se encaminan a la apertura económica y la democratización. En consecuencia, los jefes de la diplomacia de los veintisiete tomaron una decisión que pretendieron fuese salomónica: mantener la Posición Común y, a la vez, “explorar vías de acercamiento a Cuba”. Para efectuar esta “exploración” designaron a Catherine Ashton, coordinadora de la política exterior comunitaria.

Sin embargo, la nueva Ministra celebró este resultado como una victoria. Habló de que se abría una “nueva relación bilateral” entre la UE y la Isla que desembocaría en un acuerdo, de modo que la UE llegará a mantener en un futuro inmediato relaciones con la dictadura “como con el resto de los países del mundo”. Toda una revelación en la que debemos detenernos un instante. Leamos de nuevo y con calma la frase: “Como-con-el-resto-de-los-países-del-mundo”. ¿No es interesante? O sea, la nueva Ministra (como antes el Ministro saliente) considera que el régimen cubano debe de ser tratado al igual que un gobierno democrático; es decir, como si los 42 presos políticos desterrados y los que aún quedan en las cárceles o están siendo excarcelados mediante la confusa figura de las “licencias extrapenales”, constituyeran parte de la normalidad de nuestra civilización; como si la imposición del sistema político que rige en la Isla (unipartidista, policíaco y con un mendaz sentido de la justicia) fuera como el que rige en “el resto de los países del mundo”. Y, si a lo que se refiere no es a ese resto, sino a los países que violan los derechos humanos y tienen regímenes dictatoriales como el cubano con los que la Unión Europea mantiene relaciones normales, entonces es que está mirando el asunto desde el ángulo equivocado. ¿No sería más justo pedir que se le dé a esos países el mismo tratamiento que se le da a Cuba, y no al revés?

Con independencia de lo que respondió en su momento la dictadura, y de lo que suceda a mediados de diciembre —cuando se vuelvan a reunir los veintisiete para ver qué ha logrado la señora Ashton—, el comienzo de la Ministra española es una declaración de intenciones (y hasta de principios) que preocupa. Sobre todo si se tiene en cuenta que las señales poco claras al respecto continúan sucediéndose con absoluta coherencia.

Mientras escribo estas líneas, por ejemplo, el arzobispo de La Habana Jaime Ortega, que aparece como mediador ante el régimen en el destierro de los presos políticos, estaba bajándose del avión en el aeropuerto de Barajas. Horas después se reunió con la Ministra para evaluar el proceso de “excarcelaciones” y, al mismo tiempo, las reformas económicas de la dictadura. También se encontró con el ex ministro, el señor Moratinos, que además es amigo suyo. Pero con los expresos políticos confinados en la Península fue un poco diferente; con estos sólo accedió a reunirse gracias a la mediación de personalidades ajenas al Gobierno y con carácter reservado el día 29 de noviembre, y únicamente con una representación y para analizar cuestiones prácticas a petición de estos, tales la homologación de títulos universitarios de los deportados, además de la excarcelación de los que aún permanecen en prisión y la salida de los familiares que todavía se encuentran en la Isla. Es decir, que al parecer tanto la Ministra como el Arzobispo son más generosos al tratar los asuntos de Cuba entre ellos y con el régimen, que cuando se reúnen con los opositores. Esta actitud, con independencia de los “logros” que pueda arrojar —y aunque sólo sea por el mensaje político que trasmite—, debiera valorarse. Creo que bordea una línea peligrosa que rebasa las simples conveniencias de la diplomacia. ¿Que de otro modo se lograrían menos concesiones de la dictadura? Probablemente. Pero de éste, aparte de resultados pírricos aunque deseables, lo único que se obtiene es que aquella mejore su imagen, prolongue el control absoluto y pueda continuar decidiendo sin obstáculos sus jugadas más rentables. Establecer, pues, qué es lo que más conviene, parece poco complicado.

Con semejante comportamiento a la vista, las preguntas que se me ocurren casi que podrían omitirse por obvias; una obviedad que afecta tanto a las preguntas mismas como a sus posibles respuestas: ¿Cuando la nueva Ministra de Asuntos Exteriores y Cooperación de España visite Cuba hará lo que no hizo su antecesor y, como sí hizo ella antes de ocupar la cartera en cuestión, se reunirá también con los opositores, como podría hacer por cierto en la mayoría de esos países del mundo a que se refiere en su apelación? ¿Rectificará la actitud anterior y facilitará que los presos políticos desterrados en España reciban el asilo al que tienen derecho? ¿Demandará que se respeten los derechos humanos y denunciará en todas las tribunas internacionales sus violaciones, apoyando moralmente a quienes se esfuerzan porque se produzca un cambio político, aparte del económico y social que pretende el régimen, o considerará que (como en el Sáhara Occidental) aún no se tiene un “conocimiento completo de cuáles han sido los hechos que se han producido” y mantendrá la política de la diplomacia blanda o de sumisión que conocemos? ¿Pondrá por delante los derechos humanos o, como en los tiempos del señor Moratinos (y ahora en el Sáhara), los “intereses de España” continuarán siendo la prioridad?



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