La momia y el elefante
Un Comandante en Jefe disecado y expuesto en la Plaza de la Revolución no tendría un destino diferente del Lenin de la Plaza Roja de Moscú.
Tras la denuncia inicial, el gobierno de Botswana tomó cartas en el asunto y el destino del Negro se convirtió en un pugilato diplomático. Las autoridades de Madrid presionaron al ayuntamiento de Bañoles, que se negaba a soltar prenda. Intervino la Generalitat de Cataluña (gobierno regional), intervino la Organización de la Unidad Africana, intervino Naciones Unidas (no exagero: la UNESCO fue decisiva en el asunto) y sospecho que hasta el Papa hizo gestiones bajo cíngulo. Al cabo de ocho años de tira y afloja, los bañolenses capitularon y se resignaron a entregar la momia a cambio de un subsidio para reformar el local del museo.
El 4 de octubre de 2000, el avión que llevaba al ya célebre africano aterrizó en el aeropuerto internacional Sir Seretse Khama, próximo a Gaborone, la capital del país. Lo esperaba el gobierno en pleno, una guardia de honor de las Fuerzas Nacionales de Defensa y miles de botswaneses que se habían desplazado para recibir al compatriota del que tanto habían oído hablar en esos años. Conocían las fotos y esperaban ver desembarcar a un altivo cazador, con todos los atributos que lo adornaban en el museo.
Amarga fue la decepción cuando del avión bajaron un objeto un poco más grande que una caja de zapatos, que contenía un cráneo con las órbitas vacías, unos pocos huesos y algunos jirones de piel acartonada. El museo había devuelto estrictamente lo que el gobierno exigía: los restos humanos. Lo demás —lanza, escudo, diadema, taparrabo, huesos de metal, algodón de relleno y ojos de vidrio— eran elementos artificiales que habían servido para armar el muñeco y darle un aspecto más interesante. Eran propiedad del museo y nadie tenía el más mínimo argumento jurídico para reclamarlos.
El insólito periplo del bosquimano disecado de Bañoles terminó con un entierro solemne en Gaborone. Los políticos declararon que el sepelio del célebre guerrero era el símbolo de la victoria y la unidad de África.
Difícil saber si la moraleja es apropiada.
(Por lo pronto, Frank Westerman, un periodista holandés, autor de un libro sobre el caso, escribió recientemente: "Estuve en Botswana, en la tumba del Negro, en abril de 2004. El lugar parecía totalmente abandonado. La cadena que une los 12 postes que rodean la tumba había desaparecido y en la hierba que crecía alrededor unos niños jugaban al fútbol").
Reliquias políticas
Pero, como han recordado tímidamente algunos expertos, en Occidente no sólo se conservan momias egipcias, cabezas maoríes o tsantsas amazónicas. También hay cuerpos momificados de antepasados de los europeos actuales (como los fósiles calcinados de Pompeya o el ya citado Ötzi, que se calcula vivió en la región alpina hace unos 5.000 años), reliquias de santos en muchísimas iglesias católicas y ortodoxas, y hasta reliquias políticas, como la momia de Lenin que descansa en la Plaza Roja de Moscú. Y aquí es donde viene a cuento el elefante.
¿Que harán los cubanos del futuro poscomunista si a los herederos de Castro I se les ocurre embalsamarlo y plantarlo en una urna refrigerada, al pie de ese adefesio arquitectónico que la población, con poética justicia, ha llamado siempre "la raspadura de Martí"?
Ya sé que las autoridades habaneras han negado rotundamente que esa posibilidad exista. Pero Lenin tampoco quiso su destino de momia. Es más, en su testamento dejó instrucciones clarísimas sobre dónde y cómo habrían de enterrarlo. Y ahí está, guardado tras un cristal como los zapaticos de rosa y convertido en la más rentable atracción turística de la nueva Rusia del Padrecito Putin.
Un Comandante en Jefe disecado y expuesto, con uniforme verdeolivo y fusil de mira telescópica, a la curiosidad de los turistas norteamericanos en la Plaza de la Revolución (antigua Plaza Cívica y tal vez futura Plaza Fidel Castro), no tendría un destino demasiado diferente del que ha experimentado el máximo líder de la Revolución de Octubre. Ni siquiera el cadáver incorrupto de la vaca Ubre Blanca sería un símbolo más apropiado de esta etapa de la historia que ya toca a su fin.
No es ocioso plantearse el problema desde ahora mismo. Hace 16 años que los rusos se pelean por el fiambre del hombrecito calvo que yace junto a la muralla del Kremlin y todavía no logran ponerse de acuerdo sobre qué hacer con él. Las momias son delicadas pero tenaces y, por definición, longevas.
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